Mercerreyas

De Pessoa a Borges

Martes, 10 de abril de 2018

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De Pessoa a Borges

En Lisboa era todo de tonos apagados, mudos, nostalgia lusa en esencia. Si las cuestas no te mataban lo hacían las panorámicas desteñidas, y si no el cementerio dos Prazeres. Que un cementerio haga referencia a placeres solo cabe en la psique portuguesa, y no hace falta discurrir mucho para adivinar que allí, entre amplias avenidas en cuadrícula, se apilan panteones llamativos que obligan a mirar en derredor para jurarse no intentar comprender jamás qué clase de mecanismo cerebral hace que estos tipos vivan en perpetua tristeza y pretendan morir en gloriosa magnificencia. Es como si el fin fuera un principio de pompa y boato para ellos, pero sin reencarnaciones, budas o shivas a la vista. El cementerio, en el fondo, es solo otra imagen más en blanco y negro que oprime el pecho con fuerza, pero de algún modo extraño uno se convence de que ese lugar solo cabe entre fados desgarrados y saudade marmórea. Únicamente los turistas son tan estúpidos como para pretender resumir una ciudad en un rincón, pero quizás por lugares como éste se hace tan complejo subir el escalón necesario para sentirse viajero en Lisboa.

En Alfama, con sus miradores altaneros, siempre el ocre en el punto de vista, el asunto emocional pretende dejar atrás la tarifa plana mortuoria hasta que cualquier rostro, cualquier ademán, cualquier escaparate, otro tranvía, le recuerdan que del Lisboa de Pessoa no quedan sino cenizas cuando el inglés se hace idioma materno. Brota la pícara sonrisa con el recuerdo al poeta que observa a un siglo de distancia. “Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón no es más que ser cambiado de celda”. ¿Se puede definir mejor un día empleado entre los dos iconos más representativos de la capital lusa? Junto a su bigote refinado, anteojos de alambre y cuerpo enfermizo, los adoquines fatigan menos, los azulejos se muestran menos quebrados y hasta Maitane se luce poniendo el broche al hundirnos en una tasca donde las chuletas de cordero con sopa y postre salen a siete pavos. Allí, de rebote, encontré lo que buscaba. De Lisboa, Pessoa.

En Buenos Aires, sin embargo, los ojos se acostumbran rápido a lo chévere de grandes avenidas, conversaciones infinitas y humedad que mana. Lo del estómago está por descontado, sin necesidad de mirar demasiado para encontrar deliciosas empanadas o huevos a caballo, lo más obvio, y un chinchulín que devorar mañana. Sus habitantes saben sonreír, hasta reír a mandíbula batiente. La primera vez que quise venir fue un infarto de mi madre el que suspendió el viaje, la segunda un cólico potente que me dobló hace tres años, y hoy, cuando iba a cantar victoria y faltaban cien kilómetros para aterrizar… un brusco viraje de avión para acabar aterrizando en Montevideo. El aeropuerto bonaerense cerrado de súbito por mala climatología. Eso lo oficial, lo oficioso es que uno empieza a pensar que esta ciudad no me quiere en sus entrañas, desgranando líneas, evocando a Borges mucho más que a Cortázar.

Después la cosa se aclara y acabamos en una ciudad donde las gentes se tocan y se funden, donde el ser humano cobra verso porque su razón de ser no es enigma luso. “Lo más noble del argentino es la amistad, la pasión de la amistad”. Y la charla asociada. Cada encuentro casual en Buenos Aires es una invitación a descubrir y narrar. Por una décima su famoso cementerio hasta se antoja interesante, pero aquí calan los viajeros tanto como las historias se suceden tras cada esquina. De ningún modo otra necrópolis imperial podría matar la razón de un viaje: las personas. La Recoleta, así se llama el camposanto, para mi próxima vida. Con su aspecto rechoncho y cabello de científico jubilado, ojos vivarachos, Borges es alma bonaerense. Suspiro entre ojos marchitos. Lo hermoso sería imaginar un mañana entre Palermo y Boca, la lástima es que el viaje ha sido largo, el recuerdo de Lisboa y Pessoa una sombra alargada y la cama me espera demasiado fría. “La amistad no necesita frecuencia, el amor sí, pero la amistad no”. ¿Y qué precisa el viaje más allá de un pasaporte y una maleta? De Buenos Aires, Borges.

Lisboa un miércoles, los trazos de van Gogh, las tinieblas de Ribera y las formas de Kandinsky en el Thyssen un jueves, Mecerreyes, el hogar, un viernes, el avión a Ámsterdam un domingo, Buenos Aires un lunes,… Llevamos más meneo que las patatas de siembra, ¿verdad, madre? Emergiendo de lo más profundo, cuando Pessoa y Borges ya no laten, solo tú, madre. En ese punto los ojos ya no han aguantado más y he terminado hecho un ovillo en la silla, con los brazos cruzados sobre el teclado y la cabeza recostada en ellos.

Written by David Botas Romero
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