Mercerreyas

Kyoto (IX): Y hasta ochenta

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Kyoto (IX): Y hasta ochenta.

Anoche regresé al apartamento. Cansado de caminar calles de adoquín perfecto, impecables en su higiene, o templos de postal perfecta. Ahuequé la almohada, sacudí la sábana bajera, estiré el edredón e hice la cama por séptima vez. Calenté agua para una infusión, prendí un cigarrillo, busqué acomodo a mis próximos sueños. Básicamente eso. Por encima de todo, ilusionado, sigo buscando horizontes donde naufragar. Eso no empaña otra tristeza porque me tengo que despedir de templos, arces y ojos insondables; otra alegría indescriptible cuando me aguarda mi hermano Roberto en la capital tailandesa. Feliz. Vencerá el amor y el perdón. Sabes, madre, que ya lo ha hecho. 

Detesto, en ocasiones, la casaca que envuelve demasiadas cosas en este país. Imagino que me pueden las malas pulgas al madrugar en exceso para acabar en idéntico tren suburbano, camino de quién sabe hasta dónde. Que nadie cruce un paso de peatones en rojo, que nadie se cuele en la fila para sacar el billete de metro, que nadie levante la voz un decibelio. Y luego, levemente enrabietado, me pierdo en los ojos melancólicos de cualquier otra mujer japonesa. No es noviembre en Kyoto, sino, mejor expresado, el otoño japonés y su gasa de solitud que enhebra hasta lo helicoide del ADN en cada uno de sus habitantes. De resultas, concienciado, la realidad adquiere su razón de ser para patearme al fondo del abismo salvaje en que debemos habitar el resto de seres vivos desde Irizaki hacia el oeste. Tampoco dependía de la paz y necesaria calma chutada en vena por Daitoku-ji para llegar a ser consciente de ello, me bastaba, si acaso, caminar cinco minutos por otro callejón anónimo, imposible de ubicar en ningún mapa. Paladear la amabilidad y exquisita educación de una población japonesa terriblemente envejecida. Por encima de la belleza natural y cultural del país, eso es lo que más poderosamente llama la atención: convivir en una sociedad donde las grietas y bastones son mucho más evidentes que las risas infantiles. Y su infinita quietud de movimientos, paz emanada.

 Si lo observas con detenimiento, en los ojos del planeta acecha el deseo o la necesidad. Si, por el contrario, tienes la destreza suficiente para buscar tu reflejo en un iris de mujer japonesa, entenderás que la inmensidad de la nada nunca tuvo mejor patria que en ellos; que, a veces, dan la sensación de vivir inmunizados a cualquier azuce a sus rescoldos, una belleza de trazas perfectas tan cadavérica como imposible de descomponer por tiempo o bacterias. Entre esa certeza, el colorido irreal de la madre naturaleza y la necesidad de esta burra de un poderoso imán que la fustigue a continuar creyendo, Kyoto debía ser la mejor por imaginable escala final de este viaje. Hasta aquí ochenta días que arrancaron en Bodhgaya. Una vuelta a Asia, un nuevo remojón que paliara mi sed de mí. Más que nunca, por mis cojones, corazón necesitado de fe. 

Daitoku-ji, en puridad, es otro conglomerado de templos a los que accedes sin puertas, donde las estancias se delimitan por cortinas, como en esas casas arabescas que ya ni existen en el sur de España, paso previo a otro mar de paneles correderos que desatan y abrochan lo más oscuro de la imaginación. Se adivinan trébedes en las cocinillas; se adivinan, al abrigo de una lumbre necesaria en el crudo invierno, cuadros con aroma de thangkas en los tokonomas, y hasta se multiplican los tatamis haciendo gavillas frente a una colección para enmarcar de jardines secos. Son intensos, enigmáticos para ojos extraños, seres proscritos en esta tierra. Supongo que después de tantos días pertrechado entre mares de arces no me quedará retentiva para guardar un pedazo de nostalgia en Daitoku-ji, y eso, esencia del budismo, debe ser la razón que me ha devuelto a sus arterias preñadas de pinos centenarios y tañidos de campana. 

En Kinkaku-ji, era de esperar, la marea humana me envuelve mientras admiro su icónico pabellón dorado que se refleja sobre un estanque plagado de islas. Orgullo solemne de la secta Tendai del budismo Zen japonés, el pabellón que se observa es una reconstrucción del original, consumido a cenizas durante distintas guerras y, por última vez, hace medio siglo por obra y gracia de un monje chiflado a quien, por lo visto, le debían entusiasmar las llamas. Luce espléndido el conjunto, por infinitésima vez coloreado con mimo por una naturaleza que debe vivir tan enamorada de estos santuarios como quienes caemos rendidos a su otoñal belleza efímera, resucitada cada nueve meses, el parto más hermoso. 

Tan lejos queda Bodhgaya, la patria chica del Buda Sakyamuni, así de maravilloso ha sido este viaje de despojo y exorcismo. ¿He escrito ya que lo repetía mañana mismo a ojos cerrados? Tantos inciensos prendidos por Varanasi, Mandu, Bundi, Jaipur (nuestro Jaipur, madre), Kathmandu, Boudhanath, Zhenyuan, Matishan, Bingling Si, Leshan, Chiang Mai, Ayutthaya, Kyoto,… Qué sé yo. Ochenta días de tesón y una intuición nítida: en mi pellejo, adorable o despreciable, no hay cupo para imposiciones. Puedo ser flexible, y lo he sido por el amor infinito que sentía por una mujer. Ahora, de resultas, vivo con la pena del silencio, el abandono y el desprecio cruel y despiadado (no son palabras mías) que ello implica; pero, precisamente náufrago, creo con mayor intensidad que nunca antes en mi verborrea hueca, barata, complaciente y autosuficiente. Ni este blog va a cerrar (a menos que el vuelo de regreso a Bangkok se caiga fuera de la pista, jajaja), ni yo voy a dejar de viajar con mis hermanos. 

Con cuarenta y cuatro tacos ya no es con qué hilo voy a coser las próximas grietas de mis entrañas, sino en qué costurón, abrasado por demasiadas refriegas, me voy a seguir apoyando para no dejar que se formen. Después de ochenta días, seguro, vendrán más o menos en ruta. Serán los necesarios, qué remedio, como para espantar a quien pretendió poner coto y normas que sajaban la naturaleza de este indómito corazón. Por el camino, me he hartado de repetirlo, la certeza disuelta en volutas de Gold Flake indio: el amor es libertad y ha de partir del respeto a la naturaleza de cada uno. En el fondo, créeme, compañero, el tiempo da y quita razones suficientes para entender la dimensión de amenazas y venganza, o resumen cilicio de que no se puede perder lo que nunca se tuvo. 

¿De qué manera lo recuerdo? Aquí, en esta terminal de aeropuerto que el viento huracanado de un temible tifón peleaba por reventar, desde donde me llamaba mi hermano a horas intempestivas, preocupado, buscando una alternativa de futuro que yo acaso podría darle, pongo el punto final. … (puntos suspensivos) Con dos cojones y la suficiencia otorgada por lo que supura de los poros. Que entienda quien deba. Me remito a esa necesidad de cariño fraternal, humano, que cada uno debemos tener y tan cristalinamente refleja el proverbio indio: todo lo que no es dado, es perdido. Ojalá que nuestros corazones desguazados, puestos a los pies, no dejen de proclamar, ni por un instante, que esto ha merecido la pena, madre.

El Autor

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David Botas Romero

Viajero imparable

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