Domingo 5 de Mayo de 2019
Buda rojo, Buda blanco, Buda dorado
Se desprende del rostro del iluminado
Flota, como etéreo, alrededor
Subyuga penas, enjuaga sudor
Se inyecta en tu savia, ya es dolor burlado
¿Qué es? Una madre y su recuerdo
Su tesón que ejemplifica, inmortal dardo
En la achicharrada tierra de Buda, a eso del mediodía de mayo, puedo asegurar que nada genera más placer físico y espiritual que abandonar la bicicleta ardiente bajo la sombra de un ficus antes de hundirme en las entrañas de la tierra, húmedas y frescas, junto a miles de figuras del iluminado. Es la gruta budista de Htet Eain Gu otro remarcable ejemplo de ello, justo después de subir y bajar una loma que obliga a echar el higadillo pedaleando. Dentro sestea, en el filo de sombra de una bombilla de luminosidad intermitente, un monje con aspecto atribulado que señala la caja de donación. “Donation for electricity”, dice en un escorzo al tiempo que señala por dónde se accede a la parte más angosta de la cueva. Allí, en lo más tenebroso, brillan más las centenas de figuritas de Buda, níveas o doradas, grandes o pequeñas, pulidas y hermosas o rugosas y deformes. Es un hálito existencial, una paz bruñida de silencio absoluto solo roto por el mudo eco de pisadas descalzas sobre piedra caliza, un negro que se funde y devora plata u oro. Entorno mágico, en un país pobre de solemnidad, que convida a admirar la tremenda devoción birmana que prima la fe budista y sus inalienables valores solidarios por encima de temporales caprichos terrenales. Parado, recostado en unos escalones, el velo azabache me atrapa y me confía cuánto de diversas tienen las expresiones religiosas en esta parte del planeta.
Lo pienso, de manera inevitable, porque la historia de una hora antes, en el monasterio Shwe Yaunghwe, fue diametralmente opuesta. Su fácil acceso (tres kilómetros llanos desde el centro de Nyaung Shwe) conlleva que a cuentagotas asomen por allí turistas de nuestro palo. Somos solo un destello de ropajes coloridos en un decorado donde predominan el púrpura de la teca y el bermellón de los ropajes que envuelven a más budas, a otros tantos novicios. Los segundos se muestran afables con el extranjero, deseosos de pegar la hebra un rato, mientras los otros asoman encorsetados en unas hornacinas las cuales, asemejando un queso gruyere, taladran todas las paredes que rodean a la estupa central. Hay metros cuadrados de motivos ornamentales adornados con cristales coloridos, trabajados del peculiar modo que solo los birmanos saben hacer, una imagen semejante a la de muchos templos en Chiang Mai, ahora Tailandia pero durante muchos siglos anexionado por los imperios de gente bamar.
Justo entonces, sin ruido, se vuelve a ir la luz. Me devora la penumbra en el interior de la cueva y hasta parece hacer más frío que antes. El monje continúa impertérrito, ojos entornados y mantra musitado. Él la luz la lleva dentro, sin duda. Otro, más terrenal, por suerte recuerda que lleva el móvil con su linterna, que le queda una poderosa cuesta por subir arrastrando la bicicleta y que, en el Día de la Madre, a oscuras por el corte eléctrico, nuestra vieja Myanmar no queda tan lejos, ¿verdad, madre?
Escrito por: David Botas Romero
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