Mercerreyas

Días 17, 18 y 19: Valle de Spiti

Jueves, 28 de septiembre de 2017

Valle de Spiti

 

Valle de Spiti

[dropcap]F[/dropcap]inalmente en la zona de Kinnaur, otra increíble ruta desde Spiti, y unas vistas bien hermosas en Kalpa que, con el valle de Sangla que visitaré mañana, harán la nueva entrada. Ya dispongo de acceso a Internet y llevo mucho, mucho tute. No tardaré en arribar a Shimla para reponer fuerzas durante tres o cuatro días. Me lo pide el cuerpo, un poco magullado.
Hay unos tipos polacos aquí al lado que no dejan de rular el vodka. Entre ellos, eso sí. Y tras unas semanas sin probar casi gota de alcohol (tres cervezas y un benjamín de vodka con cola no cuentan), este pobre y lacerado viajero les mira con indisimulada envidia. Cargan las albardas de cojones, hasta tener que poner las cartolas. En realidad es el mejor pasatiempo en Kaza, una polvorienta localidad tibetana que ejerce de capital administrativa de este inmenso valle de Spiti. Por paisajes no tiene nada que envidiar al valle de Nubra, cerca de Leh, al otro lado del Khardung La, pero además encierra unos monasterios recogidos y breves que son sublimes muestras de cultura tibetana centenaria.
A Kaza llegué en otra batidora de huesos. Una vez más, eso era lo de menos porque los paisajes me traían embobado. Risueño, descontaba panorámicas de vértigo hasta que, en una de ésas y al ir a sacar una foto fuera de la ventanilla, el móvil se me escurrió. Resultado, la pantalla hecha añicos y la batería no tardó mucho más de un par de horas en dejar de funcionar. Los accidentes ocurren y no tiene mucho recorrido lamentarse. Parecía que había regresado a Ladakh por lo magnífico del paisaje que me rodeaba. Picos de cinco mil metros rematados con los primeros copos de nieve, valles abismales y unas carreteras desnudas de brea y planicie, más bien sucesión de cantos rodados y rocas arrastradas desde las cumbres por viento y hielos.
[dropcap]K[/dropcap]aza aparecía, como los pueblos de Diskit y Hunder en Nubra, anclado en la vega del río Spiti, única zona fértil entre tanta desolación desértica. Y su gran magia radicaba en que, aparte de esos polacos, no había más extranjeros que dedos en una mano. No había tiendas de artesanía, ni puestos de tatuajes o trenzas, ni agencias de viaje. Solo hoteles habilitados para turismo nacional y para de contar. Está a un universo de distancia de Leh.

A una veintena de kilómetros de distancia está Kibber, otro pueblo suspendido sobre un acantilado en el que se aterrazan las clásicas casas tibetanas de planta baja y revocadas de cal. Tienen las boñigas a secar en las puertas de las casas, como se hacía en la vieja Castilla de postguerra para hacer fuego con el que calentarse y cocinar. Es inevitable no recordar a mi padre ante esta estampa. Así lo hacían en su tiempo, cuando crío, aunque el tufo fuera demencial. Salen un par de ancianas de su casa, sonrientes, acribilladas de arrugas y con un pañuelo que cubre su cabeza. Es la típica estampa de los pueblos que se mueren es España, y aquí no es distinto. Kaza, la capital, apenas cuenta con mil vecinos, y el resto de villas de la comarca podrían ser calcadas de un rincón de Burgos o Soria. Al sol uno se asa, y cuando éste se esconde te entra la tiritona si no te abrigas rápido. Al mediodía es el único rato apetecible del verano tibetano, eso si sabes pillar la sombra adecuada.

Entre Kibber y Kaza se halla el mayor monasterio de la región, el de Ki. Tiene varias centurias y una colección de estatuas notable, pero su mayor encanto se da en su localización. Encaramado a una cresta, domina todo el valle por el que discurre el río Spiti. Es una putada ascender la ladera para conseguir las mejores vistas aunque, una vez arriba, se borra todo rastro de sudor ante la panorámica.

[dropcap]R[/dropcap]umbo sur se me va acabando el valle, una vez llegado a Tabo será hora de empalmar el bus a Kinnaur, y en esas estoy cuando leo acerca de un pueblo que tiene buena pinta. Se llama Lhalung. Alquilo un taxi porque ni de coña alcanzo hasta allí en bus público y me quedo de una pieza cuando se presenta ante mí. [perfectpullquote align=»left» cite=»Botitasenasia» link=»» color=»#16989D» class=»» size=»16″]Hay unos tipos polacos aquí al lado que no dejan de rular el vodka. Entre ellos, eso sí. Y tras unas semanas sin probar casi gota de alcohol (tres cervezas y un benjamín de vodka con cola no cuentan), este pobre y lacerado viajero les mira con indisimulada envidia.[/perfectpullquote] Es uno de los pueblos más hermosos que haya visto jamás, y deja a Kibber o al resto de poblaciones de Ladakh a la altura del barro. Y no es solo eso. Justo en la parte superior aparece algo que asemeja a un monasterio. Es muy pequeño, apenas dos capillas que difícilmente pueden esconder algo de valor. Hasta que entras y te das de bruces con una retahíla de figuras del panteón budista que, entre todas, deben sumar varios milenios de vida. El buda Maitreya, Padmashambava, Manushri,… todos ellos escoltados por figuras decoloradas por el polvo que acumulan, tanto o más que los murales que cubren las estancias hasta el último milímetro. El tejado es una tejavana minúscula por la que se filtra la luz que se esparce creando claroscuros mágicos. Alucinante. Es uno de los gompas fundados por Rinchen Zangpo allá por el siglo décimo, y es tal su poder de evocación que pareciera que el mismo gurú podría encarnarse tras cualquier rincón. Inolvidable. Hablan de Alchi, en Ladakh, con pasión, acaso por su carácter tremendamente turístico, pero solo un metro cúbico de éste de Lhalung barre en encanto a todo aquel.

Unos kilómetros más allá esta Dhankar, cuyo viejo monasterio se vuelve a fundir con la roca de un farallón inmenso, allá en lo más alto. El equilibrio de funámbulo debieron inventarlo aquí porque cada vez que rematas una escalera o te asomas a una ventana el corazón te da un vuelco. La caída es inmensa hacia el río Spiti, y las vistas, en consecuencia, sublimes. Apenas quedan un par de monjes que hacen de vigías (no fotografíe en el interior, señor) y los indios que aparecen a cuentagotas clavan su mirada en la panorámica, embelesados y ajenos por completo al complejo religioso. Un nuevo monasterio en Spiti y un nuevo subidón de adrenalina.

[dropcap]D[/dropcap]esde allí solo queda una bajada demencial y volver a tomar el curso del Spiti, esta vez dirección oeste, para alcanzar Tabo tras una veintena de kilómetros. La vega del río se ha ido ensanchando regalando más tierra fértil, y los cultivos aparecen mezclados con campos de árboles frutales donde los manzanos copan casi todo. Tienen unos frutos enormes, como dos puños, y de un rosado muy apetecible. Los manzanos se han multiplicado una vez en Tabo, incluso en medio de las calles los encuentras, con ramas vencidas por el peso del fruto. A primera hora de la tarde el lugar dormita y recorro las calles vacías antes de topar con un hotel decente pegado al famoso monasterio. La fama la tiene bien ganada, para eso no hay más que pisar una de las seis o siete criptas que se apiñan en el clúster central del viejo monasterio, adyacente a uno más moderno pero menos interesante. Todos los santuarios están forrados de adobe, y por momentos pareciera que estés en Djenné, Malí, recorriendo la famosa mezquita Dogon. Pero dentro es un espectáculo de murales y figuras de terso dorado. No hay apenas luz, ni siquiera la que se filtra de claraboyas improvisadas permite distinguir algo más a un metro de distancia. Y son todo ojos allá dentro. Refulge el blanco de los ojos de divinidades que se clavan en ti. No es circunstancial, es un efecto que se logra con la penumbra. Cruje la madera bajo los pies y no es necesario tantear la pared porque ese blanco te permite calcular la distancia, sin miedo a tropezarte. El gompa de Tabo es, con diferencia, el más sobresaliente de todos los vistos en este periplo por el Tibet indio. Siempre hallas un lugar que justifique tu viaje a un país o región, Iguazú en Brasil, Tikal en Guatemala, Angkor en Camboya,… Tabo, con su sobrecogedor monasterio y su mezcla de divinidades en madera o tenues frescos, ya ha justificado la artificialidad de Leh, el frío y nieve nocturna rumbo a Manali y hasta el rompehuesos tramo a Kaza. Solo un santuario me ha bastado, y he podido visitar cinco no menos soberbios. Dilapidados, al borde del derrumbe, con desconchados preocupantes,… Herencia pura y dura tibetana por encima de eso. Tabo, Spiti por extensión, es un lugar que se clava al corazón y que promete nuevos regresos. Así lo pienso justo antes de echarme a dormir, a las cinco y media de la mañana sale mi bus para Kinnaur. La sonrisa de felicidad me va a durar muchas lunas.

Written by David Botas Romero
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