Mercerreyas

En la senda del Bua Thong

Sábado, 23 de noviembre de 2013

Bua Thong
 
 
Bua Thong

 

[dropcap]A[/dropcap]fortunadamente nunca es tarde para la primavera en muchos rincones del viejo Siam. Llega Noviembre y con él se transforman las cunetas de la provincia de Mae Hong Son para mostrar unas flores amarillas que inundan todo el panorama, llegando incluso a matar el propio verdor selvático tropical. Es el Bua Thong, una especie de margarita gigante completamente gualda en la que los pétalos tiran a pajizo y el disco interior, conjunto de pistilo y estambre, se torna a un ocre como el del adobe gastado por sol y lluvia. Su floración es todo un fenómeno en la provincia de Mae Hong Son y se ha convertido en el equivalente Thai al Sakura japonés, cuando los cerezos florecen en la primavera nipona dando lugar al baile de olores y estampas blancas, como de copos de nieve suspendidos, que regalan las flores de dicho árbol. Aquí todos los campos se ven inundados por mantos de puntos amarillentos que caen por las laderas hasta morir en las carreteras que serpentean entre los ondulados cerros de esta agreste región del noroeste tailandés. Es un espectáculo maravilloso, una sensación sin par sentirse náufrago en ese océano solar, y hasta se llega a desear no alcanzar jamás el destino. Sencillamente quemar kilómetro tras kilómetro, observando los dispares motivos geométricos que forman las flores punteando las faldas de las colinas, ya es un viaje en sí mismo. Aunque solo fuera por eso, llegar a Mae Sariang con este inmaculado telón natural de fondo supuso una ilusión desmedida en forma de bocanada de aire fresco tras el paroxismo en vaivén de Chiang Mai.
Luego los templos, eclécticos. Siendo birmanos en tierra Thai, siendo Thai entre refugiados birmanos. Todos lucen un precioso trabajo de mampostería y tejados repujados en latón o aluminio tal que zarcillos de parra, elemento distintivo de la arquitectura religiosa del otro lado de la frontera. Los pies descalzos vuelven a sentir el quejido de los tablones de teca recalentada y en todos gobierna el trino de los pájaros a la par con el tintineo de los rematados parasoles de estupas, como no, gualdas. Solo ellos rompen un silencio sepulcral que me envuelve para hundirme en la añoranza de las campanillas de Sandamani, en Mandalay. A veces pienso que nunca debí salir de Myanmar, y en ocasiones como éstas, cuando la mente viaja desabrida por todo lo ancho del campo de los recuerdos, creo que en realidad nunca he llegado a salir del todo de Myanmar desde aquel Julio de 2007. Eso es algo que anima y devuelve un cierto orden y sentido lógico a tantas decisiones angustiosas tomadas recientemente que, en el fondo y por otra parte, eran inevitables.
Junto a la vera de río Yuam, Mae Sariang gana otros matices distintos. Allí se borran las finas pinceladas amarillas para dar lugar a un único brochazo pardo de trazo grueso que, como una cicatriz, se pierde en meandros por entre un mar esmeralda de vegetación que se agosta sobre el cauce, acaso temeroso de perder el suave rumor que marca la presencia líquida. El río Yuam transporta fértil limo que va dejando posar en unas veredas preñadas de cultivos y, como todos los ríos, tiene mucho de hipnótico verlo transcurrir hasta que el azabache ocaso se lleva por fundido toda la gama de colores. Solo una grulla (¿la misma de ayer?) se perfila en la orilla opuesta del río, como títere sacado del teatro de sombras Wayang Kulit pero invirtiendo los tonos, llamando a su pareja con un graznido quejoso. Pronto incluso ella sucumbe entre las sombras, y el coro de ranas, grillos y cigarras, trueno esporádico de cadencia rítmica, da fe de que la naturaleza nunca duerme. Todos los recodos son dominio de geckos con aspecto perezoso y puntos luminosos de intensidad variable se van sumando y asomando sobre el río; el puñado de bares cobra animación en charlas de decibelios in crescendo junto a una música que siempre va un par de puntos por debajo, sin molestar. Es justo entonces cuando uno lamenta, compungido, haber tardado tanto tiempo, tantos regresos, en descubrir semejante vergel pacífico. Porque a nadie debería quedarle una mínima duda: Mae Sariang es uno de los tesoros mejor guardados de tierra Thai.
Eso se confirma un día sí y otro también, hasta que finalmente resulta que uno ha olvidado, por pura narcolepsia, si venía de o si iba hacia, convencido ciegamente de que aquello es lo de menos una vez enterrado en la senda del Bua Thong, entre las arterias vívidas de un Mae Sariang que estalla en crisol colorido diurno y en similar contrapunto acústico nocturno. Y es de esa razón cierta que la profundidad de sentirse viajero solitario, de conseguir dejar resbalar con naturalidad las palabras por entre las yemas de los dedos, adquiere el añorado grado superlativo tan complejo de hallar tras miles de kilómetros, tras una brutal carga de cansancio en las piernas y, sobre todo, el cerebro.

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