Miércoles, 11 de abril de 2018
Colonia del Sacramento o la inexorable gentrificación
Supongo que, como en otras ocasiones precedentes, jamás hablaría de esto de no haber sido lo más hermoso de un día que ha incluido la sobrevalorada en exceso Colonia del Sacramento a partir del mediodía y hasta entrada la noche. Lo mejor allí es que huele a jazmín, lo peor es que el ochenta por ciento de sus casonas está cerrada, muerta, y con un cartel de “se vende”. Otro juguete para expatriados e indolentes turistas que no entienden el límite de sus acciones. Colonia también se debe llamar gentrificación, palabro que para mi desgracia uso más de lo deseado. Consiste en la despoblación forzada de un lugar debido a la carestía de la vida y lo valioso de un terreno que antes de los turistas no valía nada pero después de la llegada de éstos se cotiza a millón. Lo contaba de la mexicana Mérida, en dos mil diez, también de Cartagena de Indias, poco después, y de muchos otros lugares desde entonces. Va a más, inexorable, y es un cáncer que no mata pero sí homogeneiza entornos. Los lugareños venden y se piran al extrarradio, de vida más asequible y compañía menos conflictiva. Las inmobiliarias compran, inflan y pulen al mejor postor, cualquier promotor de hotelitos boutique, trenzas o comida oriental. Ahí empieza Colonia del Sacramento y ahí termina.
Ojalá pudiera hablar de su faro encalado, sus fachadas pastel o su chivito al plato; del enérgico magnetismo encerrado en veinte metros de callejón adoquinado llamado, por comprensible motivo, de los suspiros; de los coches de época que pudren a medias humedad y tiempo; de los restos de su bastión con cañones que evocan tiempos turbulentos en el inmenso estuario del río de La Plata que domina. Pero bien pronto se da uno cuenta de que lo mejor es regresar a Argentina y dejar atrás este Uruguay de cartón-piedra que espera la oferta precisa para dejar de ser lo que fue.
Se empeñan en recomendar este breve conglomerado de cuatro callejuelas y dos plazas como la mejor excursión a realizar desde la megalópolis. No sé yo. Si acabas de empezar a viajar y no conoces absolutamente nada del colonialismo español desde el río Bravo hacia el sur, seguro que te entusiasma. Si solo coleccionas patrimonios mundiales, que te guste o no, igual que esas circunstancias asociadas a la gentrificación que te pasas por el forro, te da lo mismo porque ya tienes tu cruz en la lista. Si acaso te ponen cachondo los sellos en el pasaporte, pues genial porque ya sumas los de Uruguay. Si odias las ciudades, como le sucede a Ina, incluso éste es el mejor antídoto para volver a recuperar un resuello que los rascacielos de Puerto Madero y la congestión del metro en hora punta pugnaban por evaporar. Pero si, por el contrario, nada de eso va contigo, tienes demasiados kilómetros o has alucinado en Antigua, Campeche, Trinidad, Barichara o Suchitoto, ahórrate el trajín de las fronteras, el apático discurrir del catamarán por las parduzcas aguas fluviales y, con los casi sesenta pavos que cuesta ir y volver, date un buen homenaje en cualquier tasca de la unión entre La Plata y Rivadavia. Hazlo porque es allí donde los argentinos palpitan en su día a día y un joven chaval pugna en una tienda diminuta por ganarse la vida a base de arreglar mochilas a turistas desafortunados. Y, especialmente, hazlo porque seguro que este tipo de tiendas y gentes no las vas a encontrar entre los hoteles, restaurantes, tiendas de suvenires y casonas negociables apiñadas al otro lado del estuario, en el lugar donde un portugués ilustre decidió fundar Colonia del Sacramento en mil seiscientos ochenta.
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