Mercerreyas

Ferganá o Asia sin ambages

Domingo 24 de Marzo de 2019

Ferganá o Asia sin ambages

O esa fina capa de linimento que nos recubre a los viajeros impulsivos y nos impide discernir lo canalla de lo razonable, pero nunca nos abandona en el mar de las dudas… Ferganá, estación final. En poco más de tres semanas arranca el sudeste de Asia. ¿Cancelarlo y cerrar el blog? ¡Por mis cojones! A olvidar se empieza a aprender gritando en el desierto y no clavando puñales de rabia que son barros (y polvos) de estos lodos. Escuchar el alarido es opcional o producto de la culpable conciencia, lo otro, ciento treinta y un días después, es una imposición de venganza, humillación y dolor para la que no hay alternativa…

Se puede afirmar con rotundidad palmaria que los viejos rostros uzbecos de ayer ya no son los nuevos de hoy en este valle encantado de Ferganá, rebosante de tipos mucho menos mongólicos-túrquicos que híbridos. O viceversa, que uno tampoco es antropólogo pero sí triste viajero autómata de un tiempo a esta parte. La diferencia salta a la vista no solo en facciones, sino especialmente en ademanes o cultura pese a que el pasaporte no haya sumado otro político sello fronterizo. La razón de este cambio radical, entiendo, debe estribar tanto en la propia geografía como en la naturaleza del lugar. La primera porque es un vértice donde se unen uzbecos, tayikos y kirguices; la segunda porque es una zona tan fértil que, desde tiempo inmemorial, ha atraído a todas esas etnias que no se engloban en las tres anteriores. El resultado, queda claro nada más bajar de la escalerilla del avión y poner un pie en la calle olvidando el diminuto aeropuerto, es que jamás, durante quince años viajando intensivamente por Asia, me hallé en un lugar, socialmente hablando, que se ajustara con tanta fidelidad por heterogeneidad a la naturaleza de este continente. 


En el entretanto, con el tiempo disponible antes de enfilar a Madrid mordiendo mi trasero, visité Kokand a toda mecha. Está a medio restaurar pero impone sobriedad en su mezquita central y vasta explosión de colores en el Palacio del Khan. A última hora, sin embargo, sufrí como el asmático recalcitrante que parezco ser, tosiendo bendecido por el polvo en suspensión, niebla en ocasiones, de una ciudad llamada Marguilón. Por todo el camino de ida y vuelta entre ambas, noventa kilómetros, se desparramaba un vergel en flor: copos de algodón que punteaban ramas anoréxicas bailando del rosa del cerezo al blanco del almendro. Hasta ahora los ríos de Uzbekistán eran sedimentos de piedras o hilillos agonizantes, pero en Ferganá los canales artificiales corren impresos del color a alimento y vida que siempre aporta el limo disuelto, convirtiendo en chocolate turbio a la masa madre. Un delta del Mekong, amanecido bajo la firme amenaza de estar rodeado de desiertos, que sobrevive orgulloso gracias a la fusión de los ríos Naryn y Kara solo unos kilómetros al norte de aquí, en Namangan. Su suma, a la vista queda, es un torrente de savia llamado Syr Daria que, por su capacidad de engendrar alimento y vida asociada a él, nutre incluso más que el Amu Daria a esta zona central de la Ruta de la Seda. He de preguntar al taxista, en un momento dado, porque no doy crédito a lo que corre al otro lado de la ventanilla. ¿Son viñedos? Carcajada sonora y respuesta al idiota iletrado en que me he convertido. Vinegard o algo similar, me escupe desde la confirmación. “¡Aquí se da de todo y en abundancia!”, parece querer exclamar, risueño, aunque no le entienda ni jota.

 
Al mediodía de hoy he asomado por Kumtepa. Podría sonar a discoteca de moda, versión dos punto cero, tras Pachá o Ku, pero lo cierto es que, en el Uzbekistán de trigo y cordero, a oídos de un occidental, no pasa de ser un mercado rural donde pervive un mínimo de Asia artesanal. Garantizo que, si me pillara hace diez años, aún me causaría admiración, pero el planeta se reduce y los aviones se multiplican tanto que, estas sensaciones mías de indiferencia, mañana mismo serán exclamaciones de decepción por jóvenes veinteañeros que llegaron ayer de Groenlandia y mañana vuelan a Sydney o Buenos Aires, decide tú. El caso es que pululan conmigo otros cuatro puretas, canosos turistas italianos, que todavía creen en la raza humana, no en su Facebook o Instagram, y devoran con gusto toda esta panorámica de realidad y bullicio. Y, con honestidad, les envidio lo que ayer les maldije en la farsa para guiris que es la fábrica de seda de Margilón. Hoy van a su bola, pero ayer su guía, un tipo con rostro tan huraño que baboseaba cuando traducía precios del uzbeco, les colocó tres golazos para enmarcar que ni Arconada. Pagaron seda a precio de azafrán, y hoy disfrutan conmigo del mercado mientras el pastor ya habrá suavizado la tensión facial entre tragos de ron uzbeco con miel. Ah, que ésa no la he contado…

 
Ayer, tras dejar a los transalpinos con la seda y dado que vencía mi hora bruja, pregunté una docena de veces por una tienda de tragos. En realidad pregunté un montón más, y caminé incluso hasta la fatiga porque Margilon, ya que da lo que tiene, a veces crispa por sus faltas aunque permanentemente enamore por su espíritu rural. Parecía que el tipo del mostrador estaba poco interesado en saber mi origen y un mucho en tratarme tal si fuera habitante local, aunque ni balbucee una palabra de uzbeco. “Parecías ruso”, confesará tras cobrarme. Yo quiero un vodka rico, coño, que vengo de muy lejos y he pasado por las penurias abstemias de Irán. Eufórico, trataba de hacerle entrar en razón. No lo entiende, de hecho nadie lo intenta porque da igual frutería, lavandería, taxi, o lo que demonios sea en este país que todos van a clavarte. Pero con éste, por instantes pasajeros, tengo que engañarme con la certeza de que es la excepción que confirma la regla. O eso o me está chuleando porque, sin venir a cuento, me ofrece, por céntimos de euro, un cuarto de litro de vodka a la miel. “Estás loco. Tiene cojones que, para uno que me confunde con un congénere, desee envenenarme. No pretendo morir tan joven aunque sea demasiado viejo para que me metas un chicharro con esta basura que debe ser metanol puro”. Amablemente decliné el aguarrás. “No, saca material rico”, conseguí hacerme entender al cabo de un par de minutos para disfrutar hoy del mercado sin resacas o principios de ceguera.

 
Con Kumtepa, volviendo al lío, sucede como con Iguazú e Irán. Si has visto las cascadas que se precipitan entre Argentina y Brasil, ya ningún salto de agua te parecerá excitante. Y con los bazares sucede lo mismo porque, si has visto los de Irán, cualquiera te parecerá un mero sucedáneo. Si encima le sumas que los productos chinos lo invaden todo y cada vez la artesanía se reduce más por sus costes, pues te queda un bazar en Kumtepa donde has de hurgar mucho para hallar algo que estimule a las emociones. Lo puedes hacer en la sección de tejidos ikat, que causan furor y es genuino cien por cien, pero mucho más vibrante es clavar allí la mirada en esos rostros que citaba en el origen porque, sentado frente a ellos, agradecido, he de reconocer que, especialmente en este viaje, me han dado la vida una vez más.

 
Entre el frenesí y el magnetismo vital que supuran estas gentes se aprende a golpes la insignificancia propia y lo afortunado que se es. Lo doloroso no es cerrar los ojos y tragar; lo verdaderamente trágico se reencarna cuando la persona que más amas sobre la faz de la tierra no es capaz de creerte y confiar mínimamente en ti. A fuego lo llevo grabado en mis vísceras: puede que haya visto mucho en este viaje, puede que entre los desiertos de Irán o Uzbekistán se oculten mezquitas esplendorosas, ciudades de cuento o madrasas del ayer; pero la verdadera lección está en saber entender que este reputo planeta y su miseria desbordada nunca jamás va a ser piadoso con quienes, a cambio de una sonrisa y una lección vital, preferimos una humillación y un impuesto nunca jamás. Siempre lo será, eterno, y ahora sí que ya no es culpa de mi silencio. Muchos se arriman a curiosear qué escribo sin tener ni idea de qué significa, y lo único que lamento es no poder explicarles que a mí me sucede lo mismo desde que vengo a convivir con ellos, aunque no entienda la mayoría. Sin hablar, solo con miradas candentes y sonrisas francas, me aseguran que la naturaleza humana no está en el duelo sino en la curiosidad y la ilusión, se llame ésta como se llame. 


En esta reencarnación infinita que es la vida única (por un millón de veces se lo expuse a su incredulidad de reencarnación animal, vegetal o qué sé yo), creo que empiezo a discernir placeres sin dolor de polichinelas de Tara Verde que incineran a Balanzones de fuego fatuo. Y el único consuelo o parapeto, puedes creerlo, es la decisión personal que se muestra idéntica a dejar de sufrir leyendo estas líneas que un trastornado enamorado escribe ciento treinta noches después. 


Hace horas cerró el mercado, compré un frutero (me enamoré a primera vista) en Rishton con el sol que se vencía y hasta me ha vuelto a dar tiempo de sumariar textos a boli. Escribir sobre tonterías históricas, ríos que consumen almas y la realidad que maravilla mis ojos. Carraspeo, trago de agua y nueva obligación de levantar otra vez los párpados. Así llevo haciendo ni recuerdo cuánto. ¿No lo entiendes? (Amago de voltear el interruptor, penumbra, para regresar al teclado en una décima pese a lo mullido del colchón) Es solo que, triste consuelo, ahora nadie podrá desearme en cuerpo presente, funeral a la vieja usanza, siempre y cuando no vuelva a resumirme igual que aquella vez con una masajista que me chupó la polla divinamente en Chiang Mai. Las circunstancias, igual si me llamara Pedro de “Causas y azares”, me andan cercando… Y yo continúo sin saber cuándo me aguarda la vida o la muerte (a menos que desee creer a un quiromante) pero sí que nunca pude follar por follar, mucho menos por fusilar a mi propio corazón. Arreciado, veintiocho días de rabia tecleada con saña después, no debería ser el único consciente de ello. Penumbra al fin. Mil rostros centroasiáticos, desde la capital iraní hasta un mercado remoto en el este uzbeco, se iluminan deseando paz. Sostenidos en el formol de mi memoria, remendando con gruesas puntadas un corazón deshilachado.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias