Mercerreyas

Una melancólica reseña (des)enamorada

Sábado, 23 de noviembre de 2013

wat sisuphan
 
 
wat sisuphan

 

[dropcap]S[/dropcap]iempre hay un momento en que el viajero, pese a lo cálido de Chiang Mai y sus gentes en todos los aspectos, desea abandonar la ciudad como a una amante despechada cualquiera, meretriz barata y vilipendiada relegada al nunca jamás. Ni se busca ni conscientemente se desea, sencillamente sucede el día menos pensado. Se anhela febrilmente sentirse viajero, regresar a la ruta, quemar kilómetros una vez que las ganas y la ilusión están de regreso. E incluso pueden llegar a aborrecerse en el extremo, por momentos de desazón o decepción inherente a uno mismo gracias a inconclusas rutas birmanas, todas las infinitas últimas horas pasadas en la vieja capital del reino Lanna tecleando, mirando al infinito, haciendo nada más allá de inspirar o expirar. En ese momento es complejo asumir que la capital septentrional Thai siempre se reviste de Don, de madre solícita, de regazo cálido y acogedor, de orquídea multicolor para todos esos que nos dejamos la piel en el continente oriental, en límites meridionales o recién regresados de los occidentales. Tal debe ser su magia y poder ensoñador que solo se percibe su añoranza cuando ya no se tiene, igual que aquel amor maldito de ni contigo ni sin ti.
Pero las despedidas siempre son esclarecedoras, y es entonces cuando uno percibe, al tiempo que la mancha de la ciudad se pierde con el rebufo y arriban las mudas horas introspectivas y de plena convicción, que todos esos ratos muertos en realidad han sido los más intensamente vividos de todos. Aunque solo sea porque uno ha podido romper la baraja y ganar tiempo de realidad al enterarse de que el hijoputa de barbas sigue a lo suyo jodiendo y desprestigiando a su país y a sus ciudadanos, de que el otro barbachivo no le va a la zaga en forma de calamidad con patas y hasta de que lo nuevo de Extremoduro se ha visto barnizado por una guerrilla cuartelaría, con Guardia Civil incluida, que es para mearse de risa… o sollozar porque ni aquellos músicos ni este teclista somos ya unos animales. Tristemente los aceitunos de verde y tricornio nunca dejaron de serlo, mal que les joda el estigma. A tanto dan de juego las horas de relax, de rememorar Wiang Kum Kam, de charlar con casa y el curro, de mercados y rascarse la barriga en un Chiang Mai que de repente ya no se percibe tras la luna trasera.
En derredor todo allí se construye y se destruye, se deshace y se vuelve a rehacer. Florece la convicción absoluta de que tiene mucho de cliente de “Proyecto Hombre” esa meta, mucho de Gregor Samsa con ojos rasgados… casi tanto como en lo que nos convertimos los que la correteamos por sus diminutos callejones transversales. La pensión donde dormí hace unos meses ahora son suites para ejecutivos (sabe Dios qué quiere decir eso en una ciudad turística a más no poder), la pensión cerca del Wat Sisuphan que hace dos años prosperaba, hace un año era escombros y ahora luce piscina y todo tras un cartel de esos de boutique de nombre patatín o patatán. Ni que decir tiene que solo espero cenizas del garito donde dormí a pierna suelta las pasadas noches. Si hablo de Baan Tawai es igual, si hablo de los locales de la zona de Ratchadamnoen tres cuartos de lo mismo, el mismo Wat Sisuphan citado va creciendo paso a paso, Tao y el perro pelanas que agonizaba en este infierno particular parecen no haber existido jamás… Uno tiende a pensar si no será el pellejo propio acaso el único pergamino azufrado, por anclado al pasado, en toda esta historia. Y casi sin darse cuenta, cavilando, llega a la raíz del asunto, a saber por qué ama locamente esta localidad, a entender cuánto ha cambiado él a tenor de ese castillo de naipes que se muele y remuele a su alrededor. Solo por eso Chiang Mai tiene mucho de reparador efecto anestesia, de terapia aconfesional. Nunca te va a decir a dónde vas, jamás, pero siempre te va a recordar por qué eres lo que eres, por qué has sido lo que ya no eres. A veces un viajero deprimido y exhausto necesita que, sencillamente, le recuerden quién es y a dónde quiere ir; aunque en el intervalo haya vuelto a suspirar por ese Chiang Mai que se incinera a sí mismo, por ese viajero que nunca jamás volverá a ser, ya rehecho de sus cenizas cual Ave Fénix inmortal y partido rumbo a Mae Sariang.
En el fondo solo necesitaba descansar unos días sabiendo dónde dormiría hoy, mañana y pasado, echar unos tragos, fumar unos pitillos; volver a encontrar mi brújula en el baúl de esa desmemoriada memoria, salir de la hoguera para volver a ella con coraza renovada. En el fondo, de corazón, uno sabe que jamás termina de abandonar los tendones de un Chiang Mai en cuyas esquinas se partió hasta el tuétano, aunque este nuevo bus siga quemando kilómetros rumbo a cerca de la frontera birmana uno detrás de otro, uno tras otro. Podría ser cualquier latitud porque el destino siempre es lo de menos, la idiosincrasia de Chiang Mai ha sabido recordármelo una vez más. Y reconfortado por esa certeza, como la deuda permanente en que se ha convertido, chute en vena ocasional, solo queda acurrucarme en el asiento de azul lona rajada viendo los arrozales morir en lontananza fundidos en el celeste cielo punteado de cúmulos grisáceos, sabiendo que volveré a regresar a morir en su orilla pero sin saber a ciencia cierta cuándo me lo reclamará esa piel renegrida que se me lleva a tiras…
P.S. Encontré la felicidad viendo las parduzcas y limosas aguas del río Yuam correr con ritmo pausado en el vergel que es Mae Sariang 😉 Sin prisa por alcanzar Mae Hong Son o el lejano Isan.

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