Mercerreyas

Bujará, catarsis que me ronda

Lunes, 18 de marzo de 2019
Bujara,Uzbequistan

Bujará, catarsis que me ronda

En serio que venía predispuesto a que Bujará me entrara por los ojos ya que, al unísono, todos los viajeros largan mucho y bueno de esta ciudad. Será que, sacrílegos, hace un tiempo largo que olvidaron leer en los ojos de la gente local, la única por necesaria literatura del viajero; o será que actualmente no dejan a su sangre regresar a ella porque saben que los mercaderes han terminado por joder el estaribel a conciencia, manchando con sus productos de a cien las madrasas que antes fueron cubículos del saber. Hasta a mí me pasa. Dudar y renegar de ese temblor que no puede cuadrar cuánto quedará intacto en el hogar feliz de antaño, especialmente en este continente de gente que transita como devora decenas de miles de kilómetros (y artesanías adjuntas) en un suspiro. Que prohíban la entrada a turistas más allá del pórtico en la madraza Mir-i Arab, puridad al poder, es una bofetada sonora de dignidad que solo por ello hace que su claustro enamore más en Bujará que cualquier otro saco de ladrillos engominados con telas, alfombras, navajas o pinturas. 


Salió un día tan espléndido que, en el punto del mediodía, convidaba a pasear por el casco histórico de esta santa ciudad, quizás la más reverenciada en Asia Central a lo largo de los siglos. Bullían las calles de turistas y pronto arrancaron las decepciones al observar cómo, en cada madraza, lucía una tienda. “Coño, al menos en Khiva montaban museos. De dudosa categoría, sí, pero al menos museos”. Una a una, todas las madrasas y mezquitas que voy recorriendo por su cintura, mientras parecen flotar etéreas en la órbita del fabuloso minarete Kalon, han sucumbido al influjo mercantil. Basta un vistazo a Bujará para enamorarse de Irán o más allá, se llame como se llame. Con absoluta rotundidad lo digo. Si allí todavía se distingue una mezquita de una madraza, y ésta de un bazar, aquí es un totum revolutum en una ruleta rusa donde siempre se dispara a la cultura pero el tambor vacío se reserva a los mercaderes de mercancías turísticas. E incluso sorprende más porque los mismos que entierran en tópicos ridículos a Khiva (ciudad-museo artificial, la escupen) no dudan en alabar este decorado sinsorgo en el que, apesadumbrado y tras un vistazo en derredor, ya sé cuánto me va a costar encontrar nuevo respiro a mi alma. 


Anhelo un punto de familiaridad tras avenidas ridículamente amplias, en el vértice primigenio de esta realidad de postal forzada que, si rascas, siempre es fútil fachada. Pero escribo un rato, refugiado entre cuatro paredes de motel barato, antes de que la miserable noche quiera obligarme a mandar un mensaje de infortunio y venganza. Nunca me parió. Volaré más y más, suspiraré por su pelo escarlata de aleña, y en el fondo del abismo no quedará mi marchito rabo enamorado entre mondas de mandarina, kiwis y botellas de vodka acongojadas. Hay una noche cuajada de estrellas ahí fuera, me prometo desde la habitación del hotel, cuando arranca la medianoche bruja. Pero dudo una décima porque ningún corazón merece sumisión, menos redención… y muchísimo menos imposición si la herida no cicatrizada aún supura. Entonces me acuesto derrotado, estéril, incapaz de soñar otro pelo sedoso. 


Vomito toda mi desdicha de alborada turbia horas después, cuando la cama me ha devuelto la mínima razón. La cal del agua de mi hostal tenía salitrado el desagüe del lavabo al lavarme la cara esa mañana, y hasta lo áspero de la loza parecía hormigón compactado al pasar mi palma por ella. 


Huyo en un taxi para hallar ahí fuera un mausoleo coqueto, un palacio a horcajadas entre lo ruso o lo local y una necrópolis de tumbas apiladas junto a dos mezquitas sublimes de nombre imposible. Ajenos a la influencia del turismo, son espectros de una realidad a la que sucumbió la cercana urbe. Reina el silencio y la misma arquitectura busca, en vano, un requiebro que inspire la emoción. Bujará, poco más que alpiste para turistas. Y otra vez me convenzo de ello al volver a la ciudad, unas horas de soledad después, cuando el taxi me abandona en el mausoleo de Ismail Samani. Allí se quedó un taxista afable pero enamorado de la velocidad que, cada vez que cruzábamos un cementerio o mezquita, soltaba las manos del volante, las unía como un libro abierto y se restregaba las palmas por la cara al tiempo que cerraba los ojos, de esa manera suave en que esta gente rinde plegarias. Su hábito cadente era mi angustia. Suerte que no eran carreteras muy reviradas o concurridas. 


Dudo porque son seis kilómetros hasta mi hotel, pero prefiero caminarlos atravesando mercados vitales y cadavéricas avenidas. Darle una última oportunidad a la ciudad pese a que no lo merezca. Tuerzo el gesto cuando recuerdo que hay brochetas de cordero para comer. Son de ayer, pero me dio tanto coraje que me metieran un golazo cobrándome el doble que no dudé en llevarme las sobras en un táper de poliestireno. Y no podía protestar porque la cagué yo solito al confiarme y no preguntar el precio de antemano, costumbre aprendida tiempo ha. Por desidia se me olvidó la astucia en la maleta y lo he de pagar con carne de víspera. Irán quedaba muy lejos y Bujará es otra jaula de dólares andantes. También me la habían liado antes con un kilo de mandarinas y una cerveza, pero esto ya fue la guinda. 
Paso a paso vuelve a desnudarse la noche en esta tierra de cielo paranoico por enrejado tras una única nube infinita, granítica. Cualquiera adivina por dónde queda el astro sin mirar la brújula. Se va la luz a lo soviético, sin el más mínimo ápice de poesía, lo más burócrata y hermética que sea imaginable: como un plomo que se hunde en el mar, instantáneo. 


Paso a paso vuelvo a rumiar que consumí mi fe a su lado. Siempre me dejé hundir hasta creer que la luna brillaría más a su lado, y ni su más abundante regla quedaría por besar aunque me rondaran sirenas policiales. 


Paso a paso ha salido otra tarde horrorosa acompañada por la artificialidad de una ciudad de tuétano podrido. ¿Acaso este día irá a peor? Me dejo llevar como un barco fantasma de velas raídas, ajeno a un mañana que ni cien hermosas madrasas podrían endulzar, y en la plaza más anónima de Bujará, derrotado por honesto, fugaz, solo resta llorar por las cuentas ausentes, devolver el cuentavueltas a seis años atrás. 


Paso a paso recorto la distancia a mi rabia más irracional, lágrima tras lágrima de un llanto que vigila la inutilidad de deber o poder marcar su número. Y derruirme febril, abandonado y huérfano, cuando ni asoma un mínimo atisbo de comprender lo sucedido. Ella volverá a sumar otro cadáver con la misma suficiencia con la que yo sumaré otro millón de kilómetros de decepción. Mira que mis cojones se lo pusieron a huevo pudriendo la fina mecha que nos alimentaba. “Ay, ay, que se me sale”… Hasta la última noche confió para que yo me enrocara a solas en el penúltimo psicótico llanto desquiciado. ¿Reventar? ¿Olvidar? Marginados en un suspiro, mis huevos mundanos arreciaron su bandera podrida al vértigo. En su punto obsesivo, ambos aprendimos que asumirlo arranca la despedida por más que ahora se la metía hasta profanar sus entrañas más profundas. Y el alma se deshace, ni perdida por borracha errará, porque nunca tuvo dudas de a quién. Incluso hoy reniego, duda insolente, que su corazón en jirones enarbola la polla más dura. 


Paso a paso ya he llegado a ser presa de la fatiga emocional, y Bujará, triste convidada, es una furcia que ha vigilado mis pasos quebrados al hostal, cinco kilómetros de penitencia, y promete un nuevo resurgir, el enésimo, en Samarcanda. Con cariño, con mimo, envuelto en caricias de ese terciopelo rasgado al que únicamente pueden aspirar las sábanas de un vulgar hotel de bisutería. Con sábanas bordadas de angelitos y tulipas de lámparas de mesilla rematadas en puntilla marrón, como braguitas de encaje, tan fatigado estaba la primera noche al acostarme que no comprendí su naturaleza hasta los primeros gemidos a deshoras. Lo peor es que, además de robarme el sueño, me jodían por duplicado porque nunca eran míos. “No la vas a olvidar o perdonar, ¿verdad?”, la pecaminosa vida se escarcha con la duda en el preciso instante en que la sordidez de los pisos superiores rebota, otra madrugada más, entre mis paredes. “¿Cómo hostias sería capaz?”, furioso, encendido, respondo iracundo tras horas en este purgatorio que suplica su punto final. “Ay, ay, que se me sale”… ¿Qué es lo que no entendéis ni tú ni ella?

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias