Mercerreyas

Hué, a doce años de distancia

Miercoles 29 de Mayo de 2019

En Hue

Hué, a doce años de distancia

“Pasa y siéntate donde quieras. Vas tú solo en el tour”, ha dicho el chico mientras me invitaba a subir en el bus negro que esperaba a cincuenta metros de mi pensión en Hoi An. Nunca me había pasado, pero hoy ha sido la primera vez (última con toda probabilidad) en que he disfrutado de un tour organizado para mí solo. De veras que me ha provocado un mucho de vergüenza tanto derroche con autobús inmenso y guía particular cuando yo soy poco dado a lujos. Anoche pagué diez pavos por esta historia con final en Hué. Los solté desganado, imaginando otro coñazo repleto de tiendas y mochileros que podrían ser mis hijos. Pero me apetecía ver las Montañas de Mármol con sus templitos y sus cuevas calizas. Esta mañana, sin embargo, la sorpresa ha sido mayúscula. Allí subido, consumiendo kilómetros mientras me repantingaba en dos asientos, parecía el Marqués de Chorrapelada, que diría mi madre con sorna.

 
Luego las montañas no son para tanto. Hay un par de cuevas que impresionan, sí, pero sigo prefiriendo los templos-cueva tailandeses, tan excesivamente angostos que la luz filtrada da más juego en su catarsis con el iluminado. También se para en Hai Van, el paso de montaña (prescindible) cuya cumbre separa tierras de Hué y Danang, junto a una coqueta playa y en un puente precioso que recuerda levemente al japonés de Hoi An pero mucho más a los puentes de la gente Miao en China. Solo por ello, por su recuerdo, ya ha merecido la pena. 


Y Hué, al fondo, da la bienvenida con otra insolente bofetada de humedad. No importa que estés parado en la sombra o en una puerta donde se aviva la brisa, chorreas de sudor te pongas donde te pongas. Busco y encuentro un cajero sin comisión, trato de ahorrar un pico localizando un chollo de hotel para mañana y pasado (esfuerzo baldío: es más económico reservar por Internet), como unos tallarines fritos con pollo… Y cuando las nubes se cierran preparando la tormenta, entonces la puta realidad me dispara a bocajarro, saca la factura y me desglosa: hache por el desgaste que me derrumba tras el texto de víspera, pe de cuarenta y dos días de tralla y zeta mayúscula de una depresión que me iba consumiendo a dentelladas antes y durante. “¿Y cuándo cejará?”, farfullo mientras observo la mochila guileta.

Casi cinco años en que, hostia tras hostia, por poco no me resigno al destino. He perdido padre, madre y la única mujer de mi vida, incluso por encima de la que me parió pese a que ella nunca lo quiera (o pueda) ver. Su lección, si miro bien las grietas, los edemas bajo los ojos y el rostro cadavérico frente al espejo que me denuncia, es que, al menos, mis hermanos lo pasaron bien. Ellos mi sangre, quienes han reído y llorado conmigo, quienes me han sostenido cuando el abismo se hacía tangible, quienes agarraron con más fuerza de la que me quedaba la maroma que sujetaba los ataúdes de su padre y madre. Vinieron y regresaron con salud, y nunca dudaron en su fe como tampoco lo hizo jamás nuestra madre cuando le bastaba mirarme una décima a los ojos para compartir mi sueño. ¿Sabes a dónde vamos ahora? “Mientras lo sepas tú”, respondía con la mochila Adidas al hombro y una sonrisa que no le cabía.

Eso ha sido lo más importante, lo único aunque ahora descuente los minutos antes de volver a mi única casa, disfrutando de un Vietnam que me apasiona cada vez más mientras se curva en el rabillo del ojo, al otro lado de cada gota de sudor caldeado. No sé mañana qué, y mucho menos pasado, pero no olvido ni por un instante quién me amó y a qué mujer amé hasta la extenuación… y lo terriblemente afortunado que me siento por haber compartido con ambas un trago largo de este camino empedrado.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias