Mercerreyas

Delhi o la impunible ofensa del progreso

Jueves 10 de Octubre de 2019

Delhi o la impunible ofensa del progreso

El de Delhi es un caso paradigmático de cómo cualquier metrópolis asiática asusta y enamora, al cincuenta por ciento, en un primer contacto. Desmedida y turbulenta, sucia y polvorienta, lo medito camino al Paharganj a bordo del impecable metro, excepción que confirma la regla, que une aeropuerto y centro en un pispás. Me convenzo de lo primero porque aún guarda mucho de ello entre sus barriadas periféricas (lo comprobé hace unos días en Mahipalpur), mientras que lo segundo, por el contrario, se acentúa cuando la higiene surge y obliga a la polución a escaparse a hurtadillas de las zonas centrales. Evolucionando, aunque a golpe de arcadas, y dado que a mí ya me ganó hace tiempo gracias a su fabuloso patrimonio histórico y cultural, la mueca de satisfacción por volver a sus arterias contrasta con la mirada nerviosa de los recién llegados. En todo caso, todos vamos al mismo lugar porque, para percibir esa naturaleza contradictoria que identifica India, nada como para pasear por el Main Bazaar, el reducto turístico por antonomasia.

Una pelea constante se cuece allí cuando lo normal es alucinar en cada escaparate para vomitar, un paso después, tras un montón de basura que desprende un hedor nauseabundo. Puedes creerlo, lo bueno y lo malo de Delhi se concentra en esa calle que parte en la estación central de tren y muere en la estación de metro de Rama Krishna Ashram. Magia de solo un kilómetro y medio que se niega tanto a mejorar como a empeorar, empeñado en mantener un aire hippie decadente y setentero que, precisamente por ello, continúa enamorando a los viajeros occidentales.

 
Atrás, hundido entre montañas imposibles, quedó Katmandú y una estupa de Boudhanath que seguía refulgiendo cuando el avión se aproximó a ella durante el despegue. Casi se podría tocar estirando el brazo. De inmediato cambia el valle por las crestas y me convenzo que Nepal es el único país que, sobrevolado en avión, provoca vértigo cuando miras hacia abajo por la ventanilla. Es de un escarpado que ni los Andes más abruptos igualan. Las hendiduras se hacen de noventa grados, con sus cultivos en bancales, y, surgida de entre las nubes, la aserrada cordillera del Himalaya impone con sus dientes de tiburón, afilados al límite y permanentemente nevados. Es un país para enamorarse perdidamente porque a cada instante regala mucho más de lo que te exige a cambio. En eso, indisolubles, tanto Nepal como India se dan la mano.

 
Es casi de noche cuando aprieto el paso por el Main Bazaar. La estación central de tren, adjunta a la de metro, es un caos repleto de buscavidas ideando un método infalible de hacerme el lío que aún se les resiste. Nada como salir pitando y dejar a esa morralla material y humana en el olvido. La calle, esta vez, parece más limpia, o quizás, mejor dicho, menos obstinada en su mensaje decrépito. Hay mucha diferencia entre limpia y menos sucia, en India se asumen bien pronto estos matices. De lo primero se encargarían unos barrenderos que aquí deben ser un artículo tan de lujo que yo jamás vi ninguno; la educación ciudadana se encarga de lo segundo. Y ya era hora. Los comerciantes hacen de maniquíes humanos porque la mercancía les rodea y embellece. Seres estáticos que charlan, ríen y fuman. Los rickshaws eléctricos te afeitan el morro desde su silencio como te despistes, la basura ha dejado de ser evidente, no así la polución. Pero no es India, de hecho nunca lo fue.

La vida gira en torno a ti, cuando el poder indescriptible de esta nación es que nunca podrás ser parte del maravilloso espectáculo mezclado a partes iguales por humanos, santones y animales que observas. El Main Bazaar te cerca y cobra vida porque tú estás allí, su función es proveerte de alojamiento, comida, tours o chucherías de saldo; de lo contrario es seguro que esta zona habría perecido sin remisión en esa masa viscosa llamada India. Se aproxima a olisquearme un perro cuando hago un alto para respirar, cuesta arrastrar la maleta entre calles irregulares y empujones constantes. Tiene una herida horrible en el la parte superior del cuello, verdaderamente espeluznante. Se le ve el hueso y empieza a gangrenarse. Me revuelve las tripas y hago un esfuerzo por no echar hasta la primera papilla. Sin embargo, me agita la cola, alegre, desconocedor de su epitafio en ciernes. “Eres carne de cañón, compañero. Y yo ya no sé cuántas velas voy a tener que encender en este país”, le digo en un susurro antes de reemprender la marcha.

 
En el aledaño barrio de Karol Bagh, por increíble que parezca, el futuro ha llegado arrasando. Yo recuerdo un barrio oscuro, casi inhóspito, silencioso. Un “Blade Runner” desprovisto de lluvia o parafernalia futurista. En él había unos tipos arrebujados sobre una fogata intuida. Su haz de luz tenue significaba la única muestra de vida más allá de los perros enmadejados, reteniendo calor unos con otros, y las ratas que correteaban aceleradas bajo su perfecta coartada nocturna. Eran ascuas prendidas, agonizantes, y sobre ellas una lechera sin fondo, a modo de chimenea, en cuyas paredes interiores iba pegando chapatis uno de aquellos fulanos. Un horno improvisado.

El frío arreciaba aquel enero y las calles eran un surtidero de plástico, basura, chuchos sarnosos y ríos ocres de saliva mezclada con paan. Actualmente, si fijas la vista al suelo, Delhi es igual de desesperante y vomitiva. Pero, si levantas la vista, aquí mismo en Karol Bagh, los coches son de capricho, los neones de hoteles refulgen multiplicados y las fachadas impolutas ni siquiera sueñan con un desconchado, sin saber apenas qué es eso. Aquel humilde hotel nuestro, por descontado, habrá sucumbido o sido reformado en algo un poco más acogedor. Los indios visten de cortesía, se aferran a sus compras e, incluso, hay una calle peatonal (¡alucinas!) que parecería Gran Vía con todas sus tiendas multinacionales de capitalismo desbocado si, como digo, obviaras echar la vista un poco más delante de donde mueren tus pisadas.

Y ni rastro de aquellos tipos que mataban el frío husmeando los chapatis calientes y con los que cambiamos un poco de calor por unos cigarrillos y buena conversación. Allí, entre obleas rústicas y preguntas sin límite (los indios son, por naturaleza, extremadamente curiosos), arrancó nuestra primera noche India. Quizás ellos aprendieron un poco de una madre y su hijo viajando por el mundo, en nuestro haber el descubrir cómo nuestro pan aquí era plano y, si cabe, más seco, mucho menos esponjoso por el déficit de levadura. Posteriormente, ¿cuánto nos hartamos de comer chapati y naan en sucesivos viajes? Entonces ni lo habríamos soñado. Una historia maravillosa que, si la vida no te hubiera reclamado su peaje en aquella Cuenca de cúpulas azuladas, seguro que continuarías rememorando aquí, a mi lado.

Yo volviendo la vista a aquella noche gélida y tú, ¡cómo no!, al delicioso aroma del pan indio recién horneado. Aquí empezó a conquistarnos este país hechizado en el que nunca nos faltó una nueva motivación para seguir descubriendo, sufriendo y aprendiendo, ¿verdad, madre? Jamás volvimos a este Karol Bagh, envenenados por lo material del Main Bazaar, pero esta vez, por algún indescifrable motivo, yo deseaba hacer noche aquí y teclear aquella historia nuestra desde una habitación de cualquier hotel que, aunque más elegante, para mí siempre estará igual de huérfana que las demás. Y así desde hace casi cinco años. 

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No hay reportaje grafico

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias