Mercerreyas

Embrujo en Suchitoto.El Salvador

 Sábado, 3 de octubre de 2015

Suchitoto

Suchitoto

Está hechizado Suchitoto, juro que está hechizado.

De ese modo egoísta con que muchos viajeros tendemos a generalizar todo lo que se muestra a nuestros ojos, se podría decir que todo este país, El Salvador, es el vergel más encorsetado jamás visitado. Lo pensé al cabo de unas horas por allí, en La Palma, risueño ante la cascada de masas forestales que se sumaban sobre las laderas, trepando entre ellas, trepanadas unas sobre otras hasta formar tapices ondulados y punteados en suaves conos volcánicos. Como un perfil de muelas bucales, igual que una mitad inferior de radiografía dental enmarcada detrás de un ventanal. Una borrachera sin igual. Y lo pensé, especialmente, porque este país es el más pequeño de Centroamérica. Tanto que desde el Pital, el pico más alto del país y situado a pocos kilómetros de La Palma, no solo es posible observar todo el país salvadoreño, sino que hasta los volcanes de Guatemala aparecen en lontananza. Así de recogido es. Igual la carretera desde la frontera hasta la Palma no insinuaba de modo tan acentuado esa bruñida explosión natural, pero el tramo desde ésta hasta Suchitoto es de una belleza que anima a olisquear más allá. Promete, por lo más sagrado, no sentir lástima ante lo que queda atrás.
Salió otra aurora de llovedera, como dicen aquí cuando las nubes se han hecho fuertes y sestean en una quietud que, de tanto en tanto, revierte para violentamente estallar en aguacero. Aun mejor, porque de ese modo el bus que demoraba una hora en bajar desde La Palma hasta Aguilares, cruce necesario para Suchitoto, iba a surcar paisajes de vértigo donde las nubes quedaban bailando a dos aguas: de un lado unos picos que buceaban bajo una alfombra algodonada por arriba, de otro los mismos que jugueteaban con una batalla infernal de nubes revueltas a los pies, inquietas y violentas. Al principio el asfalto cuarteado se hace subida hasta que los tímpanos quieren reventar, y después engancha una tendida cuesta abajo, jalonada por palmeras, bananos y violáceas flores apiñadas, parecidas a arrancados manojos de campanillas, que aquí llaman “Flor de Costa Rica” porque, no en vano, ésta, la guaria morada, es la flor nacional de aquel país.
Abruptos despeñaderos se abren a la diestra en una carretera cicatrizada en la loma de volcanes que se van sucediendo uno detrás de otro, y amplios valles se amontonan hasta que el verde esmeralda ciega con su exuberancia y diversidad tonal. Entonces, al alcanzar el llano, se llega a la Tailandia centroamericana, una enorme meseta que aparece en el centro de El Salvador y que muestra el lado más agrícola del país con enormes maizales, campos de caña de azúcar que suben por encima de los tres metros y hasta papayos y tecas dispersas. Todos cortados abruptamente, en limpio tajo, por ríos de chocolate en los que se dejan llevar jacintos de agua que bosquejan pequeñas motas de un verde que, por diestra o siniestra, se niega a abandonar la visión. Más y más volcanes, da lo mismo que apuntes por aquí o por allá. De los mangos, después de apenas ochenta kilómetros recorridos, creo que lo más justo es añadir que este país acumula cantidades de sobra para ser nombrado “árbol nacional de El Salvador”.
Son los vendedores salvadoreños los más insistentes y persuasivos de toda la región. Se suben al vehículo antes incluso de que nadie pueda descender, y forman un guirigay con sus gritos desbocados. O aprendes a empujar o no te meneas. Manzanas, empanadas de leche, cacahuetes dulces o salados. ¡Yo qué sé cuántos productos más! Todos empuñan unos armazones metálicos con forma de U invertida donde el lado horizontal es el asa y de los brazos laterales arrancan un montón de ganchos puntiagudos, extensiones macabras sobre las que cuelgan las mercancías, presas en diminutas bolsas de múltiple color y olor. Se afanan en ofertar su mercancía desgañitando la voz, todo en vano una vez que a estas alturas ya es sabido que los buses salvadoreños nunca tienen un mísero ventilador, pero sí unos potentes altavoces a todo trapo que amenazan con desmontar tornillos y remaches del chasis a poco que el conductor suba un punto la rueda del volumen. Salsa, bachata o son cubano, casi de todos los palos musicales me ha tocado escuchar.
Suchitoto, al fondo del camino, enamora a primera vista. Es absolutamente distinto, desgarrador y desgarrado, está absolutamente olvidado. Sea por el cansancio previo, pronto desdibujado en el olvido por el traqueteo de un bus que amenazaba partirnos la crisma; sea por unos habitantes con los que solo dos días han bastado para entender que son los más hospitalarios de América Latina; sea por las calles adoquinadas al estilo de la Covarrubias burgalesa, pero con el matiz de hierba crecida entre las juntas que simula pisar una mullida campa; sea porque el dueño de la pensión te ofrece meter tu ropa sucia en su colada para así aprovechar mejor el agua; sea por un perro que se refresca en las losas de la misma pensión pese a que el gerente no sepa cómo se llama ni de quién es, sencillamente le gusta el lugar y lo ha hecho suyo como si aquí Mendizabal y su desamortización fueran, de improviso, ley perruna; sea, en definitiva, porque la contraseña de Internet del primer restaurante que piso no puede ser más apropiada: un lugar diferente, todo junto y en minúscula. Y aún muchos motivos más.
La plaza central, inmaculada, presenta una iglesia magnífica con dos campanarios, una extraña balaustrada de casa consistorial y seis poderosas columnas griegas, jónicas, sobre las que se apoya todo el conjunto, armónico. Alrededor se abren soportales en los que se conjugan pilares de hormigón con otros rústicos de madera. Cuatro tiendas, otros tantos restaurantes, una oficina de información turística donde una señora sestea. Y centenares de palomas que buscan las sombras aún con mayor ahínco que yo. El carácter bucólico del lugar es tan intenso que parece de mentira, sacado de una fábula relatada hace centurias. El tiempo, abrumado, se ha echado a un lado, llevándose en su derrota conceptos como “ruta”, “próxima estación” o “nuevo horizonte”. Todo lo enjuaga este lugar con su atmósfera inmunizada a la prisa. Está hechizado Suchitoto, juro que está hechizado. Es algo que pensé varias veces en cada uno de los días que pasé allí. Guarda historia de guerrilleros y muescas de bala visibles en cada esquina.
Se huele la muerte y la felicidad, a cada paso, alternándose mientras se desafían una a la otra. En un lugar donde hasta las flores marchitas de rosáceas buganvillas, bermejos hibiscos o gualdas bejucos caen a cámara lenta, ¿quién podría tener algo más que hacer un trecho más allá? Cuando las llagas de desamor se quedaron en el cartel de entrada al pueblo, ¿quién podría? Cuando Mario Jiménez no tiene a quién leer o a quién narrar, cuando se trastorna porque no quedan ni Skármeta ni Neruda, ni ardientes paciencias, ¿quién demonios podría? Es literatura pura, un lugar de los que yo ya creía imposibles de hallar.
Hasta dos vascos expatriados hay en el lugar, un tal Emilio y otro que responde al nombre de Jon. Errantes, nómadas fatigados quienes han encontrado en Suchitoto su arcadia definitiva. No quise saber mucho más de ellos una vez me dijeron que, como personajes escapados de “El disputado voto del señor Cayo”, el excepcional libro de Miguel Delibes, no se podían ni ver entre ellos. Cuadraba eso tan acorde con un pueblo de media alma que la razón de su desencuentro me resbalaba, aun mas suponiendo que, como de costumbre, habría sido cualquier nimiedad. Y de seguro me los imaginaba echando la cháchara con algún vecino cuando el sol amainaba a primera hora de la tarde, integrados en las mini sociedades rurales tan clásicas de todo pueblo que se precie, como Mecerreyes en tardes de Agosto. Hablando de frijoles, de lo tarde que vinieron las lluvias este año por efecto de El Niño, de lo mustio que queda el pueblo estos meses de trueno y relámpago.
Todo ello se imagina aquí hasta las ocho, hora bruja que envuelve a El Salvador en sombras y destapa al fantasma del silencio para que corretee por las calles y forme remolinos de nada en las esquinas de semipenumbra. Entonces, encanto sonámbulo, solo ancianas al fresco que ven al espectro sepulcral corretear, pero también a un extranjero en busca de un par de pupusas para cenar y que, conmovido, se para de tanto en tanto delante de muchas rejas. Aquí las casas no tienen ventanas ni puertas, solo rejas metálicas que hacen de balconadas o cancelas. Innecesarios, los cristales son artilugios demenciales que matan lo que nunca sucedió: el frío como el que dejé en las cumbres de La Palma. Lo que se muestra detrás es pura Trinidad cubana en esencia. Largas hamacas en las que ancianos leen, releen y vuelven a leer. Pasan las hojas como quien descuenta años de vida, como quien sabe que la felicidad tiene un renacimiento en conmovida pausa, alzando la frente ante la tímida corriente que pronto será sueño.
Con luz tenue, sin televisor, con paredes forradas de cruces y fotos familiares tamaño folio. Impecables las de tonos grises, tendidas al azul descolorido las aún no tan añejas. Unas por delante, otras por detrás, forman escapularios del cariño y el nunca te olvido. Salen padres, madres, hijos, nietos. Todos observan con aspecto macilento al viajero, le devuelven a esa preciosa Trinidad del ayer que, siempre lo mantenía, era el pueblo colonial más hermoso que vi jamás. Hasta que crucé a El Salvador. Son estancias aseadas, henchidas de humildad, de arrugas y pulcritud.
Al fondo de una vereda, despiadados mosquitos hacen parada y fonda en un piélago que aquí llaman laguna, aunque no pase de presa artificial. Piélago en esencia, masa de agua domesticada por el ser humano, es otra dimensión que recuerda constantemente los veinte minutos de caminar que han pasado desde que dejaste un lugar especial llamado Suchitoto, hogar de pájaros y flores en lengua náhuatl. Estéril por artificial, en el cenit de lo descubierto te veo en la bahía de Halong, madre. En la nostalgia de lo mucho que hubieras saboreado un lugar enclavado en el corazón de un país que todos se empeñan en reducir a violencia y extorsión. En la nostalgia de millones de almas que tapan con petachos de honestidad los agujeros, boquetes reventados en el alma por una ruta ya demasiado fija en el poder de rostros de Benjamin Franklin por países anejos. Todos ésos a los que ya no podrás conocer. Surca el barco rumbo a la isla de los pájaros, aletean olas de desazón porque no dejo de pensar en las ganas que tengo de volver a tu vera, Suchitoto, y en lo que por allí descubriría a tu lado, madre.
El calor también es patrimonio de Suchitoto, hijo predilecto porque el muy miserable ahoga todo bajo su yugo. Las juanolas de mi bolsillo, valga el ejemplo, ya no caen por su abertura, apelmazadas, hechas chicle cuando consigo extraer una. Es tarea de prestidigitador conseguir prender un mechero cuya rueda dentada resbala sobre la piedra. Y hasta el sudor escama la piel como un neopreno ajustado. “Aquí no hay agua caliente, ¿para qué?”, me dijo Alcides, el dueño de la pensión. Esa noche, cuando las manecillas del reloj se ponían en uve, pude comprobar cuánto de mágico tiene el lugar por los ladridos de los perros. Los budistas aullaban su oración a la luna de forma colectiva, los cristianos, cada uno a su ritmo, pedían cuentas al sol por pirarse y dejarles en penumbra. Para los primeros es un rito repetitivo, más si como ahora hay luna llena, a los otros mañana se les habrá olvidado lo ladrado y, a su manera, volverán a reclamar al sol, nuevamente engañados.
Una mañana fui a la cascada de “Los Tercios”. Iba a ir con la policía, que suele organizar una excursión hasta allí ofreciendo protección, pero un día era un homicidio que les tenía ocupados, el otro no había personal, el otro cualquier excusa. A la puerta de la pensión, hablaba con Alcides sobre la imposibilidad de ver aquel lugar que tan buena pinta tenía. Se acercó un paisano y, con toda naturalidad, me dijo que él me llevaba, que con él no había problema.
El lugar es impresionante, una cascada que rompe en una formación de columnas basálticas de lados pentagonales o hexagonales. Una calzada de los gigantes irlandesa por la que se despeñara la marea. Brutal de bonito. Y el tipo, emocionado, que no dejaba de contarme el nombre de cada árbol, cada insecto, cada planta. Un fenómeno. Su virtud y conocimiento: ser de campo. Su profesión: albañil. Muy pocas veces he encontrado un guía que explicara tanto y con tanta vehemencia, con tanta pasión. La razón es sencilla, porque él no cobraba por eso, lo hacía por placer, por verme sonreír e ir generando nuevas preguntas que surgían de cada respuesta. Quizá los salvadoreños humildes tienen muchos defectos, pero garantizo que también enormes virtudes.
Y esa noche, tras la cascada, apareció ella. ¿Dónde, cuándo acaban los placeres de Suchitoto? Amy era una gringa que estaba aprendiendo español y se alojaba en mi pensión, aunque yo no lo supiera. Ya tenía su treintena, y además me recordaba horrores a Maitane. La misma sonrisa cautivadora, la misma sensación de inocencia, el mismo escepticismo de cara al futuro, las mismas dudas vitales. Suchitoto está embrujado, tras esto sí que sí. ¿Qué demonios pintaba alguien así en El Salvador? Echamos unas cervezas hasta la madrugada, le enseñé palabras, verbos, tiempos verbales. Pero me estaba haciendo suyo, me estaba empezando a surgir una opresión en el pecho que ya tenía olvidada.
Si hacía más tiempo en Suchitoto no iban a ser dos noches, ni tres. Si continuaba en esa historia… se acabó la ruta, mi libertad. Era el tipo de mujer que hace una mezcla explosiva conmigo, ya probé una vez a tirarme al vacío en ese suave pelo antes castaño, ahora lacio, y ya comprobé lo duro que es el hormigón en el rostro de la caída. “Buenas noches, mañana te explico más cosas cuando vengas de clase”. “Perfecto. Buenas noches”. No hubo mañana. Me fui sin desayunar porque no tenía ganas, sabedor de qué me empezaba a suceder, sabedor de que me alimentaba de un rostro fijo que me iba a corroer las entrañas si no montaba en el primer bus a cualquier lugar. Únicamente a la altura de San Salvador pude empezar a recobrar el ánimo, a desterrar a esa mujer.

Así de maravilloso es este Suchitoto, así de maravilloso es este El Salvador subyugado al estigma de la violencia. Cuando llega el punto y final, cuando el viajero repite más la palabra “mañana” que “hoy”, cuando Amy amenaza con cincelarse en el corazón, cuando la fugaz brisa nocturna atrapa y envenena, justo entonces se es plenamente consciente de que el torreón rachel de Doña Urraca se ha transformado en dos imponentes campanarios que recuerdan al padre que dejé, a la madre que perdí, a los campos que amé. Te hubiera gustado este lugar, mamá, de seguro, aunque quiera creer que, volando a mi lado, lo estás disfrutando tantísimo como yo. De todas formas, ya lo sabes, cuando alcanzas la cima es el momento preciso en que más aprecias y añoras los campos de Castilla que has dejado en pausa. Justo entonces lo es.

P.S. Fotos de Suchitoto, Santa Ana y Tazumal, en Chalchuapa.

Written by David Botas Romero
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