Entre Bago y Yangón

Pues Bago ha sido la última escala de esta intensa ruta por lo más típico de Myanmar, la antigua Birmania. Mañana relax y cuatro compras antes de subir al aeropuerto para volar a última hora de la tarde con dirección a Kuala Lumpur, escala antes de enlazar con otro vuelo a Java central. 

Tampoco es que Bago sea la quinta esencia de la belleza, ni mucho menos porque es una ciudad polvorienta y desbalagada, pero sí agrupa un palacio (reconstruído) sorprendente, pagodas inmensas y budas reclinados que obligan a preguntarse si esta gente no tendrá una concepción de las medidas un poco desajustada. Lo digo porque allí todo es inmenso… incluida una serpiente pitón que acojona de veras y que cuidan en un monasterio bajo la creencia de que es un antiguo monje reencarnado. Con todo me ha dado por recordar a Ok Soi Ji, un crío avispado que hace seis años me enseñó todo aquello mientras me contaba aspectos de la miserable vida a que están condenados los habitantes de este maravilloso país por parte de la despiadada Junta Militar que gobierna.

Yangón, de regreso, sigue siendo un espectáculo y un claro recordatorio de lo extremo que viene asociado con el desarrollo descontrolado, siendo posible observar a un niño indigente bañándose en pelotas en un charco callejero (suerte que ha llovido) frente a un restaurante-bar de capricho con cócteles a seis pavos. A veces aterra, a veces enternece, Yangón, como decía ayer en una breve declaración de amor, sigue recordando al viajero que somos una especie condenada a la autodestrucción por nuestro egoísmo y falta de solidaridad. Por eso la aprecio tanto, porque recuerda poderosamente a India y a todos los pecados capitales que nos condenan como especie. Templos, pagodas, lagos de ensueño… y la mejor lección de todo el viaje en un sucio charco de capital desenfrenada. Ésta es la Asia que palpita conmigo.