Mercerreyas

Primavera en Samarcanda

Miércoles, 20 de marzo de 2019

Primavera en Samarcanda

Supongo que, detrás de las explicaciones mudas y parapetadas tras amenaza (veinte años no son nada, colega), solo bosquejar el momento en que Samarcanda llegara al galope, tras un tren de alta velocidad que se merendaría los kilómetros desde Bujará, me soportaba en pie. Las espinas de mi hotel húmedo quedaron como gemidos desesperados y, sin ser todavía consciente, la inmediatez del Navruz, el año nuevo de los persas que también se celebra en Uzbekistán, me obligaría a un esfuerzo económico que borrara lo impúdico para dejar paso a un hotel de pitiminí en la gran ciudad-herencia de Tamerlán. Incluso sería advertido de descalzarme previo paso a entrar en la habitación, forrada de alfombras de lujo. Suerte que no había nadie cerca porque caería tan redondo del hedor emanado de mis zapatos exhaustos que Iñaki se descojonaría con sorna de aquella ocasión en el autobús-litera desde Guilin a Shenzhen, cuando desprendían un olor tan fétido sus calcetines que un pobre chino no dejaba de pedirle que los tapara con la manta. ¿Y qué me dices ahora de cómo te cantan a ti los quesos, majete? Una habitación de oro, molduras de escayola pulida y un escritorio taraceado por el que trepar para ubicar un ordenador portátil en el que, temeroso, perseverar en mi torpe teclear que siempre arranca tras la interrogación desolada: ¿por qué lo hizo?, ¿cómo fue capaz? 


Ni mil muecas, tres semanas después, habían encontrado una razón imposible, así que me decidí a confiar el abandono a una plaza del Registán que, después de Bujará y su mentira travestida, tampoco creía que acabara de engatusarme. A su olor y sabor todavía los lanzo con denuedo al mar de la desesperación solo para ser consciente de que los encontraré en la vuelta a mi casa con un acuse de recibo sin matasellar: desconocida, volverá a garabatear otro cartero. Tres años, no; veinte años después, éste es el dogal que con tanto ímpetu me colocó a un palmo, con la vista fija abajo o arriba pero nunca su cara reflejada en mi mirada. 


En la línea temblorosa del funámbulo en que me reencarné esa última mañana en Bujará, tuve que engañarme con la ilusión de descubrir un tramo más para acabar, al otro extremo, en un asiento de tren que no rechinaba y una vieja que jamás me volverá asegurar que ella ya advirtió, al punto de desgañitarse, con quién me jugaba los cuartos, y que las polvos arrasados en el sudeste asiático no lo fueron por profundidad sino por necesaria inmediatez. ¡Qué puto necio! 


Iba a pasar en un tirón la breve escala de dos horas que separa Bujará de Samarcanda. Y lo hizo por monotonía al extremo. Se da que cuanto más moderno es un tren, más huidizos se muestran sus pasajeros. Se da que, en Uzbekistán como en cualquier otro punto del planeta, esas mismas personas que ayer compartían carne cocida y charla amistosa, hoy se enroscan sobre sus móviles de última generación y tres cojones les importa si en lontananza se cruza la Torre Eiffel o el pasajero de al lado muere de un infarto repentino. La modernidad, aquí y allá, nos desnaturaliza como humanos sin que dé la sensación de poder o querer esquivarlo.

 
Fuera, de mientras, seguía siendo perturbadora la monocromía parda y estéril del paisaje, su planicie muerta de vida hasta que llegaron las torres vomitando humo industrial en Navoi. Lo más próximo a socializar en este cúmulo de aburrimiento sucedió cuando compartí cigarrillos con los revisores. Ésta era la única manera de que olvidaran la prohibición y me permitieran fumar en el hueco que se creaba entre vagón y vagón. Ya me comí una multa en Chequia y pasaba de averiguar a cuánto asciende aquí el importe, además el tabaco compartido sabe mejor. Y tan breve fue la anodina cháchara que uno de ellos me advirtió, con la chustarra aún entre sus dedos, de recoger el equipaje porque Samarcanda se divisaba al fondo.

 
Pero, ya acomodado entre fastos, los aullidos de la noche más gélida me llevan a decidir mandar al garete a la manilla cromada de la puerta de habitación, capricho que nunca jamás valoraré, y me presento donde el botones, al filo de la medianoche, inquiriendo por una discoteca donde teclear mi desdicha, pasión largamente incomprendida. Traga saliva con disimulo, mira al techo… Ojeo el puto traductor de Google. Discoteca se traduce al uzbeco en un palabro similar a “disquoteque”. ¿No está claro?… Vuelve a tragar. “Sí hay discotecas”, se gira tímidamente para comprobar cómo las manillas del reloj superan las doce, “pero cierran a las once”. ¿Einss? “Éste es un país islámico, señor”, suelta como avergonzado. Rápido, a medias entre la súbitamente culpable nocturnidad y el “señor”, comprendo que solo a un enamorado crucificado tan gafe como yo se le ocurriría pretender recurrir al despecho del alcohol nocturno en un viaje que sume a países del pelo de Irán y Uzbekistán. De regreso, vuelvo a presionar la mierda de manilla cromada y saludo, tras una aventura fugaz de un minuto, a esos fantasmas de la decepción que aún pululan, descojonados de risa, por mi habitación. Quizás la mañana de Samarcanda, con el sol primerizo rebañando la mayólica de sus monumentos, no sea tan cruel y me convide a perseverar. 


Y a buena fe que lo hace. No doy crédito a lo que veo entre legañas tan agarradas a las pestañas, recordatorio obvio de que su conciencia solo se desata (y me implora) a deshoras. Presa de ella, ha vuelto a despertarme no sé cuántas veces otra noche más. Me cuadro a los saludos reverenciales por parte de uzbecos a la momia de Tamerlán, sita en un fastuoso mausoleo, y paseo un kilómetro, al suave calor tembloroso de la primavera incipiente, alcanzando al fin una plaza de caerse redondo por su belleza. Es el Registán. Suspiro enternecido porque basta un vistazo en derredor para comprender que no importa qué escriba ya que sonará tan ampuloso que ni Dios se lo creerá. Pero es cierto: el Registán de Samarcanda es la plaza más hermosa del mundo. Y no necesita amplitud ni adornos suplementarios porque los brocados que se desparraman de sus fachadas, fantasías fundidas entre mayólica y loza, se cuelan como zarcillos de parra por entre tus neuronas para obligarte a jurar que nada puede asemejarse a eso. Sigue todo podrido de mercaderes que han ocupado cada mínima celda de las madrasas pero, qué demonios, ¿a quién le importa bajo semejante decorado? 


Además Samarcanda bulle de felicidad. Mañana es el Novruz, el año nuevo persa, y los jardines están engalanándose para recibir a la primavera, al nuevo año de la naturaleza. Por si esto no convenciera, es la ciudad más vivible del Medio Oriente y Asia Central que abarco. Su núcleo está forrado de parterres y bosques que no, no bastan para camuflar esa horrorosa arquitectura soviética de bloques rectilíneos de hormigón en los que asoman ventanas diminutas y simétricas, como únicamente se imaginan en la fachada de una cárcel de máxima seguridad; pero da igual porque es tal su verdor y la felicidad de los uzbecos, entretenidos en montar decorados y pintar los tiernos brotes de las ramas de los árboles con cintas de colores, que, de súbito, ese carácter plano y mimético que les caracteriza tanto como deprime ha estallado en mil carcajadas bruñidas de lacitos fosforescentes. 


Tumbado en un prado, mientras las briznas de hierba juguetean con mi pelo, mordisqueo una manzana, desuello su corazón. Junto a unas horrorosas cigüeñas de trapo que hacen las delicias de los niños, el opacado sol de Samarcanda socarra la barba irregular de mi rostro polvoriento, destella los pétalos de flores de almendro que tienen por costumbre despuntar las primeras, y se empeña en guiarme junto a la confianza de que restan otros mil lugares como éste. Otros mil lugares donde retozar despreocupado, arrastrando al olvido su ignominia, antes de abandonarme por enésima vez a lo largo de este planeta gigante que descubrí a tu lado, madre. Brota, de resultas, el suspiro agradecido por todo lo vivido desde lo más grandioso en el monte de Mecerreyes hasta aquella anécdota insignificante bebiendo lassi en un puesto callejero de Amritsar. Entre medias, ¿qué te voy a contar?

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias