Domingo, 24 de septiembre de 2017
Lhariva es la palabra en tibetano para definir a estos pintores de deidades y, pese a que los tibetanos suelen preferir el trabajo de monjes sobre otras personas laicas a la hora de encargar un trabajo, existen artistas ajenos a lamaserías que han gozado de prestigio y se han ganado la vida creando thangkas de calidad. En todo caso el thangka, independientemente de su autor, es considerado un objeto de veneración siempre que haya sido creado por un místico.
Es importante reseñar que cualquier objeto religioso, desde una estupa hasta un thangka o una estatua, esta desposeído de valor litúrgico a menos que haya sido consagrado por ese “espíritu divino” (bendecido). Este acto de consagración se lleva a cabo por lamas siempre y cuando el destino del thangka sea la lamasería o templo adyacente. Esta acción de consagración, conocida como pranapratisha, comienza con la invocación de tres sílabas sagradas -Om, Ah, Hum- que representan consciencia, palabra oral y corazón (entendido como ilusión y deseo vital, una especie de fe absoluta). Arranca entonces un despliegue sonoro a cargo de lamas que tocan sus instrumentos musicales, acompañados de hileras de mechas prendidas en candiles repletos de mantequilla de yak, generando una atmósfera sagrada de comunión entre seres místicos y devotos que se suman a la gran celebración.
Si el objeto a consagrar es una estatua, entonces el Vajraguru o lama principal toca suavemente su cabeza, cuello y corazón repetidamente. Esta acción de sparsa (tocar) simboliza la inserción de consciencia, capacidad de habla y capacidad de sentir en la figura. Sin embargo, cuando un thangka es consagrado, las palabras “Om, Ah, Hum” aparecen escritas en el reverso de la pintura, aunque ocasionalmente son visibles en la parte frontal de la pintura. Siguiendo la tradición bramánica, el Vajraguru finalmente consagra la estatua en el pranapratisha vertiendo agua con azafrán desde un cuenco con forma de loto, pero como el agua no puede ser vertida sobre una pintura, esta acción se realiza sobre un espejo donde el thangka se halla reflejado.
Introducción a los thangkas. Exposición en el museo del palacio de Stok.
En el entretanto, antes de partir a Manali, me dio por invertir unas horas en el palacio de Stok, a un puñado de kilómetros de Leh. Es una construcción tosca por fuera, mal revocada, pero que guarda una sorprendente colección de thangkas en su interior. Además la explicación a los mismos no está mal. Entre eso y callejear por los alrededores del palacio de Leh eché el rato hasta subir de copiloto a un taxi. Por delante quince horas de carretera revirada, considerada una de las más escénicas del mundo aunque, para mi desgracia, los taxis compartidos y hasta el minibús para turistas la cubren de noche. No sé qué es peor. Menudo infierno. Memorable infierno.
Acaso por esa herencia de la capital ladakhi o por otros motivos que relato a continuación, el caso es que aquella jornada me tocó uno de esos días de “pero qué coño hago aquí”. Suceden cuando menos lo esperas, llegan fulgurantes, destrozan tu ánimo a dentelladas, y la única cura es echarse a dormir y esperar que nazca otro sol. Si te pillan con el pie cambiado te planteas mandar todo al garete y volverte a casa; si ya tienes callo, dormir y esperar. Con el sol la ruta lucía hermosa, con farallones de arenisca por doquier y un paisaje serrado, coloreado a capas de minerales más allá de Kharu. Entonces cayó la noche y el Ladakh más crudo apareció por sorpresa. La carretera pasó a ser descarnadas lenguas de brea primero, luego rocas a secas. El calor se hizo frío ártico. Y empiezan los puertos de montaña, hasta cinco conté. En la cumbre del primero nieva con fuerza, azota el parabrisas y una capa de caspa corretea en remolinos ululantes. En los restantes será igual. El conductor, en plena ascensión del primero, baja la ventanilla de su lado. Nos jodemos de frío. Los tibetanos y yo, todos hechos un ovillo. Los carámbanos están en mi nariz. Le pido que la suba. Imposible, parece comentar señalando el vaho que se forma en el parabrisas. No existe ni un mando del sistema de ventilación. En su lugar solo quedan huecos donde deberían estar las ruedas de caliente-frío, dirección de aire y potencia. La jodimos. A la altura de Pang solo se encuentran cuatro yurtas barridas por el polvo. El cielo está raso, preñado de estrellas, y el único ruido procede del castañetear de mis dientes. El frío se cuela hasta el interior de todas, restaurantes improvisados, y el té corre mano tras mano para entrar en calor. Otro puerto, y otro tobogán. Ya es de día cuando subimos el puerto de Rohtang, previo a Manali. El frío arrecia en esas infernales horas del alba. No hay colores hermosos, solo niebla cerrada. Duermevela tras duermevela, cuando no me despierta el afilado dolor del riñón lo hace el tintinear de mis cervicales, juguetes desarmados a bordo de un jeep que nunca baja de los veinte grados de inclinación lateral. Aquello es una trituradora de huesos. Duermo, despierto, duermo, despierto. ¿Cuándo coño se acaba este puerto? La bajada del Rohtang es tremenda, infinita, en una sucesión de eses que aparecen carcomidas por derrumbes laterales y desprendimientos, sin lugar al mínimo metro de firme llano. Como hormigas se revuelven los camiones allí al fondo, aún a mitad de descenso.
Despierto a medio día, un poco reconfortado tras la ducha y una infusión hirviendo, y llamo a mi novia. Qué mierda de día, justo hoy que hacen comida familiar todos mis primos, ¿qué coño pinto aquí? Letanía del añoro del cuerpo caliente, el susurro y aliento en la nuca. Maitane escucha con atención, como siempre hace, y me recuerda el empuje e ilusión de mi madre, su capacidad de aguantar historias como ésta y peores. Ahora debería valorarla más que nunca. ¿Cómo lo hacía? ¿Que cómo lo hacía? Con ilusión. Con ilusión y porque era una verdadera todoterreno, respondo al borde del llanto. La fatiga en India me vuelve a poner contra las cuerdas. Mejor volver a acostarme otro rato.
Una vez resucitado, con el feroz rumor que atruena de un río Beas sobrecargado de caudal, el sitio guarda un puñado de templos sorprendentes por su factura en piedra y madera. Sigue lloviendo a mares pero ya no me importa calarme. En realidad nunca lo ha hecho excepto cuando la fatiga me ha desarmado, como ocurrió unas horas antes, hasta que el coraje por el recuerdo de mi madre me recordó quién soy. Y Manali es hasta hermoso si lo enfocas con interés. De veras. A veces pestañeas por estas calles y parece que estuvieras en Puebla de Sanabria por toda la sucesión de tejados hechos de lajas de pizarra y mampuestos de roca. El mejor exponente de arquitectura religiosa es el templo Hidimba si solo por su ubicación en un inmenso parque rodeado de pinos y cedros. Impresionantes por su altura, las ramas pobladas apenas filtran la claridad y escoltan lo exiguo del santuario, su esencia como pura roca honrada por incienso eterno. Es probable que el templo Manu, origen del nombre del lugar, y el templo Vashisht sean más perfectos en composición, pero su ubicación en medio de guetos turísticos les afea su remate.
Existe en Manali, inevitable por estos lares, una poblada comunidad tibetana que ha construido otro par de santuarios con su sucesión de figuras budistas del panteón vajrayana. Viniendo de la magnificencia de Ladakh, provocan la indiferencia, pero siempre es agradable escuchar el crepitar de las gotas de lluvia a los pies de un gigante de ojos azulados y terso dorado, acunado por las fragancias del incienso mezclado con el té masala. El calor. Spiti, allá al este, llama con insistencia.
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