Mercerreyas

Tierras de Copán en Honduras Centroamerica

Sábado, 26 de septiembre de 2015

Copán Ruinas

Copán Ruinas

Siendo honesto, lo que más le he de agradecer a Copán Ruinas

Recuerdo que nada más llegar había tirado del principal recurso del viajero presuroso que consiste en localizar, geográficamente, un banco, un cajero, un supermercado, una frutería,… todos los lugares que significan algo y que van siendo punteados en un mapa mental de la zona. “El banco en la calle transversal a la de la frutería, dos cuadras hacia arriba; el supermercado dos calles paralelas por detrás, hacia el monte; y que no se me pase este barbero junto al mismo cruce que lleva a la ruinas, pegado al campo de fútbol, que llevo diez días sin afeitarme”. Todos son lugares que permiten ir a tiro fijo y economizar un tiempo que nunca es tan amplio como sería deseable. Pero, en realidad, todo aquello fue bastante estéril porque, tras cuatro días callejeando por Copán Ruinas, tuve tiempo de comparar y hasta certificar dónde se comía bien y barato, dónde encontrar la mejor fruta y hasta qué banco daba mejor cambio para el euro. También, de hecho, topar con un barbero económico y de buen pulso. Esto último fue fácil de deducir, a priori, nada más ver la cantidad de gente que esperaba su turno a la puerta de aquella otra barbería, recostada en unas ajadas sillas de plástico. Aquél, en definitiva, resultó ser un lugar tan agradable que los días del calendario se descontaron con pasmosa facilidad.
Siendo honesto, lo que más le he de agradecer a Copán Ruinas es el hecho de que me ofertara unas jornadas de necesario respiro para mis maltrechas tripas. Eché unas cuantas horas en su plaza central, adornada con una fuente de motivos Maya en sus caños, un teatral templete rocoso, forrado de lajas de rajuela, y una pérgola semicircular bajo la que los lugareños retozaban en unos muretes que hacían de bancos. Solo la iglesia principal, de estucada fachada, rompía una panorámica de ocres colores, árboles frondosos y calles adoquinadas de tortuoso caminar. Por dentro, sin embargo, ésta se hacía extrañamente austera dado el fervor religioso cristiano que suele impregnar cada segundo en la vida de centroamericanos, siempre con un rosario en la mano y una oración casi al punto de deglución. Por norma general, en América Latina suelen ser los interiores de las iglesias el mejor indicador de la capacidad económica de una población. Tras comprobar en el santuario principal del lugar que de capillas laterales nada de nada, que la pila bautismal debía ser prestada para la ocasión por ausente, y que una docena de bancadas de pino hacían frente a un Cristo marchito que lucía por todo altar mayor, en su cruz mal barnizada y con apenas un taparrabo, era mayúscula la sensación desoladora de que el nivel de vida del copaneco medio, del hondureño por extensión, había de ser francamente austero.
Igual por esa sensación de honestidad racial y a raudales propia de clases bajas se hacía un lugar entrañable Copán. Y con seguridad existían, asimismo, otras muchas razones para sentirse a gusto allí, pero por encima de todas era el clima templado, el hecho de poder dormir sin ventilador y hasta sentir un ligero escalofrío de destemplanza cuando las nubes hundían al sol a última hora de cada tarde, prometiendo lluvia, lo que más ayudaba a ello. Tampoco es que el lugar tenga de sobra para ofertar, mas el vestigio Maya de Copán ya es de por sí lo suficientemente atractivo para dotar a esta población de un extraño aire de atractivo turístico que no se debe encontrar en ninguna otra parte del país excepto en sus islas caribeñas. A veces puede dar la sensación de que lleva marchamo de nueva Antigua, Flores o Suchitoto con su par de calles pobladas de bares y restaurantes para gringos donde la música no se aleja de Rod Stewart, Pink Floyd o Phil Collins, pero luego basta cruzar dos cuadras en diagonal para que Honduras se haga comercios y gentes, para que se escuchen temas de Ricardo Arjona o rancheras y corridos de un tipo que ha de ser el Sabina local por su voz rasgada, noctámbula. Desde las alturas, además, estas impresiones se realzan toda vez que una alfombra de fachadas estériles de hormigón, negros bidones que son termos de agua para la ducha y tejas trenzadas con planchas metálicas oxidadas consiguen hundir en lo invisible las cuatro banderas británicas y los gigantes menús en inglés que anuncian hamburguesas o cócteles de irrisorios precios, desorbitados para una gente cuya renta media se coloca del orden de ciento cincuenta dólares mensuales. Como comento, le cogí cariño a Copán Ruinas tras invertir horas callejeando, en la certeza de que se da aquí una de esas extrañas mezclas perfectas de lo natural y lo importado que, mucho me temo, en un par de años se va a descompensar.
Tienen aquí un extraño acento los catrachos, más musical y claro para el oído, con ese permanente don o doña que precede a los nombres de personas. Probablemente sea consecuencia de que su aspecto es mucho más homogéneo que el del mezclado guatemalteco, no en vano aquel país es el que mayor herencia indígena aglutina de toda Mesoamérica. Estos hondureños copanecos, sin ir más lejos, son más hispanos que indígenas de etnia Chortí, tan pocos de los cuales asoman por aquí como por el resto del país, y el predominante uso del castellano entre sus gentes, ajenas a herencias lingüísticas Maya, ha debido saldarse con un idioma claramente comprensible para los españoles. Resulta paradójico que de esta excepcionalmente bien preservada urbe Maya no quede apenas nada de sus gentes más allá de llaveros o baratos recuerdos que se venden en el par de tiendas de “souvenirs” del pueblo.
Una noche, mientras cenaba donde una anciana que regentaba un rústico comedor de tres mesas dentro de la pensión en que me alojaba, se empezaron a oír mariachis tocando, con sus trompetas y guitarrones sobre los que se alzaba un poderoso coro de voces masculinas . Estaba intrigado.
-¿Por qué tocan los mariachis?-. Le pregunté a la anciana al tiempo que alzaba la vista del ordenador. El sonido provenía, claramente, de la casa que quedaba justo al otro lado de la calle.
-Ha de ser por el aniversario-.
-Ya. Aniversario, ¿de?-.
Salió detrás de la barra, soltó un paño y pasó a mirarme fijamente.
-Hoy hace dos meses que falleció el padre de los chicos que viven en esa casa. Vinieron los mariachis y con música se llevaron el féretro hacia al cementerio. Esta noche lo recuerdan-. Me responde mientras hace ademán de volverse detrás de la barra.
Sin embargo, la razón de ser de un tipo que se dedica a escribir mientras viaja es la curiosidad, preguntar el por qué de cualquier cosa. Aprender, aprender y no dejar de aprender. Así que no le dejo que regrese a secar los platos.
-¿Es normal contratar músicos en los funerales?-. Le suelto a bocajarro.
-Pues sí, si a la familia le gusta la música, sí. Y a éstos les gusta porque ya ve, dos meses después y así siguen-.
-Ya-. Respondo, dejándole unos puntos suspensivos que la anciana, habiéndose animado con mi curiosidad, no tarda en rellenar.
-Hace unos meses falleció un ganadero de aquí, del pueblo de Copán Ruinas. Tenía muchos caballos en una hacienda inmensa que queda hacia la entrada del pueblo. Adoraba los caballos y los solía domar. El día que falleció… tu sabes que la gente suele acompañar por detrás al féretro, ¿verdad?-. Asiento enérgico mientras rememoro al abuelo que no conocí pero de quien tú, mamá, no te aburrías de contar lo mucho que le gustaban los caballos, algunas veces que en el pueblo le requerían los vecinos para que se los amansara y metiera en cintura. -Pues a ese señor le gustaba la música del narco-. “Los narcocorridos”, le apunto. -Exacto, narcocorridos. Se presentó una banda a tocar y detrás del féretro iba la yegua preferida de ese señor. La gente tuvo que hacerse a los lados para dejar pasar a la yegua que caminaba cabizbaja, presa de una pena infinita, con unos lagrimones que le caían de los ojos. Primero el féretro, después la yegua sin despegarse un metro, más tarde los músicos y por último las personas. Aquello fue…-. Risueña, se quedó unos segundos mirando a lo alto, buscando la palabra. “¿Conmovedor?”. -Exacto, conmovedor. Fue un entierro muy bonito-.
Posteriormente, como ya ha cogido carrerilla, me habla del mal de ojo que travestido de espíritu pulula libremente por Copán. Hasta a su hermana pequeña enganchó.
-Le salieron unas llagas enormes. Cinco en cada pierna. Se moría, la pobre, y el médico no sabía a qué se debía aquello. Mal de ojo, seguro. Una maldición. Mi hermana es evangélica y en Copán Ruinas la mayoría somos católicos-. Decía con un rictus plano. Daba miedo escucharla en una penumbra bajo la que solo brillaban su lengua húmeda y sus ojos hundidos en el abismo que formaban las cavidades orbitarias.
-Pero no falleció-.
-Tuvimos suerte, y mucha fe. Fui a la iglesia a rezar y pedir agua bendita al cura. Estando yo arrodillada, delante de mí la bendijo. Con ella le ungí las heridas. Era de madrugada y agonizaba. La fiebre le hacia delirar. Mis cuatro hermanos, casados, no viven aquí, pero mis cinco hermanas y yo allí estábamos. A su lado, llorando. Salía pus de las heridas, y trozos de carne que no era suya. Puedes creerme. Aquella carne no era de ella. También como una tela se formaba en las heridas-.
-Sería costra-.
-No. No tenía nada que ver con eso. Era una telita muy extraña y, créeme, no era natural. Se quedó dormida, y ya. Pensamos que había muerto pero todavía respiraba. Al cabo de tres horas despertó. Dijo que tenía hambre. El agua bendita la había librado de la maldición. Seguro. Era muy bueno el cura aquel, era muy buena persona. Lástima que por él falleciera su sustituto-.
 -Y cómo es eso-. Esto ya adquiere tintes de película.
-Lo iban a trasladar a La Libertad. Pero la gente se organizó y recogió firmas para mandar a…-. “Al obispado, imagino”, le completo raudo la sentencia para que no pierda el hilo. -Sí. A los que mandan. El pueblo estaba dividido. Yo no firmé porque voy a la iglesia a escuchar a Dios, no al cura. Pero sí, el pueblo estaba muy dividido. Al final lo trasladaron y llegó el nuevo cura. Llego sano, al cabo de un año tenía cáncer, antes de cumplir dos lo habían enterrado. Mal de ojo, seguro-.
Allí me quedé unos segundos en silencio, mirando a la abuela con esa indescifrable sensación de cariño que brota de modo natural ante la humildad y sencillez de estas gentes. Estaba absolutamente convencida de que tanto lo de su hermana como lo del desdichado párroco fue mal de ojo, más, si cabe, de que el agua bendita la sanó.
 -¿Y el nuevo cura?-. Digo de repente.
-No tiene buen sermón. Mucha gente ha dejado de ir a la iglesia-.
-Quizás eso le ha salvado, ¿no?-.
Sin decir nada, se río disimuladamente mientras regresaba detrás de la barra.
Al cabo de un tiempo amanece de lustre, me siento con moral y cuerpo recuperado sintiendo la hora de partir. Monto entonces en un bus que me lleva a Santa Rosa y que va haciendo paradas aquí y allí, en rincones que son la nada de carreteras que surcan bosques nebulosos, donde uno baja sus gallinas y otra sube sus enseres de hogar. La nubosidad va descendiendo progresivamente por las laderas como viscosa bruma que se adhiere a los árboles, y apenas cuatro picos plenos de vegetación descollan en lontananza, por encima de todo un paisaje teñido de alba y humedad que se cuela hasta entumecer los tímpanos. Están vivas, aceleradas las nubes, y por momentos engullen al vehículo para luego vomitarlo en otro paraje que, no obstante, recuerda al anterior. “Quinto mandamiento: no matarás”, asoma en un cartel medio caído en la cuneta. Junto al mismo hay un chico en bicicleta que agita un trapo rojo porque algo debe haber sucedido adelante. Es solo una manada de vacas que ha invadido la carretera. “Octavo mandamiento: no darás falso testimonio”. “Noveno mandamiento: no codiciarás la mujer del prójimo”. “Si viajara conmigo la anciana del restaurante no pararía de persignarse”, me garantizo en un momento dado, una vez ha quedado atrás el décimo.
Cuando me bajo en Santa Rosa de Copán es una lluvia fina de sirimiri la que me golpea el rostro, y lo hace sin estridencias ni resplandores, de ese modo en que las nubes anuncian que han venido para quedarse. Lo primero que se me presenta es una señora que palmea tortitas de maíz, dándoles forma ante un rústico horno en el que se consumen cuatro palos, y un perro de ralo pelaje canela que apura unos tragos de agua de un charco sobre el asfalto. Por un instante ambos me examinan de soslayo, con desconfianza, y mi vista no alcanza más porque las constantes hileras de gotas que caen de las tejavanas sumergen en penumbra el interior de lo que guardan. Debajo de una de ellas, a resguardo mientras escampa un poco, estas chapas se muestran desnudas, sin clavos ni bridas que las sujeten a las traviesas, y solo así es posible entender el terrible destrozo que provocó el huracán Mitch hace unos años, entre finales de octubre y primeros de noviembre de 1998.
Levantó las planchas metálicas que hacen de tejado como si fueran papel de fumar, dónde se empotraron fue lo que también determinó la magnitud de la tragedia. Anegó millares de haciendas y núcleos urbanos. Provocó inmensas avalanchas de lodo que barrieron todo a su paso. Los mapas, de repente, ya no servían. Que tantos como cincuenta años de progreso habían sido destruidos en un santiamén, llegó a declarar el entonces presidente, Carlos Flores. Y si no golpeó más duro a nivel humano fue porque Honduras, gracias a su gran tamaño, está muy poco densamente poblado con apenas ocho millones de habitantes. En todo caso, aquí todavía lloran y recuerdan a varios miles de familiares, amigos o compatriotas que la naturaleza por un lado, su miseria alarmante que se tradujo en incapacidad de prevención por otro, se llevaron.
Luce espléndida la fachada de la catedral de Santa Rosa, aún más su estucado interior porque ofrece cobijo cuando la lluvia se ha convertido en perpetua y hasta los adoquines de las calles refulgen lustrosos, recién pulidos. Y resbaladizos, los muy jodidos, hasta el punto de parecer cada paseo como un desfile por una pista de hielo. Todo el baptisterio está hecho de madera, pareciendo más una taberna que un lugar sagrado, pequeños seres angelicales lucen en arcos y columnas, con rostro de querubín pero sin delantal de camarero, y una virgen floreada luce en el retablo principal.
Una vez fuera todos buscamos lo rugoso y rayado del hormigón bajo los aleros en aquellos puntos donde existe algo similar a una acera. Debe ser por eso que casi me doy de morros con una sorprendente talabartería donde se venden preciosas sillas de montar en cuero repujado. Talabarteros, especie ya casi extinguida en España y que aquí, ganaderos y haciendas por doquier, demuestra toda su pujanza. Se hace extraño y bonito al mismo tiempo el centro histórico. Asoman fachadas descoloridas que esconden tiendas de nombre “El Bombazo”, ”Canaan”, “Ficohsa”, “Tato´s”, “El Compadre”,… y en todas ellas, rasgo común a este entorno, has de meter el hocico para husmear qué venden toda vez que ningún indicativo en la parte de fuera lo indica. Por el contrario, en otras como “El Taco” o “Súper Pollo” es fácil deducir qué venden.
Vamos de aquí para allá cuando el sol se oscurece en Santa Rosa, la inmensa mayoría en sus quehaceres y lo restante en la convicción de que luce tan interesante el centro histórico como resplandeciente la terrible sensación de que Honduras, tan cerca de la frontera de El Salvador, se me empieza a escapar de las manos. Por mucho que pese, por lo mucho que posee de esa resonancia a una autenticidad ya olvidada en ciertas partes de Guatemala. “Falta Lempira, última estación”, me voy repitiendo buscando el ánimo camino de la pensión, “aún me falta Lempira”. Cuando llego, la casera, una anciana marchita con aspecto de alcahueta zalamera, me está esperando inquieta. Es de sonrojo que a sus muchas décadas aún no sea consciente de la lástima que provoca en su pretensión de mostrar pechuga tras un escote pronunciado. Debía ser la última oveja que le faltaba a su redil, porque de inmediato trancó la puerta con tres sonoros giros de llavín y dos cerrojos.
Written by David Botas Romero
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