Mercerreyas

Abocados a la desdicha

Martes 28 de Mayo de 2019

Abocados a la desdicha

Me recuerdo llegando soñoliento a Amán, sintiendo aquello un poco desmedido y voraz. Uno se presenta confundido, siempre lo hace en metrópolis nueva. Ítem más, sucede que aquí, tras el pueblito de Wadi Musa, todo lucía rasgos ambivalentes. A ratos europeos, con sus licorerías y rascacielos donde destacan anuncios de empresas multinacionales, y a ratos propios del Medio Oriente, con las vestimentas femeninas que apenas sí descubren ángulos junto a mezquitas multiplicadas por doquier. De veras que no acierto a identificar dónde me alojé en la capital jordana, pero sé que pegaba a una pastelería muy famosa llamada Al Suffara. De primeras sospeché que lo era porque no paraban de llegar coches a su puerta, un caos de tráfico. Luego lo confirmaría en Burgos, cuando probé un delicioso baklava que compré allí mismo. 


El caso es que acabo de adquirir un par de plátanos, mi merienda, que pelo y engullo sentado en una acera frente a Al Suffara. En Jordania, secarral mayúsculo, la fruta se reduce a uvas, naranjas o sandías por mucho que busques. Nada que ver con el pletórico mercado que se encuentra en regiones ecuatoriales, húmedas y cálidas. De la nada surge un niño que procura ayudar a aparcar los coches. Está solo, abandonado, tendrá once o doce añitos. Es mudo, sonidos guturales escapan de su boca. Las zapatillas están reventadas, por una sobresalen sus dedos desnudos y a la otra no le falta mucho para acabar igual. El pelo desaliñado, camisa rasgada y pantalón con tanta mierda como el rabo de una vaca. Es la foto de la memoria, la que no admite blogs, la que asoma incluso hoy en un pueblo encantador de la costa central vietnamita llamado Hoi An. Y yo lo observo compungido, parado, electrificado. Sus gestos desgarbados cabalgan sus chillidos monosílabos al tiempo que se deshace en indicaciones para los vehículos que salen o entran del reducido parking de cinco plazas frente al escaparate.

Aquí, aparca aquí. Despacio. Para. Dale, dale. Supongo que eso quiere decir. Su tesón y ayuda, sin embargo, únicamente provocan la indiferencia de los conductores que ni un dinar le largan. Ni los que entran ni los que salen. Mas él no ceja en su empeño, abocado a la desdicha absoluta. De padres anónimos, sin futuro ni hogar. Ni una sola vez esbozó una sonrisa durante el largo rato en que la pena me consumía observándole, centrado en su inútil afán. Esa noche, tampoco lo olvidaré, su imagen me desveló varias veces. ¿Y qué hago ahora conmigo, de dónde me agarro?, resumo en la oscuridad de la misma manera que centenas de veces en años pretéritos, cuando ni las lágrimas alcanzan el porvenir. Al día siguiente, lo presentía, ya no estaba, y en el hueco que dejó habitaba vergüenza infinita. Si algún día regreso, no es necesario que me lo prometa, esa misma miseria continuará allí, impertérrita al paso del tiempo, consustancial a la especie humana.

 
Se suceden las semanas y alcanzo Samarcanda, con un nombre tan hermoso que, difícilmente, podría engastar remordimiento alguno. Es monumental con sus cenotafios inmensos, madrasas centenarias y la plaza más hermosa del planeta: el Registán. Pero en las afueras, sin rebuscar mucho, los dardos de esta podrida humanidad vuelven a la carga con forma de una niña gitanita que carga con su hermano a reconcón. Uzbequistán, el corazón de Asia Central, disuelve el de cualquier viajero en otra panorámica perturbadora. El bebé dormita ajeno y ella, descalza, ofrece servilletas de papel a quien se le acerque. Le cuelgan los infantiles mocos que se mezclan con el polvo sobre su piel caoba. Como aquel crío de Amán, el futuro no lleva su nombre, ni parará ese tren en su estación. Se sienta a descansar en una acera y suspira abatida. El bebé a sus espaldas ni se menea. Cruzamos la mirada por un instante, me levanta un paquete de pañuelos y niego con la cabeza, desde el otro extremo de la calle. Entonces, con infinito cariño, se desanuda la tela del pecho, pasa a la criatura a su regazo y le empieza a acariciar. No tiene ni diez años y acumula un conocimiento de esta miserable existencia que yo ni podré aprender por centenas de miles de kilómetros que recorra. 


Hace menos de un mes, en este sudeste asiático que corre por mis venas, un niño se baña desnudo en un charco bajo una autopista elevada de Yangon. Y sonríe dichoso junto a su madre, indigente risueña que acaso le da gracias al cielo por haber descargado agua para que su vástago chapotee tan feliz que lo de mañana ni se pueda imaginar. El chaparrón filtrado de la carretera resbala por el pilar hasta estancarse en ese lugar, donde el alquitrán se ha hundido unos centímetros. Camino con mis hermanos y a todos por igual nos impacta la escena, matando la fe. Es desolador. En el restaurante, al cual nos dirigíamos, no hay mucho que comentar, quizás rumiar con saña la visión recién contemplada. Tocar suelo e interiorizar otra bala, otro fragmento de metralla que va íntimamente ligada con el hecho de viajar y la rabia que brota día tras día, sin importar el destino concreto en esta Asia machacada. De regreso, sin embargo, ya no queda nadie. Y al cabo de unas horas, la mañana siguiente, el charco se ha evaporado bajo el calor tropical. El crío, quién sabe, suspirará por el próximo aguacero que le permita jugar. Su madre, no obstante, sigue sin saber de dónde sacar alimento para sobrevivir a el nuevo alba que despunta, despreocupada de cuántas ratas les acecharán mientras llega el crepúsculo. Hasta que Buda, el que selló, sella y sellará su karma, lo decida.

 
Tras miles de fotos o palabras, de vómito y castigo, resulta que este egoísta absurdo es incinerado en su propia pira por tres escenas imborrables de los últimos meses, cargadas en la memoria absoluta que es un corazón tan puro que ni loco de atar me permitiría velarme en sentimientos fugaces. Llevo por encima de quince años acumulando rostros condenados. Uno tras otro, sin lugar al consuelo. Y, cuando nadie entiende mi tarareo trastornado, en momentos como éste, me convenzo de que no debo culpar a la noche de robarnos la luz si, a cambio, me regala las estrellas.

Ningún viajero se transfigura ni aburre de viajar tarde o temprano, como se dice tan a menudo, sino que llega un punto en que el alma se plantea si será capaz de sumar otra una nueva estrella estrellada a su vaso desbordado. Se pueden olvidar templos, playas y hasta ciertas personas,… estas escenas, el dolor insoportable que traen aparejado, por el contrario, son inasequibles a perecer. Y, al fondo del todo, yo venía a hablar de esto. Porque soy feliz con mi destino aunque en Rentería perdí un alma piadosa en verdad. La amé en la humedad y en la sequedad del pasaporte deshilachado.

Ella lucha al tiempo que sueña porque otro crío desamparado, como los citados, tenga un trabajo, un amor y una familia mientras el llanto de debilidad a este lado de la orilla trata de convivir con lo de Jordania, Myanmar y Vietnam. Ella lleva la verdad de su sacrificio y yo la farsa de mis palabras. Tuve la enorme fortuna de amarla y jurarla que ella sí es un verdadero ejemplo de pundonor y humanidad al que muchos no alcanzaremos ni en eones. Tan crudo en mi admiración que, con todo, la amaré hasta que muera. El precio a pagar, castigo reluctante pese al tiempo transcurrido: hacer amores eternos del filo de la lástima que, a ojos de tantos, me identifica. Quince años de pálpitos que atacan a deshoras con su aguijón incandescente, y no hay volutas de humo de cigarrillo ni tragos de barato alcohol asiático que puedan borrar.

Quince años sumido en la espiral acorralada por un torbellino de tragedia que se calca como un hueso al tuétano. Quince años y, sin necesidad de ir más allá de enero de este mismo año, resulta que ya no tengo a nadie a quien susurrar cuánto la echo de menos ante tamaña angustia. Aplacada la desazón, cuando no quedan muchas ganas de seguir porque la fatiga y el calor incesante golpean con furia hasta hacer gemir en calles chamuscadas, les recuerdo en su infancia indigna, su mensaje y lo afortunado que soy habiendo compartido su angustia, royendo mi espíritu.

Hecho un ovillo bajo el Buda de cualquier templo en Hoi An, les prometo que no me permitiré olvidar su lección en mi herida sangrante e imploro en llanto desacompasado al iluminado para que, ojalá, encuentren una madre como esa de Rentería que, creyendo en mis bolsillos vacíos, me permitió ser parte de su noche estrellada, sus días y hasta compartir ilusiones con su flor más preciada.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias