Mercerreyas

Reencarnación entre Delhi y Shenzhen

Sabado 12 de Octubre de 2019

Reencarnación entre Delhi y Shenzhen

Es luz mortecina que lame las calles la que se dispersa por Delhi al mediodía. Un sol radiante, que pugna por desenhebrar esa fina tela de polución tupida que arrasa con cada rincón, cada alveolo, se imagina tras el cristal opaco. La gasa es distinta cada día, y no tiene nada que ver con la de anteriores viajes por mucho que irrite ojos y garganta en igual medida. Rickshaws eléctricos, combustión menguada, pero es en vano preguntarse por qué aquello no amaina y es posible desafiar al astro mirándolo de frente. Brilla, el círculo perfecto, como frotado con esmeril y pulimento. Inquiere, en cada visión, por qué nunca me aburriré de sus dominios. Y le confieso, desnudo, que jamás me sentí tan turbado ante esa pregunta como en India.

 
A raíz de ese instante, he pedido la cuenta del desayuno y me he devuelto a la acción. He caminado. Primero un poco, luego mucho y, al final, hasta alcanzar el punto deseado de aborrecerlo. Sin rumbo, espolvoreado por una desidia que siempre me ahoga cuando cubro más de tres semanas en este país. A veces creo que no me da más de sí, que colma en tal medida mis sentidos que alcanzo un punto de no retorno en que perros agonizantes o la vida adquieren tintes especialmente desagradables. Entonces renuncio con sincera lástima a lo que me rodea y camino. Sin límite. Sin importar a dónde o por qué. Me trastabillo al tiempo que sorteo cabras, rickshaws, dentaduras de segunda mano, expuestas en una sábana sobre el suelo y adquiribles por aquel a quien le casen mejor, y baches. Millones. A veces dudo de cuál es el motivo que mueve a los indios a definir los caminos germinados de baches y absueltos de brea como carreteras. Y en las arterias de Delhi me sucede lo mismo con relación a las calles. En Bundi era peor, en cualquier entorno es rural indescriptiblemente más crudo; pero ni siquiera en la capital es posible encontrar un cruce de calles donde no acabes desequilibrado si no prestas atención a dónde pisas.

 
Sin darme cuenta he acabado en Connaught Place, una serie de anillos concéntricos donde se encuentra consuelo porque, gracias a sus edificios impecables de fachadas encaladas y estilo victoriano, Delhi se vuelve inofensiva para el turista huidizo de sus emociones perturbadoras. Rememoro que hoy Puri acaba su ciclo. Cuarenta y nueve días, no menos noches. La brisa, juguetona, tiende a esparcir mis pensamientos convertidos en jirones ininteligibles. Lo hace por aquí, por allá, hasta que en el momento más insospechado me los devuelve en una sacudida, con cuerpo de mujer y ese nombre de madre titilando en la conciencia. Si el trance supuso una liberación, incluso si se condenó a un renacer, el punto y aparte lo es para todos menos para sus hijas. Su materia será una incógnita pero las canas de la tristeza que cierta vez amé no dudarán en mostrarle la luz. Tiene una capacidad innata para ello.

 
Hay un templo diminuto junto a la estación de Rama Krishna Ashram. El fuego se mueve y purifica, lo hace en círculos en manos de un brahmán que lo azuza frente a mí. Hombres cantan y bailan junto al falo representativo de Shiva. En una estancia aledaña, vestida con una túnica plateada y de rostro negro como el carbón, Kali me observa burlona. “La vida necesita de la muerte, y la vida necesita de la vida, ¿lo entiendes?”, me pregunta un devoto en perfecto inglés. Primero señala al falo, luego a la diosa. “Justo en eso pensaba”, musito en perfecto castellano. Echo un vistazo al reloj. ¡Hostia!

 
Me quedo sin tiempo. El aeropuerto, de súbito, me roba horas, me da un avión, una cama afortunada de tres asientos vacíos para duermevela furtivo. Hong Kong es bruma, y agobia, y empequeñece, y satura en una interminable cola de inmigración, y humedece la piel, y marea por la falta de sueño. Bus a Lo Wu, reparar el olvido de instalar y activar, en móvil y portátil, el servidor proxy que quizás funcione (suerte de wi-fi en el autobús), otra cola infinita, un metro, otra cola más, un sello en el pasaporte. Caminar y caminar, arrastrar la maleta para aquí y para allá. Y sacar dinero, y adquirir una tarjeta sim, y otros dos vagones de metro hasta la estación norte, y otra cola, y sacar impresos los billetes reservados, y la joven de ventanilla no me entiende, y un tipo que se quiere colar, y respiro hondo. Devoro, después, unos fideos salpicados de tropezones de ternera (sagrada en India y Nepal) regados con una cerveza que, al fin, cuesta lo que vale en el país del panda. Y expiro largamente. Y lo afortunado que me siento por ello. La poesía de Delhi queda atrás en una China que me devora sin misericordia. Un renacimiento. Dos. Suerte, compañera. 


P.S. El servidor proxy que permite saltar la censura funciona bien… de momento. Ya me han advertido que, si el Gran Hermano se rebota (cosa que sucede de vez en cuando, y últimamente más por la historia de Hong Kong), lo bloquea. En estas circunstancias, como siempre me sucedió en China, trataré de publicar regularmente, pero no os extrañe si paso unos días de silencio “obligado”.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias