Mercerreyas

Entre Honduras y El Salvador

Martes, 29 de septiembre de 2015

Honduras

Honduras

Honduras es un vergel

A Gracias la dejé envuelta en sempiternas nubes que no dejaban de descargar agua. Todo se había forrado de bruma y apenas cuatro gracianos se atrevían a pasearse bajo el aguacero. La ciudad aparecía gris y deforme por momentos, desprovista de la simpatía para con el foráneo y el colorido que tan espectaculares me habían parecido en la víspera.
Marchaba hacia la frontera salvadoreña con una terrible sensación de desolación porque Honduras se había mostrado como un país excepcional, virgen, forrado de junglas y praderas en los que terneras y caballos pastan felices, en la abundancia. Las estampas arrebatadoras se suceden al otro lado de la ventanilla porque Honduras es un país que no avanza, sino que cabalga. Por doquier asoman los catrachos montando hermosos caballos tostados o blancas yeguas perladas de gris, con una mano en las cinchas y un machete envainado en la otra, preparados para desbrozar una maleza que aquí es sujeto principal de cualquier paseo por enfangados senderos que se abren en explosión pirotécnica.
Son tipos salvajes, de otro tiempo, con sus pistolas al cincho y forrados de cartucheras donde relucen doradas las balas. Incluso un par de noches me habían despertado los disparos, tristes por asesinos de reyerta buscando la carne, o felices por borrachera animada buscando las estrellas. Honduras es un vergel monumental, donde se pelean por florecer los mangos y las magnolias, los pinos y las acacias. Y más tarde siempre aparecen eucaliptos clásicos de tronco albino, pelado y pulido, que recuerdan aquella visita a la cascada Peguche de Otavalo, donde recogías las semillas de estos árboles porque querías hacer no sé qué con ellas, alguna otra invención de las tuyas, mamá. Honduras es el país que más profundo me ha hecho suspirar en su adiós desde hace unos años, porque atesora lugares como Gracias que es una apuesta segura para el ingobernable turismo del veintiuno. Ese lugar, doble contra nada, no va a tardar en resplandecer de lugares de tatuajes, pizza y clases de un español que, por cierto, repito que es más claro aquí que en Guatemala. Aunque el timbre femenino de las hondureñas llegue, en expresiones de sorpresa o mucho énfasis, a hacer girar la cabeza para comprobar que no ha sido una tía de idéntica voz a la colombiana Shakira, pero completamente borracha, la que habla.
Era el país de las pulperías, eufemismo de tiendas donde se vende de todos menos pulpo, el que se me quedaba atrás justo en el momento en que caminaba por tierra de nadie hacia El Salvador, el país de las pupuserías. Éstas son clásicas masas de harina de maíz o arroz sazonadas con chicharrón de cerdo y quesillo, lo típico, más loroco, una plantita aromática que se echa picada, y ayote, lo que nosotros conocemos como calabaza. Pero, en muchos momentos, agazapado en la cola de inmigración de una garita desconchada, no podía evitar el tormento emocional que era salir de una Honduras que tan bien me había tratado, tal y como lo hizo la Guatemala de 2010. Y probablemente, aunque me costara admitirlo, mi desdicha se debía a que era consciente en mi fuero interno de que, el día que regrese, esta Honduras será completamente distinta, tanto o más que yo.
La frontera de El Poy, por el contrario, fue un amigable cambio a mejor. Sin extorsiones y hasta sin sellos en el pasaporte. “Le quedan setenta y dos días”, me dijo el oficial de inmigración al tiempo que me daba la bienvenida a El Salvador. “¿Y el sello?”, pregunté extrañado. “No es necesario”, respondió cortante. Posteriormente alguien me explicó que debe haber tres o cuatro países centroamericanos fusionados en un espacio común, un “Espacio Schengen” en versión local. Tampoco le presté mucha atención porque justo en ese momento me quedaban treinta días de viaje, y hasta setenta y dos no iban a alcanzar ni mi moral, por un lado, ni mi exiguo presupuesto, por otro.
Me apeé en La Palma, rascándome el cogote tras un primer vistazo, en la confianza de que aquello tenía poco de “centro artístico del país”. De primeras es un lugar sucio y preñado de humos tóxicos dado el constante ir y venir de camiones de tamaño industrial. Incluso un par de veces se me pasó por la cabeza tirar a Suchitoto, con tiempo de sobra para llegar con luz de día al ser las doce clavadas del mediodía. No obstante, al final me dejé caer por una pensión de diez dólares, apañada, donde la dueña daba la sensación de tener un serio problema de ludopatía, enganchada moneda tras moneda a una extraña tragaperras que, desubicada, hacía de decoración junto a una barra de recepción tosca y poco desbastada.
Maté media tarde ojeando el mercado de artesanías, que sí existía, pero que aglutinaba un puñado de puestos que, sin remisión, vendían todos lo mismo: una explosión de colores pintados sobre madera, telas, chapas, telas de yuca, la clásica de los sacos, y cualquier superficie imaginable. Los abstractos motivos mezclan líneas, animales y rostros desencajados, todo ello en unos trazos gruesos y composiciones que, sin embargo, aparentan ser todas del mismo autor. Idénticas. Pero al menos en las calles es otra historia, y los postes y muros lucen murales de similar factura pero bastante más elaborados en muchos casos. Y, La Palma, entonces, sí que justifica una parada si solo por poder comprobar decorados postes de luz, escaleras, marcos de puerta y, lo más obvio, fachadas donde un puñado de autores, trabajando sobre el mismo concepto artístico, han tratado de expresar, con resultados dispares, la visión que se cuece en sus cerebros de animalitos o motivos florales que podrían ser de Dalí o Miró. A última hora de la tarde, tecleando estas líneas, aún no tengo claro si La Palma es un lugar bonito o no, pero de extraño e inusual sí tiene un trago bien largo.
Written by David Botas Romero
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