Mercerreyas

Hoy Gracias, siempre India

Lunes, 28 de septiembre de 2015

Gracias

Gracias

Una vez en Gracias-Lempira, tras el citado acceso gris

Gracias, o Lempira como también se conoce, es bastante más atractivo que Santa Rosa. Más humilde y más pueblo en sentido estricto, con todo lo que ello supone de mejora para los que gustamos de zafarnos en distancias cortas, aprendiendo el nombre y circunstancias de ésos con quienes invertimos saliva. Pese a sus más de treinta mil habitantes, la sensación de vivir en una aldea es una constante desde que te apeas en la estación o mientras buceas buscando un lugar para echar un par de noches. Es la norma, entonces, que la gente no dude en mirarte a los ojos y te dé los buenos días tras un imaginario abrazo de hospitalidad. De la ruta hasta aquí, por cierto, no puedo contar mucho ya que la ventanilla que me tocó en suerte estaba hecha trizas, mal pegada con tiras por doquier de deshilachada cinta aislante que asemejaban a profundas cicatrices en la piel y no dejaban ver qué quedaba atrás. La opuesta y hasta otra media docena, tres cuartos de lo mismo. Llevan los cristales, en su decadencia, resonancia de quienes decidimos quemar el corazón en este transitar por el mundo.
Ciudad actualmente nombrada como la moneda nacional, en honor a un destacado líder indígena de etnia Lenca que cerca de aquí luchó contra el yugo español, Lempira fue fundada bajo el nombre de Gracias a Dios en 1536. Se derramó también sangre inocente por parte de los hispanos en este horizonte, otra muesca más en nuestra vergüenza colectiva. Fue justo dos años después de la fundación cuando el prócer Lempira dirigió una revolución contra los colonialistas que acabó en el momento en que Alonso de Cáceres obligó al insigne personaje a refugiarse en su fortaleza de Cerro Cerquín. Aislado y rodeado, el jefe indígena llegó a un acuerdo de paz con los españoles. Pero después de salir de su guarida, la historia de lo sucedido es tan despiadada como repetida: fue torturado, posiblemente, y asesinado, a ciencia cierta. Así se las gastaban nuestros antepasados, y así se diezmaron unas poblaciones indígenas a quienes, cuando no les fulminaban las balas, les fulminaban las enfermedades llegadas de España con los imperialistas hispanos. Ésta, como tantas otras, es una vergüenza nacional no reparada por nuestros mediocres políticos, los que la siguen barriendo debajo de la alfombra generación tras generación. Posteriormente Lempira tuvo sus años de prestigio, incluso en 1544 fue nombrada por un breve lapso de tiempo la capital administrativa de la región centroamericana, pero finalmente la irrupción de otros poderosos centros como Antigua y Comayagua sellaron su declive.
Ahora es una población que vive de la ganadería y la agricultura, de milpas en esencia, pequeñas extensiones de cultivo múltiple de las que sus vecinos obtienen productos básicos que comer y trucar como yuca, frijoles o el omnipresente maíz. Sin embargo, cada vez con mayor interés pugna por ganarse un sitio en la escena turística centroamericana. Y, de primeras, parece que recursos para ello no le deben faltar tanto a nivel natural como histórico. O al menos de eso trato de convencerme toda vez que la falta de paisajes corridos a través de la ventanilla me han tenido apuntando estos breves datos del lugar al que me dirigía. De pronto, sin aviso previo, fin a algo menos de una hora de traslado y diversión paisajística que ha pasado a ser de invernadero y texto.
Una vez en Gracias-Lempira, tras el citado acceso gris, la primera sensación es de repetición porque las casas son también de una altura, dos a lo máximo debido al peligro sísmico que envuelve la región, y las calles no han dejado de ser un conglomerado de lajas o voluminosos cantos de río que revientan suspensiones y suponen un desafío a la verticalidad. No son el principal problema estas piedras, sino el cemento que las une y que, con el paso de las lluvias y los vehículos de gran tonelaje, se ha partido y desaparecido dejando muchos huecos y zanjas en las que un esguince de tobillo puede suceder con facilidad. Lo peor es que no hay más opciones por las que caminar debido a que las aceras centroamericanas, como las asiáticas, son un ejercicio de imaginación en la mayor parte de las calles. Por fortuna, poco podía imaginar entonces que hasta ahí llegaban las semejanzas con el Honduras visto anteriormente.
Sorprenden y mucho, por el contrario, las iglesias que aquí lucen tal que encaladas de ayer mismo, tal si estuvieran inmunizadas al paso del tiempo, recortadas sobre un decorado esmeralda de crestas y vegetación pura, luciendo teja de verdad que torna del vívido rojo de recién estrenado al ocre total por la invasión de líquenes. Además, por algún indescifrable motivo, no son tan espartanas en lo material como las que dejé atrás en Copán Ruinas o Santa Rosa. Eso sí, en lo espiritual, por desgracia, se dan la mano tranquilamente. Lo dejo caer porque, pese a lo pomposo de sus interiores, estas iglesias tampoco huelen a religión o Biblia, ni colas de novia al vuelo se imaginan a sus puertas, ni cirios titilantes alumbran sus esquinas. Más bien pareciera que el céfiro del abandonado y próximo fuerte militar se hubiera vaporizado y adueñado de estos santuarios. Despobladas de feligreses, arrebatadas de fe, presentes exclusivamente en el clamor mañanero de unos gallos cuyos cantos deben resonar con suave eco entre sus paredes. Únicamente una señora desgarbada, de piel y cabello tiznados, asoma en la consagrada a La Merced, arrastrando un escobón sobre las pulidas losas con notable parsimonia. Su chamaco llora al fondo, y el berreo rebota hiriente contra las paredes.
En justicia a los hechos no barre nada más que cuatro pétalos no marchitos, podridos directamente, y tú, mamá, de seguro te hubieras entristecido tanto como yo al ver cómo estos países de alma sacudida y malherida por la violencia poseen templos tan sobresalientes como huérfanos. En India esto, me guiño un ojo cómplice en el espejo de tu alma, es puramente inconcebible por la sencilla razón de que jamás, absolutamente jamás, conocimos un templo que no cimentará su belleza y esencia en la fe irradiada de los tipos que lo veneraban tan enfermizamente a nuestro lado. Con sus tres rayas horizontales marcadas sobre la frente, shivaítas, si verticales, vishnuítas.
Es justamente esa iglesia, La Merced, la más espléndida de todas. La fachada es de tosco estuco en la que aparecen motivos pastorales y florales o vitícolas, hornacinas con santones idénticos y parras de uva, aquellos con poblados pelo y barba cuyo pardo color es el único contrapunto a lo níveo. Son idénticos, simétricos e infantiles, y la primera sensación ante ella es la de ver una composición de arquitecto de diez años. Deliciosa y absolutamente única por ello. En el interior la madera nutre cada recoveco, barrocos altares laterales se muestran en panorámica y un altar engalanado por la recientemente vivida efemérides (La Merced es el veinticuatro de septiembre, hoy es veintiséis) propone una invitación a aceptar que, al menos en días señalados, los catrachos sí que cumplen con este Dios que tan escurridizo se muestra a veces.
Después asoman la céntrica San Marcos, notable con un llamativo retablo, San Sebastián con una planta cruciforme y tan desolada que no tiene ni campanario, y Santa Lucía, otro ejemplo de austeridad. Pero, como digo, no hay nada que remotamente se aproxime a La Merced, con ese blanco cegador que debe ser el color oficial de Lempira.
Ahondando en ello, esto del color se hace patente una vez comprobado que no solo las fachadas de templos y decenas de casas lucen así, sino que también al cercano y reconstruido fuerte lo han teñido albino. Y es hermoso el lugar pese a los dos vetustos cañones que quedan por decoración, mortecinos como un espantapájaros en tres hectáreas de cebada. Españoles de raíz con su onubense sello de “Cobre de Río Tinto”. Paseando por allí vuelve el recuerdo de esa India que, por un motivo no comprendido, hoy se niega a abandonarme. Allí el blanco es un color asociado a la muerte, al luto. Es color de viudas y de Vrindavan, en un estado de Uttar Pradesh que parece de hace unos minutos, tan próximo como tu imagen bailando ante el Taj Mahal al otro lado del río Yamuna, ésa que tanto le gusta a Iñaki. Y es su visión alba, desde aquella mortaja ecuatoriana, madre, la que suele desprender un punto más tétrico que purificador para mí. Pero, de repente, aquí y a estas alturas, madre, todo recuerdo de India lleva marchamo de felicidad, de naturalidad en su percepción, de pócima reparadora llamada Lempira cuando es la ciudad la que se pierde a los pies como gran resumen de ese continente asiático por el que nos dejamos tantos alientos. Mejor de ese modo.
De tarde, refrescando el gaznate, son unos locales quienes me comentan, me recuerdan más bien, que se abre algo así como un rizado mar de vegetación en el cercano Parque Nacional Celaque, creado a raíz de poseer el pico más alto del país, el homónimo Celaque, con sus 2849 metros de altitud. Lo hacen en una tasca en la que paro a tomar un agua de coco toda vez que mis tripas siguen emitiendo extraños gruñidos de vez en cuando. Entre eso, y que la lluvia amenaza con reventar su momentánea tregua, lo desecho de inmediato y me acodo en la mesa, querencioso de tranquilidad.
Con un lacónico “quizá mañana” zanjo la conversación. Sonaba de lo menos apetecible ponerme a recorrer senderos resbaladizos, empapado hasta las pulpas de las encías, confiando en la mera posibilidad de que algún animalillo asustado se equivocara de escapatoria para presentarse ante mis ojos. Encima los rickshaws, los moto-taxis que aceleran por aquí o por allá, suponen un entretenimiento notable con sus leyendas impresas: “Dios te ama”, “En la fe está el perdón”, “Solo Dios es pastor”, “Jehová es la luz”,… “Espacio para su publicidad”, el mejor de todos con diferencia. Lucen igual de destartalados, pero no son tan especiales como en India, de donde son originarios. Aquellos sí que son capaces de sintetizar una nación con su porquería por doquier, sus frenos que chirrían insistentemente, una loneta rasgada por asiento y, viva metáfora de los habitantes del país, imposible capacidad de detenerse cuando enganchan alguna pronunciada cuesta abajo, eterno renquear cuando es cuesta arriba, sin término medio entre pasión y desdicha. Verlos pasar, enmarcados por la ventana, era puro candor evocado para los que ya hace tiempo aprendimos que es imposible desterrar India del corazón y del sueño perenne llamado regreso.
Al cabo de unas horas y ya en la pensión, justo en India ando pensando cuando se va la luz y toda la ciudad se queda en penumbra. En menos de un minuto toca suavemente a la puerta el tipo de recepción, me ofrece un candil dentro del cual baila la llama anaranjada de una vela diminuta. Ni tan lejos de India, ¿verdad, mamá? Pero aquí la gente debe tener más moral o menos recursos, porque no se oye ni un solo generador eléctrico ponerse a funcionar. Y entonces todo lo que se escucha en esta tierra son petardeos de tubos de escape y berrinches de un crío acompañados de los improperios de una madre que debe estar sacudiéndole la badana. Creo, por un instante, que ha de ser un Luis tan nuestro por travieso como el de Silvia, y todo porque el jodido chiquillo incrementa sus berridos en proporción directa a los gritos de su madre. Tan alejado del silencio sepulcral de tierras indias. Mientras aquí todo sigue su curso, allí la falta de luz debe ser una invitación a la meditación más profunda, a seguir plegando las palmas sobre la cabeza ante un Dios del que apenas se perciben sus rasgos, escurridizo en lo profundo del sanctasanctórum.
Y decido salir a escudriñar el cielo porque ayer leí en el periódico local que el eclipse de luna sería hoy bien visible desde Honduras. Sin electricidad, mejor aún. Pero el cielo se ha puesto de gasa y basalto, olvidé que amenazaba lluvia y casi frío al descubierto. Lánguidas luces de candelas fuerzan al corazón a palpitar con fuerza, a asumir que, gracias a tu recuerdo, el camino vivido siempre será nuestro y no lo podrá borrar ni la lluvia que azota en este preciso momento, a rebato de zafarrancho, parapetada en el oscuro abismo que se abre ante mis pasos de chancletas. Ése ha de ser el mejor homenaje, nuestro más preciado aprendizaje: caminar y caminar, buscar y buscar la luna.
Cuando desisto vencido, cuando sé que tengo bastante de Lempira, regreso a recogerme en la pensión con una botellita de ron y otra de Coca-Cola. Esta noche, por alguna extraña razón, sentía que mi penar por solo poder encontrarte en tierras del Decán debía enjuagarse a base de tragos. El día anterior llamé a casa y todo parecía en orden, pero, de pronto, eso es prehistoria. Y después solo tecleo y tecleo contando lo que acabas de leer, y después vuelvo a teclear hasta que me pesan los párpados como monedas de peso equivalente al doblón, y después no acierto a prender el fósforo sobre la lija humedecida por el sudor del paquete de cerillas, y después sigo sin descifrar unas nubes que esconden un deseado eclipse, y después tampoco acierto con el estribillo de una canción que ha de ser el tema central que A.R. Rahman compuso para una película que comenzaba en los míseros barrios de Bombay. India, siempre India. Tu foto inmortal con el regalo de fondo, opulento cenotafio, de Shah Jahan para Mumtaz Mahal; tu recuerdo y enseñanzas en Kerala, Bengala, Tamil Nadu u Orissa. Y después nada más que quedarme dormido, derretido sobre el teclado, soñando con un amanecer que me transporte a El Salvador. Solo eso.
Written by David Botas Romero
Visit us at:http://botitasenasia.blogspot.com/
E-Mail:botasmixweb@hotmail.com