Mercerreyas

Los matan con el sigilo de la desvergüenza

Lunes 30 de Marzo de 2020

Los matan con el sigilo de la desvergüenza

Ubon Ratchathani, o Ubon a secas, es una urbe populosa en el nordeste tailandés que presenta algunos templos interesantes, alrededores de nota y, siendo honesto, no mucho más. Si encima llegas de noche cerrada a su aeropuerto, en plena ola de frío polar (en Tailandia se denomina así a cualquier temperatura por debajo de dieciocho grados, aunque para un europeo en jeans y camiseta aquello sea una bendición), pues la sensación se tiñe de desolación. El caso es que yo, atribulado en la paz perenne guileta, hoy venía a hablar de una atmósfera de karaoke alicaído; mejor puntualizado, un masaje de “final feliz” y bajo fondo que se torció de modo insospechado e irrisorio dado lo (presuntamente, nada más lejos de la realidad) dilatado en tamaño de mi miembro viril. O, en otras palabras, de ambición desmedida, que a veces resulta un sinónimo de lo anterior. Pero estas letras, después de una breve conversación con la familia, ya no van de eso… 


También podría hablar de ese cuadro que luce al lado de mi cama y es el mejor recuerdo de la amistad juvenil. Es obra del añorado colega Álvaro, y me acompaña cada vez que cierro los ojos y apago la luz de la mesilla porque sigue representando, dos décadas después, una constante insufrible. Si Atlas cargaba sobre su espalda con el peso del mundo, así me toca portar a mí con mis avatares -némesis femenina, en puridad-. Podría contar que hoy supe de él, verbigracia de las redes sociales muchos años después, pero resulta que estas letras, pese a que deseara compartir la dicha, también se emborronan hasta diluirse en la contundente cotidianidad… 


Y lo próximo no va de dichas historias porque me ha dado por pensar, al hilo de cuatro hermanos conectados vía Skype, cada uno con su letanía al filo de la lengua, en quién demonios se pregunta si, caso de ser este azote una condena hacia la población de entre veinte y sesenta tacos de edad, no habría sido todo distinto. ¿Quién duda de que las medidas habrían sido tan extremas como se requería hace dos semanas si la población activa hubiera estado en riesgo? Los jóvenes generan, los ancianos consumen. Esa es la bochornosa por única lección. Y esa inacción, esa parsimonia, es lo que, perdón por la expresión, me revienta los cojones. Abandonados a su suerte en cualquier geriátrico, sin la mínima opción de exhalar el último suspiro con la compañía necesaria de su prole. Ellos, quienes han creado este país, nuestro estado de bienestar, y nos han dado de mamar.

 
Mira, lee con atención. Yo, después de varios viajes al gigante rojo, no soy ningún versado en antropología china. Solo puedo hablar de mis experiencias, ínfimas pero lo suficientemente consistentes para saber el mimo con que se trata allí a la tercera edad. Es indudable que emana de su corriente filosófica-religiosa confucianista. Lo llevan a cabo porque los septuagenarios no tienen recursos económicos o físicos, es la ley insobornable de la vida; y más nos vale porque de lo contrario, justo hoy, aquí en España empezarían nuestros mayores a repartirnos hostias como hogazas de dignidad por abandonarles de este modo cruel y despiadado. El primero de aquellos viajes fue con mi madre, y rememoro con inusitado cariño cómo me felicitaban por viajar a su lado, pendiente de ella, cada vez que montábamos en otro de los vetustos trenes expresos donde debías hacer noche, en una litera poco mullida, para salvar los quinientos kilómetros que te separaban de tu destino. El caso es que no entendía, tampoco es la primera vez que lo cito en mis textos, por qué la gente me felicitaba por cuidar de ella. En esa cultura oriental, donde el anciano es reverenciado y protegido, lo mío no debía ser tan extraordinario. En estas horas turbulentas, cuando rescato dichas experiencias de lo profundo que es el baúl de mi existencia viajera, me brota el rictus serio pese a lo cariñoso del recuerdo. Nos deberían forrar a hostias por permitir lo que hemos permitido. 


He llegado a ese punto porque mi hermano Jesús, auxiliar de ambulancia, dibuja con precisión una imagen olvidada. Dolorosa al límite. La de las residencias de ancianos, abandonados a su infortunio, donde la certeza de que ronde la parca no es si llegara sino cuándo llegará. Desconozco si los gobernantes han permitido su ocaso por egoísta autosuficiencia (la presunta “gripe” del virus no les afectaría a ellos, jóvenes y lozanos) o mera necedad. No obstante, ninguna de las dos hipótesis me reconforta un ápice ni les exime de responsabilidad. Quienes crearon este país, los mismos que lo levantaron de sus cenizas tras bélico odio irracional, ahora no tienen ni la remota opción de abandonar este cuerpo, armazón de arrugas, carne y hueso, con la reconfortante mirada y consuelo de su simiente. Es una canallada, una puñalada que les hemos metido toda la sociedad, por supuesto que representada en el amplio espectro de políticos haraganes e inútiles que holgazanean en el Congreso de los Diputados. El bicho fue, para China, una herida insospechada. Otro tanto se puede decir de Italia. Pero aquí, por el contrario, ya disponíamos, en este siglo de comunicación instantánea y veraz desde Alaska hasta Nueva Zelanda, de una fotografía precisa acerca de la magnitud de la tragedia que nos acechaba. Y tres cojones importó a los que manejan el cotarro. Bien ensimismados, parapetados tras crecimiento económico o burdas reivindicaciones propagandísticas, fuera de tiempo y lugar, que adolecían de esencial por necesaria humanidad. 


Los ancianos se nos mueren entre las manos o bajo la silente condena del olvido en cualquier residencia. Han forjado este país y caen abandonados, en una soledad que a duras penas pueden mitigar esos sanitarios que se han encontrado con esta masacre, sin comerlo ni beberlo, por una bochornosa dejación de funciones (o manifiesta incapacidad, aun peor) de nuestra clase política. Si no fuera por su lucha abnegada, pese a la falta de medios, el garrote vil habría sido la menor de las preocupaciones de los responsables de este asesinato selectivo. He escrito asesinato selectivo, y no me cabe en la cabeza que, a estas alturas de función, puedas dudar de que esa es no solo la consecuencia sino la razón oscura que nos ha llevado hasta este punto maquiavélico. Sabían de sobra que los ancianos eran vulnerables. Eran plenamente conscientes de que, para muchos abuelos con enfermedades crónicas, esto sería el tiro de gracia. Y bajaron el pulgar, a lo espectáculo circense de gladiadores romanos. Yo ya no trago otra dosis de cicuta. Y mucho menos cuando sé, sin lugar a dudas, que se han negado a dejar de lado la patética defensa a ultranza de la economía por cuanto eso significa, cristalino, que se está prescindiendo de generaciones que levantaron nuestra felicidad de hasta antes de ayer. Lo vuelvo a repetir: si este virus fuera contra la población activa, ya se habrían preocupado bien de mantenernos con vida. ¿Acaso lo dudas? ¿Dónde arranca la prevención y dónde muere la humanidad? Hace unos días pensaba que quizás podría ayudar mínimamente a esa generación que languidece con orgullo y dignidad en Mecerreyes. Hoy lo pienso mejor: ¿sería yo capaz de sobrevivir quince días con un kilo de lentejas del modo en que lo hacen ellos? La vida les enseñó a pelear con uñas y dientes, y vengo yo, desnudo sin mi Internet, sin mi gin-tonic, sin mi despensa repleta. ¿Quién da lecciones de subsistencia a quién? Y a ellos, a su coraje y lección, les estamos dejando morir sin posibilidad de que un ser querido les enjuague el tránsito que, ellos sí, se han ganado gota a gota de sudor, lágrima a lágrima.

 
Ya no me hace ni pizca de gracia cuánto reí tras aquella anécdota en Ubon, ni celebro el reencuentro virtual con Álvaro lo que debiera; solo me hierve la sangre porque ellos, tus padres o abuelos (los míos, por desgracia, ya marcharon), son carne de cañón de unas políticas criminales donde ha primado el dinero sobre la humanidad. No te quepa la más mínima duda de que si tú, joven, no fueras necesario para mantener troquelando la máquina de monedas o billetes, serías otro despojo abandonado en cualquier rincón de una habitación, por única compañía de otro producto caducado para su sistema que agoniza en la cama de al lado y un ser humano mayúsculo capaz de asirte de la mano. Y eso, te lo juro por Dios, sí que es intolerable. Ojalá sea una lección tan catártica como para que no se nos olvide durante el resto de nuestra vida y, vital, la de los progenitores que sobrevivan.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

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