Mercerreyas

Fronteras Guatemala-Honduras para cambiar

Miércoles, 23 de septiembre de 2015

Copán

Copán
Copan Ruinas

La cama me ha recuperado para Copán

La historia de Quiriguá, intrincada como sus megalitos de arenisca, es razonablemente conocida ya que de tallarla en piedra se encargaron sus principales gobernantes, hasta ocho de los cuales se han identificado. Achicado al norte por Tikal, al oeste por Copán, hoy se ve un reducto olvidado en una tierra dejada de la mano de los que manejan las rentas, si cabe un poco más en un país donde casi todo luce tal que así. Pero tuvo también su soberano ilustre, un tipo belicoso y, lo que es mejor, triunfador, empeñado en dar lo mejor a esos suyos hundidos en esta dichosa humedad atemporal, ésos a los que mandaba a partirse el alma contra vecinos. Se imagina uno a los Maya de septiembre con los ojos cerrados y la mirada perdida, en silencio, durantes esos cinco minutos en que la cercana tormenta arrastra brisas de aire templado, al fin templado, precediendo al mar de lluvia. Disfrutando de lo efímero del fenómeno como lo hacía yo a última hora de la tarde.
El acceso al recinto arqueológico surca una recta indefinida, de buen firme y a cuyos lados se abren plantaciones de bananos, con sus troncos marrones y marchitos como fermentadas hojas de tabaco puro, con sus frutos envueltos en lonas de nylon azulado para que el sol no los madure demasiado temprano. Ya el camino deja margen a la ensoñación ante lo que se aproxima con este océano de tonos verdosos y marrones punteados de azul celeste. La empresa propietaria de todos los frutales se llama Del Monte, y es justo donde muere la carretera, donde se presenta la verja que impide el paso a la fábrica donde se empaquetan y exportan las bananas, el lugar donde se abren los restos Maya hacia la diestra, por un empedrado sendero.
Los monolitos que de lejos aparentan menhires, esculpidos a intervalos de cinco años, describen la creación del universo, eclipses, rituales, acontecimientos militares y un extraordinario compendio, en conjunto, de la cosmovisión y arte de esta civilización. Lugar de tránsito y comercio de jade y obsidiana en origen, fueron la tenacidad y aires de grandeza de sus más destacados dirigentes los que hicieron de esta urbe un referente de tal calibre que, inclusive, la mayor estela de todo el mundo Maya conocido fue facturada aquí y se expone, magnífica por encima de los diez metros de altura, bajo el epígrafe “Estela E”.
Vivían hundidos en la tierra las gentes Maya, la amaban y la cuidaban porque la conocían. Sus miedos y sus esperanzas venían del cielo, allí donde también encontraban dioses poderosos que imaginar y adorar. Si el viento que arrastraba la lluvia era norteño, bailaban agradecidos; si el viento era sureño, muecas de decepción: nunca llegó una buena cosecha tras lluvias meridionales. Su conocimiento de los elementos, de la Madre Tierra, era fabuloso. De matemáticas, de ingeniería, de medicina, de botánica o fitoterapia porque conocían qué y para qué sirve cada planta o árbol. Si era dolor de oídos, hojas de lo que llaman pimienta gorda, hechas un ovillo y a presión en el orificio auditivo. Si dolor menstrual, la misma hoja en infusión. Sorprende todo ello con esas innatas características supersticiosas que hasta nuestros días han llegado con sus herederos. Por ejemplo, si cacarea el gallo a su hora, a punto de despuntar el alba, todo correcto; si lo hace a destiempo, terribles males presagia. Y su maíz… su maíz no era el que nosotros conocemos. Hoy día se sabe que su sustento principal era la semilla del árbol que llaman Ramón u Ox los chapines actuales, sagrado por los Maya que lo citaban como Iximché, considerado fuente de vida y salud. En realidad, este árbol viene a ser como el cerdo para los antiguos castellanos ya que ambos comparten una virtud: se aprovecha todo.
Las hojas y la pulpa de los frutos son comestibles, altamente digestivas e inusualmente ricas en proteínas, pero es la semilla el verdadero oro ya que molida genera una harina, repleta de proteínas, carbohidratos y vitaminas, con la que cocinar tortitas o pupusas. Ése, por sorprendente que parezca, era el “maíz” de los Maya, y todos estos breves párrafos a modo de compendio de cultura Maya, por su parte, la concisa explicación de un aparentemente bien estudiado guía en Quiriguá. Echo un último vistazo a la gran plaza de la que solo estelas inmensas, verdadera oda a la belleza escultórica, quedan como recordatorio de una gloria perdida, y decido que le toca el turno a Honduras, que ya me lo pide el cuerpo como nuevo avanzar de página en este recorrido por los vestigios Maya. Rumbo a El Florido.
La ruta hasta el Florido se pasa adelantando camiones de espléndidas vacas malolientes, rumbo al matadero, y negros camiones-cisterna putrefactos donde aparece rotulado “melaza” en gruesos trazos de pintura blanca. Bastarían cuatro fotos de ellos para que la gente se pasara a la Stevia y olvidara el ron o la cachaça de por vida. También amplios ríos cargados de limo cuyo cauce asemeja a un muro de adobe derribado o amontonado al azar, denso chocolate puro, decenas de túmulos que en núcleos urbanos permiten ver la vida en instantáneas memorables, o hasta esporádicos carteles de mantenimiento vial donde se lee un sorpresivo “Actividad: Bacheo de Carretera Pavimentada”. No salgo de mi estupor, tan cuidados en muchos aspectos lingüísticos y tan ambiguos en otros.
A eso del mediodía, cuando leo la prensa repantigado en la butaca del bus, me asalta un repentino dolor de tripas y he de bajar en Chiquimula, temeroso de si llegaría a la frontera ese día o habría de recogerme en cualquier pensión por unas horas. Cierta vez en Tailandia, subiendo de Ayutthaya a Sukhothai, me sucedió lo mismo. Hasta tres veces tuve que suplicar al conductor que parara porque me lo hacía encima. La primera y la última pille baño, pero la segunda me tuve que refugiar en la parte trasera de una comisaría de policía a hacer mis necesidades. Apoyé la espalda sobre una puerta trancada, encogido por unos calambres acompañados de unos escalofríos helados que me tenían doblado, descendiendo desde las tripas hasta los tobillos. Sudaba lo no escrito y me animaba en la certeza, tratando de quitar hierro al asunto, de que cagar a la puerta de un puesto policial tiene mucho más de dulce venganza que de escatología. En Chiqimula, de resultas, me hago con un té de manzanilla que me devuelve la vida. Entré a un restaurante y lo pedí, añadiendo que sentía el estómago como una centrifugadora. Me sirvieron un vaso de agua caliente con un sobre en cuya etiqueta ponía “hierbas”.
A manzanilla sabía algo, también a dulce similar al de la miel o el anís, y destacaba un punto ligeramente picante como de clavo. Hierbas, al fin y al cabo, que milagrosamente me pusieron nuevamente en ruta al cabo de una hora, admirando cómo, a la altura de Jocotan y Camotan (o Jocotán y Camotán, porque lo pronuncian agudo pero en ningún letrero aparece la tilde), los paisajes se hacían más ondulados, más de Euskadi con suaves colinas alfombradas de pasto y punteadas con magnolios, palmeras y pinares dispersos. No obstante, no hay lugar a cimas pétreas y desnudas como el Adarra o el Txindoki toda vez que esto es el Trópico, y la conjunción de humedad, calor y lluvias hace brotar la vida incluso de cunetas o muros resquebrajados, de cada una de las cumbres a que alcanza la vista antes de difuminarse en un cielo ya casi crepuscular.
Todas las fronteras huelen a humo de tubos de escape, a prisa, a tabaco de viene y va, a sudor permanente. Lugares donde mañana parece antes de ayer pero que, como en la vida misma, son de sorpresa inimaginable que brota con naturalidad cada vez que observas en derredor. Pareciendo lo mismo, en ocasiones uno se desvive por ensoñarlos de otra dimensión, de otro continente, de otras formas y colores. Uno quiere creer que las fronteras son de padre y madre diversa, un nuevo traspasar el umbral a lo desconocido. Es solo que los tubos de escape, la prisa, el tabaco y el sudor siguen ahí. Eso es lo que confunde, porque nada es lo mismo aunque todo sea igual.
Ayer, hoy y mañana no es muy distinto en la frontera de El Florido, un lugar donde el regreso de catrachos entristecidos con esos clásicos sobres de placas de rayos X, ésos en los que asoman sus nombres y apellidos en rotulador de grueso trazo negro, indica que acabas de llegar a un país todavía más subdesarrollado que la Guatemala que dejas. Inclusive la mordida solicitada por los oficiales a cargo de la garita de inmigración hondureña resuena a idiomas asiáticos toda vez que el aspecto soberbio por castrense de los uniformados, meloso cuando se pide el favor económico, es tan idéntico aquí como allá. Y yo, que me las prometía felices porque hace tiempo aprendí a llevar dólares sueltos, tuve que padecer cómo me la iban a encordelar otra vez. Dólares, otro detalle que lamentablemente nunca cambia, aunque en El Florido hubieran rizado el rizo para mi sorpresa y cabreo.
-Son setenta lempiras o treinta quetzales de tasa de entrada-. Dice un tipo orondo, de bigote cano y aspecto de malas pulgas.
-En el cartel pone tres dólares-. Digo mientras saco unos billetes yanquis de unidad que poso en el mostrador. Le señalo un letrero que luce en un lateral de la sala, bien grande y visible.
-Si cambio tres dólares en el banco solo obtengo sesenta y seis lempiras. Y son setenta. Le repito que son setenta lempiras o treinta quetzales-.
-El cartel pone tres dólares. Yo le doy justo-. Insisto. Vengo fatigado y con el cuerpo maltrecho, es obvio que pocas ganas tengo de vacile.
-Si quieres el sello, son treinta quetzales o setenta lempiras-. Encorajinado, el tipo no cede y hace el gesto amenazador de devolverme mi pasaporte porque sabe que es él quien lleva la sartén por el mango. Y yo también. Recojo los dólares, suelto los quetzales a sabiendas que palmo algo menos de un euro de sobrecoste, y me piro sin despedirme, recogiendo el pasaporte ya sellado con gesto hosco.
Es un negocio redondo porque treinta quetzales son casi cuatro dólares, ellos ponen tres en la caja y para el bolsillo el resto. Todo ello sin un mal grito, sudar o necesidad de mancharse las manos.
Y sí, mamá, ya sé que tu le hubieras dado cuatro voces. Te hubieras girado preguntándome qué coño le pasaba a ese chalado que rehusaba tus dólares. Montando un circo en el que, una vez más, te asistía toda la razón. Más grandes que el caballo del patrón Santiago los tenías. ¡Con buena iban a topar! Pero en ocasiones toca hacer de tripas corazón, mamá, y algunos, a fuerza de perseverar y mal que nos pese, aprendimos a llamar a esto hogar, a pasar por el aro y sentir que en las fronteras no somos tan extraños como de ficción pese a la extorsión del impuesto revolucionario.
Así que, por lo pronto, se ha de tragar la amarga bilis del enojo mientras se desprecia ese absurdo matiz de justicia que aquí cotiza a la baja; se olvida momentáneamente lo que una frontera representa de dimensiones, continentes o colores, nuevas experiencias inmaculadas; se respira profundo, con nacarada mueca, buscando impregnarse de ese humo, esa prisa, ese tabaco y ese sudor que, gracias al cielo, siempre evocan lo mismo y te devuelven al viajero impenitente que eres. Uno paga peaje con valor de pase pernocta pero costo ínfimo para poder dejarse llevar, desgarbado, al río de la vida que aúlla un poco más allá ofreciendo transporte para tal o cual destino. No volver la vista atrás, soslayar lo ínfimo de la extorsión cuando el viaje se considera una segunda piel, es tan natural como esa necesaria última reafirmación al subir la escalerilla del avión que te saca de tu hogar, radiante de felicidad, siendo consciente de cuántas deliciosas fronteras de humo, prisa, tabaco y sudor quedarán por descubrir, frente a tus pies, una vez desembarques.
Copán era justo lo que necesitaba tras, en un vaivén, ver desfilar por mi mirada fatigada anónimos campos reverdecidos por las lluvias permanentes, preñados de tipos también arrancados de esos bulevares de sueños rotos cuyos añicos nunca llegaré a recoger si rememoro Ecuador. El dolor nunca pasa de largo cuando tu eco tiende a corroer entrañas, haciendo caso omiso a nuevos sellos de pasaportes que no son antídotos o metálicos blindajes de más pulgadas de grosor para corazones entristecidos. Entonces se aprende que los latigazos de tantos viajes, la profundidad de la llaga, no tienen tanto de divertido; y solo aspirar a un lugar cuyas gentes y rincones de postal consigan difuminar tu recuerdo por unas horas, frenar la sangría, ya es todo un triunfo. En esencia son momentos en los que uno solo puede concebir cobijarse en una cerveza helada y charlar un poco, como el pendenciero Lolo retratado en mil peripecias por el colega Ángel Rodríguez.
Luego, al fondo del camino, Copán Ruinas en realidad solo tiene de macabro el nombre, porque allí todo era de factura exquisita y, de primeras, hospitalidad desbordada en busca de una pensión. Es lo de menos. Nada consigue aplacar el deseo de una cerveza o un poco de este texto deshilachado que llamaba con insolencia una vez encontré un cubículo a mi medida. A la maleta la pateé hasta lo más profundo de un armario de melamina cuyas puertas descuadradas eran una viva metáfora de mi moral y mi cuerpo.
El tugurio donde aterrizo es regentado por un tipo de lo más maleducado, que alguno también habita aquí. Quizás porque el futuro nunca retendrá sus credenciales, o acaso porque el pasado no tuvo reparo en vomitarlo cual si fuera una pésima penúltima copa, el tipo se ha visto condenado a ver correr sus días, amargado, desde detrás de una barra de caoba. Es alopécico y simplón, de modales grisáceos aunque lo pretenda disimular con sus absurdas letanías corrosivas. Aburrido, insolente y qué sé yo qué más se pueda sumar restando. Ojala su parienta pueda hablar con emoción de sus madrugadas, porque los minutos que padecí allí fueron un compendio de desprecios y odios malamente disimulados. Tocaba todos los palos: las mujeres, los guatemaltecos, los salvadoreños, la policía o los políticos. Para todos tenía un hosco gesto acompañado de una lapidaria sentencia de mal gusto. Sin embargo, bien pensado, tampoco era un bicho raro en sentido estricto. Hacía su trabajo, engañar a turistas de nueva centuria, y en eso era un fenómeno si no pasabas más allá de un trato cordial de dos frases con él. El hablar castellano, el poder darle al palique con diestro y siniestro, lleva a veces a estos encontronazos. Cavilando, a poco que los dueños de las tascas del por otra parte atractivo pueblo fueran la mitad de huraños que éste, convencido estaba de que resumiría mi estancia allí en un fugaz hola y adiós.
Por supuesto que, a la mañana siguiente, la cama me ha recuperado para Copán, y un solo minuto en su recinto arqueológico hace que olvide la descomposición, al espabilado de inmigración e, inclusive, hasta por dónde caía la tasca de ese sujeto que me amargó el trago en la tarde de víspera. Entonces, como te veo cansada, me siento a tu lado a la sombra de una ceiba, y paso a prender un pito que disfruto suavemente ya que aquí y ahora solo me quedas tú, mamá. Y regreso al inicio de este escrito para volverte a contar, como en Quiriguá, cosas de los Maya: qué es lo que vamos viendo, las bóvedas en saledizo, las estelas de porosa piedra toba, el famoso templo Rosalila o hasta qué significan algunos glifos tallados o quiénes y por qué los construyeron. Todo sin esas prisas que ya nos son extrañas, con todo el tiempo del mundo por delante para que puedas anotarlo, con calma, en tu vieja libreta de tapas rojas mientras me vuelves a preguntar cómo se escribe ésta o aquella palabra. Y yo, qué remedio, te lo repito por quinta o sexta vez, porque ya perdí la cuenta. Al final, casi sin apenas darnos cuenta, hasta nos hemos acabado riendo de lo padecido el día de ayer, de los avatares de estos viajes que nos siguen llevando en volandas, todo el día de aquí para allá, ¿verdad?. “Sí, hijo, claro que sí. Tenemos más meneo que las patatas de siembra”, me vuelves a susurrar detrás de una pícara sonrisa.
Written by David Botas Romero
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