Mercerreyas

Kyoto (VIII): No lejos de Kodai-ji

Miercoles 27 de Noviembre de 2019

Kyoto (VIII): No lejos de Kodai-ji

Kyoto, por más vueltas que le des, por mucho que te lo imagines inflado de personas, pese al descorazonador efecto de ver cómo van muriendo las hojas de arce, sigue maravillando por cualquiera de sus rincones menos conocidos. Tampoco importa mucho que lleves dos, cinco o diez días admirando panorámicas semejantes porque la mayor virtud de la naturaleza es saber ser inagotable a ojos del ser humano. Ya no es por el colorido, sino por el ánimo renovado y felicidad que infunde en quienes tenemos la suerte de pasear por sus templos y jardines. ¿Quién podría llegar a aborrecer esos dos íntimos estados emocionales cuando, además, ya ni recuerdo en qué país vi llover por última vez?

 
Shoren-in es uno de los cinco templos Mozenki (caracterizados por estar, históricamente, bajo gobierno de un abad miembro de la familia imperial) que se pueden encontrar en Kyoto. Si otro de ellos, Sanzen-in, es uno de mis preferidos, estaba cantado que, tarde o temprano, también acabaría en esta preciosidad, perteneciente a la corriente Tendai del budismo nipón, y que ya descubrí con mis hermanos en la primavera de hace un par de años. Una vez más el paisajismo japonés aprovecha la ladera de una montaña para crear un jardín impoluto que transmite sobriedad, belleza y elegancia a partes iguales bajo el manto colorido de las hojas de arce. Es una verdadera suerte que, pese a estar junto a un conglomerado de santuarios llamado Chion-in, magnético para grupos de touroperador, Shoren-in sea capaz de guardar una prodigiosa paz, acrecentada una vez recorres las veredas que rodean a su estanque. Allí, por enésima vez, los juegos de luces y sombras que generan los arces al filtrar los rayos solares son de belleza arrebatadora. Es innegable que no alcanza al nivel incomparable de su primo-hermano en Ohara, pero es que, en realidad, creo que casi ningún otro santuario en la vieja capital puede hacerlo.

 
A Chion-in, y por aquello de ser la tercera vez que pasaba por delante de su colosal puerta Sanmon (la más importante puerta ornamental de los templos Zen y ésta, en concreto, la más grande de todo el país), he decidido darle una oportunidad (pese a que nunca he tenido referencias notables del mismo) solo para encontrar un puñado de agradables jardines. El primero es un ejemplo pasable de Chisenkansho, con su estanque flanqueado por pinos y arces; el segundo, en la parte superior del complejo, es diminuto y luce repleto de azaleas (florecen entre mayo y junio); y un tercero, llamado Yuzen, que es una preciosidad dual tanto en su apartado de grava como en su apartado húmedo. Con todo, mención especial para el corredor en el salón Honen, uno de los escasos ejemplos donde aún se pueden encontrar los conocidos como suelos de ruiseñor. No es ningún misterio de los suelos de madera tienden a crujir si se pisan con firmeza, pero en este tipo de suelo (uguisubari), algo cruje por muy leve que sea la pisada. Esta peculiaridad se debe a la existencia, en la parte inferior, de unos ganchos con forma de v cuya cabeza se halla en contacto con las lamas. De esta forma, por muy ligero que sea el andar, la mínima presión sobre la madera ya ejerce un roce (y su consiguiente sonido) en dichos ganchos metálicos. Sin lugar a dudas, el mejor sistema posible cuando no se desea ser sorprendido por enemigo o visitante inesperado.

 
Otro binomio, muy cercano a los dos anteriores, y por el que siento un cariño especial es el que conforman el enrevesado Entoku-in y el coqueto Kodai-ji. Honestamente, si tuviera que seleccionar cinco templos de Kyoto para recomendárselos a quien no tuviera mucho tiempo en la ciudad, Kodai-ji sería uno de ellos. Todo lo que Entoku-in muestra a cuentagotas, con una cierta reticencia que, por descontado, es su mayor virtud, Kodai-ji lo muestra con un orgullo desmedido, rayando la soberbia. Sensación que ahora incluso se amplifica dados los juegos modernos de colores y simetría que adornan su jardín de grava. El efecto, desde luego, es precioso, pero no tanto como el espectáculo de sus jardines y salones o casas de té creando unas panorámicas tan sobresalientes que superan a las de su templo matriz, el no muy distante Kennin-ji. Kodai-ji, además, es otro templo precioso de visitar en cualquier época, pero, muy en especial, en el otoño debido a la profusión de arces que pueblan su parte superior donde también sobresale un fantástico bosque de bambúes, especialmente fotogénico con la luz filtrada entre sus cañas a última hora de la tarde.

 
Y Kennin-ji, por último, posee el honor de ser el templo Zen más antiguo de Kyoto, parámetro lo suficientemente interesante como para rendirle una visita. Bastante ortodoxo en su distribución, las réplicas que se muestran de sus fusumas son una preciosidad (especialmente las de dragones). Precisamente de dragones va el salón principal porque allí se puede disfrutar de una inmensa pintura de ellos en el artesonado, tan reciente como que apenas cuenta con veinte años de vida, y que recuerda poderosamente, por extraño que parezca, al techo del mausoleo de Khai Dinh, en las cercanías del Hue vietnamita. Y más de pinturas porque las representaciones de Fujin y Raijin (dioses del viento y trueno) sobre un par de biombos están consideradas la obra maestra de Sotatsu y, pese a que los originales se exponen en el Museo Nacional de Kyoto, las réplicas que se exhiben aquí son de una esclarecedora potencia visual.

 
¿Queda más en Kyoto después de ocho días? Pues queda la de Dios por descubrir porque, tras más de una semana a piñón fijo, esto solo ha sido rascar la superficie de una ciudad impresionante e inigualable en cuanto a patrimonio cultural. Pero eso será en otro momento porque a mí ya no me queda más antes de volar de vuelta a Bangkok. Bueno, sí, me queda todo el día de mañana (mi vuelo sale a las once y media de la noche), pero ése prefiero tomarlo con un poco más de calma y dedicarlo a husmear en la zona cercana a Daitoku-ji. No obstante, seguro que acabaré, maravillado, frente a otro jardín para enmarcar, rodeado de una vegetación otoñal que ya palidece.

El autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias