Mercerreyas

Día 87: Wat Sirindhorn o el pundonor de Mañoli

Jueves 5 de Diciembre de 2019

Día 87: Wat Sirindhorn o el pundonor de Mañoli

Destacaba un libro en la biblioteca de mi padre titulado “El alma se apaga”. No lo he olvidado, ni su lomo verde oliva o colorida portada cubista. Pierdo la vista en la nada por un instante, pertrechado tras esa infinita paciencia y paladeo con que se rememora la niñez. Volver a ello, como cualquier revolución emocional, no necesita de contundencia sino de perseverancia. Imperturbable, nostálgico, rehén a lomos de vino añejado que, cuando embriaga, no se desea descabalgar jamás. Es probable que aún continúe acumulando polvo en el desván de la casa familiar, allá en Mecerreyes. Una vez partió el dueño resulta complicado que sus vástagos, enfangados a estas alturas en problemas que se suman al unísono de arrugas, volvamos a él con el ímpetu voraz de letras propio de la adolescencia despreocupada. Su autor fue el húngaro Lajos Zilahy, y es un compendio sobre la inmigración con alma autobiográfica. Imagino que, saciando las entrañas de nuestro río madre, debía recordarlo en demasiadas ocasiones por dos motivos principales.

 
La primera razón, por descontado, es la que florece cuando mi mirada vuelve a cruzar el Mekong, con Laos allí al fondo. Anclado en la vega, llegado hasta Khong Chiam, el discurrir de la vida resuena a aquel país pese a ser suelo Thai. Los golpes del mortero que delatan raciones de som tam mientras machacan tomate cherry, chile, ajo, tiras en juliana de papaya verde y demás condimentos; el idioma lao, contundente, ajeno a lo cacofónico de su primo-hermano tailandés; los salmos melódicos, no obstante, en templos estilizados donde siempre refulge una estupa de cintura mínima… Y el terreno árido, la infinita quietud de sus gentes, confundible con falta de prisa, o hasta un karaoke que ya no existe. Tampoco es que se haya esfumado, en puridad, es solo que lo han trasladado unos metros más allá. “Y las chicas no son tailandesas, ¿verdad?”, pregunto al conductor que me lleva al templo Sirindhorn, versión calcada pero moderna del fabuloso sim (salón principal) de Wat Xieng Thong, en Luang Prabang (sí, Laos). Conozco la respuesta, he vivido infinitas noches en esta Castilla asiática. “No. Son de Laos”, responde pícaro. “Preciosas”, remata sin dejar de mirar la carretera. Tailandia, tierra prometida, Edén para migrantes que huyen desde lo miserable hasta lo apenas respirable, comestible.

 
El segundo motivo para rondar donde treinta años atrás, a vueltas con aquel ejemplar del Círculo de Lectores, estriba en el propio título. Porque el alma se apaga, de repente o en tenue titilar de llama sin cera. Evocar lo propio, una tarde semi-lluviosa de Cuenca, y enfrentarlo a su eco latente ya no es flagelación desmedida o, siquiera, cuestión de compasión. Es solo que, indudablemente, el mayor dolor que un ser humano puede sentir es perder a una madre. Ya no arrebatada en un suspiro, aun peor: viendo cómo se consume. Y cuando un buen amigo ha de transitar por ese camino, en el momento en que ha de hacerlo con el filo de guadaña mellada que aporta la muerte lenta, Lajos Zilahy es tan memorable que el incienso o el rezo permanente son consustanciales al esclarecedor título de su novela.

 
Sucede la escena a caballo de aldeas de provincias llamadas Chong Mek y Khong Chiam, entramadas con templos tailandeses (los menos) y laosianos. Se tatúa a fuego, lección de vejez más que diablura, que en otra meca perfecta por fronteriza y pluricultural, llamada Wat Sirindhorn, sabe más una lágrima por salada que un corazón por dinamitado. La verdadera libertad, la que dan los valores y ética, no se aprende en una escuela sino en la sonrisa inquebrantable de una madre cada vez que te mira. A ratos te dio de mamar, acunó, sacudió la badana con merecimiento proverbial; otros, imperturbable al paso del tiempo, presa de la experiencia y compasión infinita (su mayor dolor mudo), no necesitó advertirte de la hostia en ciernes porque sabía, en todo caso, que su dicción era una rémora para tu necesario escarnio. Nunca dudó que su lugar estaba después del dolor. Mitigando el tuyo en cuerpo y alma. No permitiendo, ni por un instante, que la derrota fuera algo más que un aprendizaje necesario, la mayor victoria.

 
Cae el sol sobre el pantano a los pies del templo, al tiempo que la selva se preña de desconsolados aullidos animales y trinos pasionales. Buda, el árbol de la vida iluminado en dorado cegador, los infinitos aleros de su santuario, el fosforescente de las geometrías que lo rodean… Tiene tal peso el recuerdo de Mañoli, paramnesia que evoca a tantas madres, que uno, acurrucado a los pies del iluminado, ha de lamentar la ruleta rusa en que se han convertido las relaciones de pareja en el cuero ibérico. Quizá es que ya no existen madres de ésas. Pocas, en cualquier caso. De veras que no. Tu arranque y sacrificio, gorda, el de Puri, el de Mañoli… Mujeres y raíces de estas estirpes que hoy teclean al tiempo que cosen una herida que quién sabe cuándo dejará de supurar. 


“Pon un incienso por la Mañolica”, me dijo ayer Txema con voz trémula. ¿Y cuándo no?, resumo en silencio. Sabes de qué hablo, madre. Por todas esas mujeres que, abnegadas, nos hicisteis hombres, con virtudes poderosas, sí, y también con defectos pulidos, segundo a segundo, con la lima de vuestro tesón y amor infinito. Ojalá que ni Txema, ni Maitane, ni siquiera quien firma, olvidemos nunca lo afortunados que fuimos teniendo unas MADRES tan mayúsculas. Que vuestro recuerdo y enseñanza perpetua sea nuestro bien más preciado, ejemplo siempre a seguir. Sathuuuuuuuuuuu.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias