Mercerreyas

Días 14, 15 y 16: Del palacio al templo, del templo a la cascada

Domingo, 24 de septiembre de 2017

El Thangka

 

 

El Thangka

 

[dropcap]E[/dropcap]l Thangka es una pintura budista tibetana confeccionada a mano que, siendo originaria de India, fue introducida en Tibet a comienzos del siglo VIII. El pintor de thangkas sigue invariablemente las normas preceptivas fijadas en el Tripitaka o canon budista ya que, de lo contrario, es consciente de que el “espíritu divino” (entendido como posesión sagrada, para occidentales el término bendecido es un concepto más comprensible) no se apoderará de su obra pictórica. Es preciso destacar que ningún thangka ajeno al acto de su bendición es considerado sagrado, de ahí que miles de estos trabajos sean fácilmente adquiribles y fotografiables en tiendas junto a pashminas o piezas de diversa calidad y consumo comercial. Los thangkas expuestos en lamaserías, por esta razón, nunca son fotografiables y rara vez son expuestos al público.
Lhariva es la palabra en tibetano para definir a estos pintores de deidades y, pese a que los tibetanos suelen preferir el trabajo de monjes sobre otras personas laicas a la hora de encargar un trabajo, existen artistas ajenos a lamaserías que han gozado de prestigio y se han ganado la vida creando thangkas de calidad. En todo caso el thangka, independientemente de su autor, es considerado un objeto de veneración siempre que haya sido creado por un místico.

Es importante reseñar que cualquier objeto religioso, desde una estupa hasta un thangka o una estatua, esta desposeído de valor litúrgico a menos que haya sido consagrado por ese “espíritu divino” (bendecido). Este acto de consagración se lleva a cabo por lamas siempre y cuando el destino del thangka sea la lamasería o templo adyacente. Esta acción de consagración, conocida como pranapratisha, comienza con la invocación de tres sílabas sagradas -Om, Ah, Hum- que representan consciencia, palabra oral y corazón (entendido como ilusión y deseo vital, una especie de fe absoluta). Arranca entonces un despliegue sonoro a cargo de lamas que tocan sus instrumentos musicales, acompañados de hileras de mechas prendidas en candiles repletos de mantequilla de yak, generando una atmósfera sagrada de comunión entre seres místicos y devotos que se suman a la gran celebración.

Si el objeto a consagrar es una estatua, entonces el Vajraguru o lama principal toca suavemente su cabeza, cuello y corazón repetidamente. Esta acción de sparsa (tocar) simboliza la inserción de consciencia, capacidad de habla y capacidad de sentir en la figura. Sin embargo, cuando un thangka es consagrado, las palabras “Om, Ah, Hum” aparecen escritas en el reverso de la pintura, aunque ocasionalmente son visibles en la parte frontal de la pintura. Siguiendo la tradición bramánica, el Vajraguru finalmente consagra la estatua en el pranapratisha vertiendo agua con azafrán desde un cuenco con forma de loto, pero como el agua no puede ser vertida sobre una pintura, esta acción se realiza sobre un espejo donde el thangka se halla reflejado.

Introducción a los thangkas. Exposición en el museo del palacio de Stok.

[dropcap]D[/dropcap]ecir adiós a Leh fue más fácil de lo pensado porque, acostumbrado a hacer dos o tres noches en un lugar, las ocho que pasé allí se me acabaron haciendo pesadas. Quizás la razón se da en que estuve la mitad de los días jodido de la tripa y la otra mitad renqueante por ello. Siempre que se da esto último, uno tiende a creer en el mal fario de un determinado lugar cuando las tripas se abren en canal. Cosas esotéricas, de brujería. Toca olvidar. Incluso mucho más que en lo torpe que ha podido ser por echarse al cinto aquella samosa cocinada en un aceite más negro que el usado de mi coche. Cosas constatables, aunque abochornen por torpe. Toca aprender. El caso es que, siendo honesto, incluso yo me sorprendí a mí mismo tras la larga estancia ya que Leh, dejando a un lado mis circunstancias, es muy turístico. Demasiado para mi gusto. Y suelo abreviar estos lugares por lo mucho que me jode pagar cinco por lo que vale tres. Es una jodienda caminar, constantemente ajeno al “where are you from, sir?”, deseando un gramo de cultura Changpa que nunca ha de venir asociada al comercio. Típica trampa de indios meridionales para occidentales desnortados. Tampoco ayuda la política de transporte por la zona. Los buses públicos son demenciales, tanto por tipo de buses como por calidad de carreteras, y los taxis tienen fijada una lista de precios común que manda a tomar por culo la libre competencia. Y no hay versos sueltos dispuestos a salirse de lo estipulado. En resumen, que Leh y alrededores es tan bonito como inflado de precio y turistas. Así lo pensé en un primer contacto, callejeando tras aterrizar desde Srinagar, y así lo pensaba la víspera de pirarme. Llegué, tuve la fortuna de conocer a Sunil y esposa, con los que cubrí la mayor parte de lugares que pretendía visitar a bajo coste, en inmejorable compañía, y marchaba encantado. Hasta la próxima.

En el entretanto, antes de partir a Manali, me dio por invertir unas horas en el palacio de Stok, a un puñado de kilómetros de Leh. Es una construcción tosca por fuera, mal revocada, pero que guarda una sorprendente colección de thangkas en su interior. Además la explicación a los mismos no está mal. Entre eso y callejear por los alrededores del palacio de Leh eché el rato hasta subir de copiloto a un taxi. Por delante quince horas de carretera revirada, considerada una de las más escénicas del mundo aunque, para mi desgracia, los taxis compartidos y hasta el minibús para turistas la cubren de noche. No sé qué es peor. Menudo infierno. Memorable infierno.

Acaso por esa herencia de la capital ladakhi o por otros motivos que relato a continuación, el caso es que aquella jornada me tocó uno de esos días de “pero qué coño hago aquí”. Suceden cuando menos lo esperas, llegan fulgurantes, destrozan tu ánimo a dentelladas, y la única cura es echarse a dormir y esperar que nazca otro sol. Si te pillan con el pie cambiado te planteas mandar todo al garete y volverte a casa; si ya tienes callo, dormir y esperar. Con el sol la ruta lucía hermosa, con farallones de arenisca por doquier y un paisaje serrado, coloreado a capas de minerales más allá de Kharu. Entonces cayó la noche y el Ladakh más crudo apareció por sorpresa. La carretera pasó a ser descarnadas lenguas de brea primero, luego rocas a secas. El calor se hizo frío ártico. Y empiezan los puertos de montaña, hasta cinco conté. En la cumbre del primero nieva con fuerza, azota el parabrisas y una capa de caspa corretea en remolinos ululantes. En los restantes será igual. El conductor, en plena ascensión del primero, baja la ventanilla de su lado. Nos jodemos de frío. Los tibetanos y yo, todos hechos un ovillo. Los carámbanos están en mi nariz. Le pido que la suba. Imposible, parece comentar señalando el vaho que se forma en el parabrisas. No existe ni un mando del sistema de ventilación. En su lugar solo quedan huecos donde deberían estar las ruedas de caliente-frío, dirección de aire y potencia. La jodimos. A la altura de Pang solo se encuentran cuatro yurtas barridas por el polvo. El cielo está raso, preñado de estrellas, y el único ruido procede del castañetear de mis dientes. El frío se cuela hasta el interior de todas, restaurantes improvisados, y el té corre mano tras mano para entrar en calor. Otro puerto, y otro tobogán. Ya es de día cuando subimos el puerto de Rohtang, previo a Manali. El frío arrecia en esas infernales horas del alba. No hay colores hermosos, solo niebla cerrada. Duermevela tras duermevela, cuando no me despierta el afilado dolor del riñón lo hace el tintinear de mis cervicales, juguetes desarmados a bordo de un jeep que nunca baja de los veinte grados de inclinación lateral. Aquello es una trituradora de huesos. Duermo, despierto, duermo, despierto. ¿Cuándo coño se acaba este puerto? La bajada del Rohtang es tremenda, infinita, en una sucesión de eses que aparecen carcomidas por derrumbes laterales y desprendimientos, sin lugar al mínimo metro de firme llano. Como hormigas se revuelven los camiones allí al fondo, aún a mitad de descenso.

[dropcap]L[/dropcap]a humedad es tremenda una vez en Manali. Llueve a mares y mi maleta está tan empapada como me acabo de poner yo en un minuto de espera a que el tibetano soltara la cincha que la sujetaba en la baca. Se cuela el frío hasta el tuétano y asomo tiritando en la recepción del hotel. Debía dar una pena tremenda con esas ojeras que luego me escupía el espejo, tras una ducha ardiente, y esa forma de exhalar aire en la palma de las manos para ser capaz de firmar la hoja de registro. Tras dos horas en la cama, todavía con los pies helados, me planteo seriamente ponerme calcetines para dormir. Eso no es lo peor porque, cuando voy a por ellos, toda la ropa está empapada y debo dedicarme a extenderla por una habitación que parece aquello un tenderete de a saldo. Suerte que los calcetines venían envueltos en plástico.

Despierto a medio día, un poco reconfortado tras la ducha y una infusión hirviendo, y llamo a mi novia. Qué mierda de día, justo hoy que hacen comida familiar todos mis primos, ¿qué coño pinto aquí? Letanía del añoro del cuerpo caliente, el susurro y aliento en la nuca. Maitane escucha con atención, como siempre hace, y me recuerda el empuje e ilusión de mi madre, su capacidad de aguantar historias como ésta y peores. Ahora debería valorarla más que nunca. ¿Cómo lo hacía? ¿Que cómo lo hacía? Con ilusión. Con ilusión y porque era una verdadera todoterreno, respondo al borde del llanto. La fatiga en India me vuelve a poner contra las cuerdas. Mejor volver a acostarme otro rato.

Una vez resucitado, con el feroz rumor que atruena de un río Beas sobrecargado de caudal, el sitio guarda un puñado de templos sorprendentes por su factura en piedra y madera. Sigue lloviendo a mares pero ya no me importa calarme. En realidad nunca lo ha hecho excepto cuando la fatiga me ha desarmado, como ocurrió unas horas antes, hasta que el coraje por el recuerdo de mi madre me recordó quién soy. Y Manali es hasta hermoso si lo enfocas con interés. De veras. A veces pestañeas por estas calles y parece que estuvieras en Puebla de Sanabria por toda la sucesión de tejados hechos de lajas de pizarra y mampuestos de roca. El mejor exponente de arquitectura religiosa es el templo Hidimba si solo por su ubicación en un inmenso parque rodeado de pinos y cedros. Impresionantes por su altura, las ramas pobladas apenas filtran la claridad y escoltan lo exiguo del santuario, su esencia como pura roca honrada por incienso eterno. Es probable que el templo Manu, origen del nombre del lugar, y el templo Vashisht sean más perfectos en composición, pero su ubicación en medio de guetos turísticos les afea su remate.

Existe en Manali, inevitable por estos lares, una poblada comunidad tibetana que ha construido otro par de santuarios con su sucesión de figuras budistas del panteón vajrayana. Viniendo de la magnificencia de Ladakh, provocan la indiferencia, pero siempre es agradable escuchar el crepitar de las gotas de lluvia a los pies de un gigante de ojos azulados y terso dorado, acunado por las fragancias del incienso mezclado con el té masala. El calor. Spiti, allá al este, llama con insistencia.

[dropcap]H[/dropcap]oy el clima ha dado un respiro y bajo claros celestes se filtran jirones de nubes que se enredan entre las coníferas, dibujando formas caprichosas e invitando a pasear. Ayer quince horas criminales a través de los puertos de Ladakh, mañana diez rumbo a Kaza, en el valle de Spiti. Mejor caminar y descubrir esta pausa a caballo del Tibet histórico, desentumecer el cuerpo hasta la cascada Yogini. Las yoginis son las mujeres practicantes del budismo tántrico, y no dejo de sorprenderme por su nombre místico y su relación con el salto de agua. Es una suave caminata hasta la base de la cascada y luego un pequeño tormento alcanzar su cima. Impone su caudal, feroz, hipnótico. Lanzo a un lado la mochila, apuro un trago de agua y me siento a observar un chorro infinito de agua que se va, que mañana volverá hecho lluvia. Manali, a lo lejos, parece una mota de polvo en el espejo de mi existencia. Otro más. Ahora dime, ¿Cómo lo hacías, madre?, ¿cómo me seguías hasta estos lugares? Y te ríes en la cima desde donde me observas risueña: es todo ilusión, solo ilusión. Que sepas que ayer faltó tu mercadillo en la reunión de primos, y también mis libros para firmar dedicatorias. Te encojes de hombros, por nada del mundo te hubieras perdido vivir esto a mi lado. Y yo río complacido, por nada del mundo me hubiera perdido vivir esto a tu lado. ¿Cuándo salimos para Kaza, para el valle de Spiti?, ¿qué toca mañana? Hoy tus hijos comen juntos con los Botas de Éibar, y aún nos quedan millones de kilómetros por recorrer.Hacemos un alto, sumamos cicatrices y es lo de menos. Nadie se arrepiente de su naturaleza. Y que nunca, nunca nos falten recodos por descubrir. Nuestras postales, tan mundanas, nunca llevarán membrete. Era nuestro deber, otro sol de conquista. Así lo quisimos, ¿verdad, madre? Verdad, verdad. Manali solo era un receso, un guiño a tu abrazo. Solo eso.
Written by David Botas Romero
Visit us at:http://botitasenasia.blogspot.com/
E-Mail:botasmixweb@hotmail.com