Mercerreyas

Juayúa. Ruta de las Flores (I)

Lunes, 5 de octubre de 2015

Juayúa

Juayúa

Juayúa es ese El Salvador extraño en el que, cuando uno espera a alguien, no hay nadie

Voy a confesar un secreto: en Santa Ana fue la primera vez que abrí la guía de viaje después de tres semanas de ruta. La mía, en realidad, no es guía en sí misma; se trata, más bien, de un montón de folios encuadernados, extractos de desconocidas guías en inglés que, como todas las menos vendidas, te acaban mostrando un perfil más redondo y ajustado a la realidad de cualquier destino. Algo de la Rough, de la Footprint, de la Fodor´s. Y no la suelo prestar atención a menos que sea estrictamente necesario. De hecho, por puro azar, abrí el cuadernillo en un lugar cualquiera que no lo era tanto, porque aparecieron las páginas de Suchitoto. Cosas del embrujo que ni a más de cien kilómetros de carretera me dejaba. Lo que leí sonaba a chino. Por supuesto que mi Suchitoto, el que se paseó por mi retina, ni asomaba. Será que era más de ras de suelo y bajos fondos, de bar El Necio y textos garabateados en bolígrafo sobre papel porque el ordenador cascó. Mi hostal tampoco aparecía, y tres cuartos de lo mismo con los lugares donde comía, entre ellos Santa Lucía, las mejores pupusas de Suchi y, hasta este momento, de todo el país.
A menos de un dólar las de chicharrón y quesillo. Nutritivas, económicas y deliciosas, especialmente las que se hacen con harina de arroz. Bastaba con preguntar dónde dormir, dónde comer, qué ver. Probablemente una guía me pueda echar un cable en lugares donde no se hable castellano, inglés o tailandés, en realidad cualquiera de los idiomas del sudeste asiático en los que más o menos me defiendo. La guía aquí, de resultas, la mayor parte del tiempo es más una carga inútil que otra cosa. Me prometí que, tras encontrar lo que necesitaba en ese momento, la volvería a cerrar hasta llegar a Madrid. Me gustaba mucho más lo que yo veía que lo edulcorado que pretendían venderme. Algún día alguien hará un estudio sobre la influencia subliminal que tiene guías, blogs de viaje, artículos de viaje y demás chorradas en la percepción que se tiene de un lugar y de unas gentes. Algún estudio que demuestre cómo el cáncer de bucear por estos elementos dinamita un viaje para convertirlo en un mero paseo por nubes de algodón que se repiten vayas donde vayas.
Y decía que la abrí porque necesitaba encontrar una pensión cualquiera. El problema es que en Santa Ana no abundan, y además el bus me había dejado en lo que parecía un arrabal de cuidado, de cola esnifada y mantas de cartón sobre colchón de asfalto. Por allí nadie sabía de ninguna en un kilómetro a la redonda, así que saqué la guía, busqué la más céntrica y asequible y paré un taxi que por allí pasaba. Rumbo a La Libertad, la pensión La Libertad, no al homónimo departamento salvadoreño que hay que atravesar para llegar desde la capital hasta donde me hallaba.
Luego Santa Ana se hace una ciudad cómoda de recorrer, plana, con esas casas bajas que ya no sorprenden ni por altura ni por colorida fachada. Es un punto intermedio entre la Mérida de México y el Suchitoto de ayer. En grande, más bulliciosa, pero con un punto a aquéllas en sus calles de damero y fachadas deslavadas. Tiene una catedral gótica que impresiona con su recién pintado pórtico y su armazón de ladrillo ocre, como algunos de los edificios victorianos de los británicos. Justo enfrente se da una plaza típica en la que los críos corretean detrás de las palomas en su efímera ilusión por atraparlas, y tipos huesudos se te acercan para ofrecer cualquier cosa, desde jabón de lavadora hasta pilas de triple A. En ocasiones El Salvador parece un país pobre y abandonado, pero en otras parece un mercado en eclosión donde todo se vende o se compra.
En esta ciudad, en los buses locales o dirección a poblaciones próximas, el asunto de los vendedores ambulantes se ha salido completamente de madre. Se montan a pares, y mientras una trata de vender lo suyo a grito pelado, otros dos esperan con su zurrón del que salen cremas para golpes o chucherías de a cora, la expresión que usan para denominar la moneda de veinticinco centavos.

