Jueves, 12 de abril de 2018
La Boca al alma
Apuntes como éste se acentúan al volver a la calle donde los pasea-perros se multiplican en décimas. Asoman acá, allá, tirando con fuerza de las manadas de canes que casi les llevan en volandas. ¿Existe algo más típico bonaerense por debajo de tango y Maradona? También aparentan altanería los dueños más humildes que lucen el suyo, sin poder económico para alquilar un pasea-perros, porque por instantes pasajeros da la sensación de que la tristeza se ha apoderado de los porteños y solo a base de lametones de chucho podrán recuperar la ilusión. Que se adoran mutuamente es palpable nada más ver la gordura de éstos junto a la mueca de sonrisa de los que llevan la rienda. En Colonia del Sacramento, Uruguay, los canes andaban a su rollo entre las mesas de los restaurantes, libres y lozanos. Pensándolo por un instante, si me he de reencarnar en animal ajeno a lo humano, que sea al este del río de La Plata. Será que nunca comprendí a un perro amarrado a un cabo, solo sueltos tal que los perros de Ina por los campos de Mecerreyes, al rebufo de un olor salvaje y violento que se filtra tras robles, encinas y enebros.
Es innegable que Argentina se ha convertido en un país caro… para algunas cosas. Otras, no obstante, siguen siendo ridículas de baratas. Ejemplo claro, el transporte en metro y bus urbano. Que un plato de comida cueste doce o quince euros, casi cinco un café con bizcocho y cuatro medio litro de cerveza, son guarismos de Europa; pero que el metro cueste siete pesos y medio, algo más de treinta céntimos de euro, y el bus nueve, poco más, suena a chollo mundial. Y mucho más cuando entiendes que Buenos Aires, con su factura cuadriculada, es horrorosa para caminar porque cada cien metros tienes un cruce, un semáforo, otro cruce, otro semáforo. Entonces bajas al subsuelo o te paras en la primera marquesina y en un periquete lo más granado de la capital se presenta a tus ojos, al fondo el obelisco, a su izquierda la Plaza de Mayo.
Como breves se definen los hitos turísticos del lugar. ¿Hermosos, apetecibles? Ya lo susurraba el otro: si no puedes hablar bien de algo o alguien, mejor guardar silencio. Hay un obelisco, una catedral que parece camuflada de ministerio de supón qué ramo que es lo de menos, un teatro magnífico desde fuera, un edificio bancario que tal y una casa de color rosado. Prescindible todo, sin duda. ¿Y el resto? El resto es el París de América. Así de claro. Buenos Aires vale un potosí por lo que nunca encontrarás en páginas de turismo comercial. Cualquier esquina anónima de entre Puerto Madero a Palermo, de Recoleta a San Telmo, te tendrá como un idiota embobado admirando edificios de factura impecable. Si una ciudad vale lo que sus fachadas, yo me quedo aquí a morir. Pero si de súbito necesitas más madera o simplemente recuerdas que eres de Alza, además de llevar en herencia la sangre guileta de tu madre, resulta inevitable notar cómo el contacto humano con gente humilde no se compara con mármol de Carrara. Y entonces el único recurso consiste en girar la brújula para bajarte al sur.
Tan fácil es Buenos Aires en transporte público que, como apetece caminar, nos vamos en metro a la Plaza de la Constitución para deshacer, al cobijo de sombras, la distancia hasta La Boca. Husmeas por ahí, por allá, y acabas en un lugar insospechado donde se aprende que esta ciudad, este país, es un sortilegio que te conquista justo por aquí, por la boca, a medias entre charla encendida y deliciosa carne trémula. Hoy, igual que ayer, el entremés superó al plato principal, y ha sido un placer escuchar (todos sabemos que con los argentinos/as se escucha más que se habla) a un matrimonio xeneize, parido y criado en La Boca, sus confesiones de política o hasta de los conventillos ya extintos y, mejor aún, hacerlo devorando una carne deliciosa y un postre casero de flan con dulce de leche. ¿Por qué regresar a tal o cual destino? Por volver a vivir esto. Solo por eso.
Dos horas después La Boca nos ha regalado amigos, besos y abrazos al abrigo de una paleta que oscila del amarillo al azul. Chisporrotean de ella mil tonalidades alegres revestidas en fachadas a lo largo de los ochenta metros que suma la calle Caminito. Nuestros anfitriones quedaron a un kilómetro o año luz sideral de esta pantomima, de estas fotos veladas por la inconsistencia turística, pero su luz ilumina un país que, después de dormir, nos verá en Patagonia, a dos mil quinientos kilómetros de un París de postal al otro lado del Atlántico, de un regalado calor humano, llorado y reído, que nunca encontrará pincel entre Caminito y La Bombonera pero sí unas centenas de metros más allá.
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