Mercerreyas

Bundi o la bella y despiadada cotidianidad

Jueves 25 de Septiembre de 2019

Bundi o la bella y despiadada cotidianidad

Cuando se llega casi a la una de la madrugada, no suele importar el destino, lo más importante es extremar las precauciones de seguridad, caminar por calles iluminadas, resguardarse bajo un techo y descansar esperando a un nuevo sol. En India, sin embargo, no suelo cumplir a rajatabla esa máxima porque es tremendo de seguro, siempre repleto de gente amable aunque sea una masa humana indefinible de santones, mendigos o alcohólicos trasnochados que aquí cobra vida a partir de que las agujas del reloj se besan en lo alto. En especial durante la pasada noche, nada más llegar a un Bundi que animaba, con brisa cálida, ni rastro de pertinaz lluvia, a patear los dos kilómetros que me separaban de la pensión reservada. Y ello para descubrir, bajo la luz fría de las escasas farolas, un Rajastán tan monumental como el que se quedó pausado en Jaipur hace un lustro. 


A Bundi, una apacible localidad con aspecto de aldea, la puso bajo el radar el escritor Rudyard Kipling, el afamado premio nobel británico (aunque de origen indio puesto que nació en Mumbai). Sin embargo, pese a su figura solemne que revolotea el casco histórico, no fue hasta hace unos pocos años que esta localidad empezó a recibir turistas, primero a cuentagotas, después en un hilo continuo que, incluso en temporada baja, se hace visible por muchas esquinas. Y eso, para alguien proveniente del anónimo sur de Madhya Pradesh, es toda una novedad cuando las pieles ya no son caoba, ni pelo azabache, sino giradas al lacio. 
Se desea hacer creer que la mayor magia del estado rajastaní, patria chica del pueblo romaní, radica en su cacareada postal de fuertes y palacios rajputs, majestuosa desde Amber hasta Jaisalmer. En Bundi, puedes creerlo, se aprende rápido que no es así. Porque esta India de bolsillo, desparramada a los pies de un palacio laberíntico, protegida por unas murallas imponentes, es una flecha directa al corazón del viajero enamorado de este inabarcable subcontinente a pesar de las diez mil reencarnaciones que le desees dedicar. Todas las edificaciones, muchas de ellas teñidas de un celeste sagrado, suman un decorado que oscila de mansiones señoriales a pozos escalonados, baoris soberbios, salpicado a cada paso por humildes templos. Lo puedes imaginar, es un panorama encantador. Las calles continúan bacheadas al límite y la miseria se respira desde el mercado de frutas hasta el puesto de productos básicos más higiénico, pero todo palidece ante una riqueza monumental, decadente al extremo, que, inasequible al desaliento, se empeña en rememorar tiempos de esplendor. 


Un palacio enrevesado como ninguno, más obra de duendes que de humanos, descripción literal de Kipling, es la paradoja india del día. Apesta a guano jurándose decrépito, abandonado a su infortunio, pero escondiendo, en un par de rincones, unos murales increíbles. Krishna nunca lució tan hermoso, ni sus gopis tan adorables y enamoradizas entre paredes de ningún palacio. ¿Cuánta belleza cabe entre verde y azul? Sigue rumiando el cerebro ese desespero permanente que escupe India en buena parte de su patrimonio: “si solo procuraran proteger de la humedad”, “si solo procuraran proteger de la luz solar”, “si solo limpiaran un poco la maleza”, “si solo le dieran una capa de pintura”,… E, inevitable, el mayor bochorno cuando un currela del fuerte me abre la sala del Badal Mahal que estaba bajo candado. “¿Por qué lo tienes cerrado?”, le pregunto. “Porque los indios marcan las paredes. Las escriben. Con los extranjeros no hay problema”, responde resignado. “Si solo les enseñaran un poco más de educación y respeto a estas gentes”. Acaban de mandar una sonda a la luna y no son capaces de admirar su patrimonio sin estropearlo. India y su gran paradoja, capítulo trescientos mil doscientos veinticinco.

 
No obstante, vuelvo al hilo ya que Bundi, sin abandonar su diminuto resumen ajado de un estado de abolengo, sigue siendo India pura. En cualquier rincón, en cualquier instante. Tan hermosa, y tan cruel. Regreso de visitar el Sukh Mahal, un palacete de plano interés que gana puntos gracias a que Kipling habitó en él un par de noches, cuando me estremezco ante un langur herido. Esta desorientado, taquicárdico (chute incontrolable de adrenalina), supurando miedo en la cuneta frente a un par de indios que se ríen de él. No lo sé, pero apuesto a que acaba de ser atropellado. De su ano cae un reguero de sangre porque, a buen seguro, un coche o rickshaw le ha reventado los intestinos.

Tanteo la situación. Es una regla que no suelo romper: el viajero no está para imponer valores, está para contemplar y, si acaso, enfrentar en silencio lo vivido con su moral. De súbito, sin venir a cuento, uno de los indios le agarra de la cola, lo arrastra y lo tira sobre un montón de basura. El pobre animal trata de aferrarse al asfalto. Es en vano. Demasiado para mí. Sin pensarlo dos veces le monto una bronca al imbécil de turno por no dejar al langur tranquilo. Me empieza a hablar a gritos en hindi y me bastan dos frases para saber que estoy ante el tonto del pueblo. No falla, desde Alaska hasta Australia. Y, de muy mala hostia, recuerdo al vuelo que tiene cojones cómo la lapidaria frase de que “la grandeza de una nación y su progreso moral se define en cómo trata a sus animales” fuera pronunciada por un indio universal del calibre humanístico del Mahatma Gandhi. Me acerco al pobre bicho y acaricio su cabeza. “No te queda mucho, compañero. Buen viaje”. Unos críos me observan con los ojos como platos. Tienen dos ejemplos de actitud, y la mía pronto la van a olvidar.

Con un sistema de castas perpetuado, incapaces de valorar o respetar a sus semejantes por quiénes son en lugar de cuál es su familia, ¿de qué manera van a respetar la vida animal? Rememorando lo del palacio, cariacontecido ante el pobre macaco que agoniza, resucita con crudeza la macabra distopía: “¡Solo un poco de educación y respeto, joder!”. Trescientos mil doscientos veintiséis.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

Vendedoras de flores

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias

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