Un hombre ya metido en años pasa a ofrecernos una crema. La deja en el regazo aunque tú no quieras cogerla. Y pide, claro, perdón por dejarla, perdón por robarnos el tiempo y la atención. Que tengamos un buen día. Repite la misma retahíla, la misma secuencia de tres frases y hasta el mismo orden en cada fila de asientos. Está tan de vuelta que no muestra la más mínima emoción, es solo un autómata oxidado, al borde del cortocircuito.

-Se aprovechan de la ignorancia de la gente-. Me dice un joven que va sentado a mi lado mientras yo leo la etiqueta.
-Quién sabe, igual la crema es buena-.
-Se vende a cuatro en la farmacia. Y él lo ofrece por un dólar. ¿Tú qué crees?-.
-Es que yo soy muy confiado-. Le digo para ver cómo se gira hacia la ventanilla con una sonrisa sarcástica, negando con la cabeza. La crema, obvio, volvió al zurrón del que había salido un breve discurso de dos minutos antes. Siempre vale más el consejo de un ciudadano local que el prospecto de un ungüento milagroso.
Tazumal venía marcado en fosforito en mis apuntes de ruta porque era el beso del adiós a los vestigios Maya. Lo imaginaba escueto y plenamente reconstruido. Justo así es. Nada más que dos estructuras piramidales lo más destacado y, mientras un guía explicaba su historia a un grupo de escolares que no prestaban mucha atención, yo aprovechaba para tomar unas fotos de un lugar que, tras Tikal, Yaxhá o Copán, solo es catalogable como modesto. No obstante, Chalchuapa, la municipalidad donde se hallan las ruinas, fue una agradable visita con una iglesia hermosa y un mercadillo de podredumbre, de artículos de segunda mano, tortitas de maíz, pescado y naranjas a dólar la veintena.
Que El Salvador es un país superpoblado se observa en muchas circunstancias o en cualquier carretera, tampoco es necesario coger un bus para entenderlo. La mañana que me piraba de Santa Ana me sucedió que aquel vecino me dijo que aquel bus me llevaría a aquel lugar, a Juayúa, pero acabé en un cruce a veinte kilómetros de mi destino, acordándome de la madre que parió al conductor por mentirme cuando le pedí que me lo confirmara y encima cobrarme el doble por llevar la maleta, a lo indio o vietnamita. Entonces, a lo que voy, se ven pasar camiones y camiones repletos de gente, que vienen de ninguna parte y van a lo innombrable. Son convoyes de vacuno en los que la gente se hacina. Las cartolas aparecen dobladas hacia afuera, amenazando reventar por la presión, y cada curva es un aliento sostenido porque aquello amenaza con volcar de no ser por la pericia de un conductor más que experimentado. Es solo silbar cuando alguien desea bajar, de modo que uno empieza y el resto lo imitan al unísono hasta que el conductor se da cuenta. Disminuye, se aproxima al arcén y se baja el ganado humano. Vuelve a arrancar entre una humareda densa y un penetrante olor a ferodo y aceite quemado.
Juayúa es ese El Salvador extraño en el que, cuando uno espera a alguien, no hay nadie, y cuando imagina el vacío, ya se halla metido en la senda más turística sin saber cómo ni cuándo. Tras empinadas curvas y terraplenes forrados de café, donde las nubes se han hecho perpetuas y el tórrido calor se ha batido en retirada, uno está convencido de que aquello no podría ser muy turístico. Nada más lejos de la realidad, porque Juayúa es lo más próximo a la senda mochilera que podrás encontrar en El Salvador fuera de las famosas playas de surfistas como El Tunco o Las Flores. Está pleno de prosperidad, con gente jovial que con certeza recibe todas esas cartas de amor que en el resto del país ni se conciben.
Gente cuyo día a día no sale más allá de sestear y esperar a que llegue Mayo para agacharse a recoger los mangos que caen solos, o Noviembre para recolectar el café. El hecho de estar en la Ruta de las Flores, icono turístico, hace el resto del año se entretengan en recoger aquello de lo que los turistas se van desprendiendo alegremente cuando pagan cinco por lo de dos. No todos, obviamente, y así son muchos los vecinos que suelen emigrar a los centros industriales de la capital y cercanías para ganarse el pan. Un par de días de cada dos o tres semanas regresan a ver los suyos, después, nuevamente el éxodo. También la causa de su emigración se halla en que mangos y café no dan para tantas bocas, no son lucrativos porque, por ejemplo, de la fruta la centena se vende a dólar. Hay tantísimo que cada pieza de mango se cotiza a centavo. Y lo del fruto aromático que se bebe en infusión bien merece un párrafo aparte.
El café que conocemos, un pequeño arbusto de hojas nervadas y brillantes, tiene una vida de siete años. El primero no produce fruto, son los seis restantes cuando sí lo hace. Al octavo está tan debilitado y envejecido que se hace necesario cortarlo y plantarlo de nuevo. Aunque eso era antes porque aquí, a día de hoy, la producción ha caído mucho. El motivo es sencillo: hay sobreproducción de café a nivel mundial, y a los agricultores de Juayúa no les sale rentable mantener las plantaciones. Azúcar, y especialmente algodón, han sustituido al aromático café. No obstante, en el cercano pueblo de Ataco aún sigue siendo el cultivo principal porque hay quienes mantienen su aprecio por este salvadoreño café de altura. Es sencillo observar los cafetales desde todos los puntos de esta región occidental porque mantienen esos clásicos pasillos para que el viento corra suave y no les agite los arbustos, para que no les tire al suelo y arruine los granos. Incluso hay unos cafetales llamativos de forma cuadrada, como un felpudo a cuadros, que, según comentan, se plantan así porque ésa es la manera más efectiva de combatir el viento que aquí sopla fuerte en los meses de Octubre a Febrero.
Juayúa, pocos cafetales aparte, no tiene mucho más para ver si omitimos unas cascadas, un Cristo negro y algo de artesanía, pero su fresca situación a más de mil metros de altitud le aporta un plus de algo tan sencillo como infravalorado por los turistas occidentales: no te empiezan a sudar las pelotas cada vez que haces ademán de moverte. Y eso, para los salvadoreños, debe ser bastante más atractivo que una lengua de arena blanca y mar turquesa que, por supuesto, viene aderezada con mucho calor.
Imagino que por otras razones también atrae a turistas gringos, aunque no las conozco. Honestamente, callaría como un bellaco si me preguntaran por Juayúa y no admitiera que una de esas razones sí que la imagino: poder retozar todo el día sin hacer nada, metidos en su burbuja de cristal. De la misma manera a lo que hacen en Antigua, Flores, Copán Ruinas y, seguramente porque aún no he llegado, los León y Granada nicaragüenses. Esta última creencia me vino, a bote pronto, tras apenar recorrer cuatro calles del pueblo, mientras les observaba con su blonda cabellera al viento, su cerrado acento yanqui y su algarabía juvenil mientras, sentados por las esquinas, observaban la vida pasar.
Y las recorría porque, nada más llegar, me vi con una brutal oferta de pensiones que se reducía a tres. Percibir eso aquí es algo similar a lo que deben sentir los primerizos en Benidorm. Y de resultas, como corresponde, todas hinchadas de precio. Me decanté por una que tenía un bonito jardincito interior y una habitación con delicioso olor a caoba, con extraños muebles en arte un poco abstracto. No soy de permitirme lujos de veinte dólares, pero tras tres semanas de ruta podía hacer un esfuerzo. Además, ¿a dónde coño iba a ir si la gente se reía de mí cuando preguntaba por algo de diez pavos? Así acabé tecleando estas líneas a la vera de un limonero que, clara síntesis de la bonanza del lugar, tiraba sus frutos sin que nadie se molestara en recogerlos. “¿No recogéis los limones?”, le pregunté extrañado a la dueña de la pensión. “Claro que sí. ¿Se han caído? No los había visto”, me mintió tras ojos de codicia que gritaban que, tras birlar veinte dólares a todos los satélites que caíamos por allí, sería perico de los palotes quien se deslomara recogiendo fruta del suelo. ¡Tres cojones le importaba a ella la fruta! Preferí hacerme el tonto y creérmelo, no amargarme la vida y jugar al mochilero ingenuo ya que, con franqueza, Juayúa no tiene casi nada de ese El Salvador hundido en la miseria y falto de higiene que tan obvio se hace por el resto de sus rincones, pero en ocasiones sienta de cine sentirse un veinteañero gringo en año sabático, sentirse un salvadoreño empeñado en dejar de sudar.
Enlace al reportaje grafico
Written by David Botas Romero
Visit us at:http://botitasenasia.blogspot.com/
E-Mail:botasmixweb@hotmail.com