Mercerreyas

Olas como momias o Tutankamón a la peruana

Sábado, 3 de noviembre de 2018

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Olas como momias o Tutankamón a la peruana

Nunca se imagina, en el sobrio Perú andino del Cuzco, que centenas de kilómetros al noroeste pueda existir una ciudad tan luminosa como Trujillo, y mucho menos que pueda atesorar un legado histórico tan notable en sus alrededores como para incluir a la mayor ciudad precolombina jamás construida. Hablo de Chan Chan. 

 

Los españoles hicieron de Trujillo una ciudad hermosa dentro de sus cánones: construcciones bajas, casonas señoriales, estructura urbana de damero, mucha forja, incluso más iglesias de fachadas monocromáticas,… A día de hoy puede presumir de poseer la plaza de armas más hermosa de toda Latinoamérica, aunque aparte de un breve puñado de mansiones señoriales e iglesias al resto lo haya devorado el tiempo o la estulticia del hombre. Lo digo porque unos metros más allá resulta horrorosa, como todas las ciudades peruanas, con construcciones a medias, ladrillos, hormigón y basura a cascoporro en calles, callejones, ventanas o puertas. Todo lo tapiza la porquería de plásticos o polvo. 

 

En todo caso, antes de que la colonial Trujillo fuera soñada, los mochicas y los chimúes construyeron en la zona estructuras que todavía hoy maravillan al arqueólogo más escéptico. De vuelta al ahora, son los descendientes de unos y otros los que gobiernan el ritmo de Trujillo. En un primero de noviembre, Todos los Santos, los vivos parece que se han olvidado de poner el ramo de rigor y se han lanzado a degüello a buscar zapatos por todo lo largo de la Avenida España. En esta región de La Libertad la producción de zapatos es una tradición y el resto del Perú parece haber decidido arrimarse a este punto, días festivos mediante, para hacer sus compras. 

 

Es tal el gentío que he de echarme a la carretera para poder avanzar porque las aceras están infestadas de personas. Y echarse como viandante a la carretera en Perú, con honestidad el país del mundo donde la gente menos idea tiene de conducir (la altísima tasa de taxis seguro que tiene mucho que ver), obliga a suspirar de alivio tras cada paso dado. Garantizo que cruzar carreteras en India o Vietnam, por ejemplo, es una brisa de verano en el rostro comparado con cualquier cruce de calles en Perú. Allí sabes que harán un esfuerzo por esquivarte, aquí, por el contrario, que tres cojones les preocupará reventarte en el parabrisas. 

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Claros y sombras del tiempo colonial, lo que no admite matices negativos se halla sesenta kilómetros al norte, en la Huaca (pirámide) Cao Viejo, soberbio ejemplo de cultura moche (mochica es el gentilicio). Además su visita supone dejar de lado el paroxismo en horario, logística y contenido de las excursiones del Cuzco. Lo comento porque en Trujillo arrancan cuando deben, casi con dos dígitos horarios en la mañana, como debe ser para descansar y disfrutar del destino. 

 

Luego es todo una recta bacheada donde el Pacífico queda a la siniestra, con sus bravas olas azotando unos labios de arena grisácea, y plantaciones de caña de azúcar en la diestra. Este secarral de polvo fino que se levanta a la mínima que sople el viento, por increíble que pueda parecer, se convierte en fértil limo en contacto con agua dulce. Eso lo aprendieron rápido los mochicas para, entre tierra cultivable y mar, dar forma a una civilización en cuyos detalles ornamentales siempre se entremezcla grano y pescado, ambos mundos, eterna dualidad que permitió su desarrollo. 

 

Las huacas, las pirámides de barro, empiezan a dibujarse en la distancia. Son las estructuras más llamativas que nos legaron y, entre ellas, la Huaca Cao Viejo sobresale por albergar una momia llamada Dama de Cao, quien junto a su ajuar funerario forma uno de los museos más impresionantes de todo Perú. Se cree que era una sacerdotisa o bruja que falleció al dar a luz, probablemente por una hemorragia descomunal, alrededor del año trescientos de nuestra era. 

 

Se le preparó un ajuar acorde a su estatus social al tiempo que se embadurnaba su cuerpo en cinabrio (sulfuro de mercurio), un poderoso bactericida. Este último detalle permitió, junto a las condiciones de sequedad del entorno, que su cuerpo se desinflase como un globo, se consumiese de dentro hacia fuera, para dejarnos un fabuloso legado de huesos y piel tatuada. Más sorprendente que su estado de conservación resulta el hecho de que los huaqueros, saqueadores de este tipo de túmulos, no la profanaran y haya llegado intacta a nuestros días. Como los restos del Señor de Sipán, cerca de Chiclayo, la Dama de Cao es otra especie de Tutankamón a la peruana, otro milagro arqueológico en la historia de la humanidad. 

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Estos mochicas del sur, además de ser unos ceramistas soberbios (la colección de vasijas del museo es para quedarse estupefacto), conformaban una de las pocas civilizaciones de la que se sabe que practicaba abiertamente rituales sanguinarios. Gracias a las imágenes con las que decoraban el barro se conocen todos los detalles de los encuentros armados, desde la sumisión de los derrotados enemigos, su desfile y presentación ritual ante los sacerdotes mochicas, hasta su degüello ritual y ceremonia final en la que los sacerdotes bebían la sangre de los sacrificados. Los mataban convencidos de ser un punto y seguido para los moribundos, nunca un fin definitivo. Una necesidad de sacrificio para que el mundo no dejará de girar, el campo de producir, el mar de abastecer… 

 

“Densa sustancia sagrada, la sangre constituyó el eje y el componente principal de la ideología política y religiosa de los mochica. En el imaginario ritual, la sangre del guerrero capturado bajaba por las cumbres de las montañas como un río turbio y caudaloso que, cargado con la potencia y vigorosidad del guerrero, recorría los cauces del desierto”, se lee en uno de los paneles explicativos del museo. “Luego de la ceremonia de sacrificio, la sangre de las víctimas era recolectada en vasos ceremoniales y distribuida en un importante ritual entre los miembros de la casta sacerdotal. En esta ceremonia el líquido sagrado ingresaba a los cuerpos de los gobernantes, poderosos cuerpos entendidos como grandes operadores del cosmos, capaces de asegurar que a través de ellos la sangre llegaría a sus dioses y el agua continuaría su flujo por el cosmos”, incluso más. 

 

El tour de vuelta hace una escala rápida en Huanchaco, la zona costera más próxima a Trujillo. Se considera una de las mecas del surf pero, en mi parecer, no pasa de una lengua de guijarros repleta de basura que lamerá la espuma antes de retirarse de vuelta al océano, seguro que asqueada del sabor a detritus humano. En serio, Latinoamérica parece un estercolero por la nula conciencia colectiva de higiene urbana, pero lo de Perú es, tristemente, un punto más allá. Escenario tan a juego con mi alma hoy. 

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No dejo de pensar en el simbolismo de la muerte para los mochicas, en su morir para renacer tan clásico de tantas y tantas civilizaciones extintas. Ola va, ola viene. Y hasta me convenzo de que algo así es el amor en su extensión, algo así como las olas que rompen en Huanchaco,… Algo así como un ir y venir permanente, espuma que ya nunca volverá a ser la misma. Viajero que parte para morir y regresar siendo otro por el conocimiento adquirido, para descubrir que su mundo se pudrió entre emociones de incomprensión, intolerancia e ira. Angustia, ansiedad y miedo. Inundan, al cabo, viejos fantasmas, nuevas rabias. Ola viene. “Llorar dos días y a otra cosa”, ésa fue una de las últimas lecciones del Botas cuando perdió a su mujer, mi madre. ¿Existe acaso mejor panel explicativo que la experiencia y recomendación de un hombre bondadoso y justo de quien nunca nadie pudo decir una mala palabra? Ola va. 

 

Se me pone cuerpo gitanito al llegar a Trujillo. Hosco, deseoso de una mala compañía que sea únicamente la mía al borde de teclas giradas. Cosa de olas que ya no aceptan preguntas a deshoras tras su “cerrado por ofuscación”. Por una recomendación de lo más extraña termino en el único garito con aspecto de bar (tranquilo) escuchando a los Mignight Oil y sus camas ardientes. La brisa en la terraza se hace cálida, la cuzqueña negra está helada y, cosas del contraste, mi cuerpo templado encuentra la paz. ¿Dónde escuché yo esta canción? Aquel escaparate del AX y sus cintas eternas… Hasta besos robados de paloma a paloma, corazones perdidos, inasequibles al desaliento. Olas que devoran con más saña que colchones como tizones. Aún son las siete de la tarde. Las teclas. A ver cómo explico la magia de una pirámide ajada por el viento, las olas que zarandean un alma que no sabe si, tras tanto desengaño, ya puede respirar. Teclas como desencantamiento, momia de mujer; olas de un padre que siempre supo sin necesidad de entender, bocanadas de vida. Tal era su magnanimidad.

Escrito por:David Botas Romero

En:http://botitasenasia.blogspot.com/

E Mail:botasmixweb@hotmail.com 

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