Mercerreyas

Mandu o tiempo etéreo

Martes 24 de Septiembre de 2019

Mandu o tiempo etéreo

En Mandu, a pesar del correr incombustible de las centurias, se ha producido una paradoja inquietante por admirable. Lo digo porque amén de marchitarse el decorado, lo que suele ser norma, aquí éste ha devenido en una maravilla de aspecto neogótico acentuada por el verde intenso del musgo. Dista apenas dos horas en coche desde Indore, pero, a nivel visual, es como si lo hiciera a años luz.

 
Llama la atención, una vez que las vistas dejan atrás los campos de maíz salpicados de plantaciones de algodón, que Mandu sea una fortaleza, con aspecto inexpugnable, encaramada a una meseta. Pese a ello, aunque cuente con evidencias históricas datadas en el siglo sexto antes de nuestra era, solo floreció a partir del gobierno dinástico Khalji sobre el sultanato de Malwa (siglos catorce a dieciséis). Fue entonces cuando en esta ciudad, ahora reducida a aldea, se erigieron gran parte de estas estructuras que hoy se aprecian en calamitoso estado, antaño preciosos ejemplos de edificación mogol. 


Dado que el conductor conoce al dedillo aquello, me para en el centro de la aldea donde se levanta la mezquita. “Luego, lo más bonito”, masculla en chabacano inglés mientras recuesta el asiento y se apresta a dormir. A solas, en absoluto silencio, Mandu empieza a tejer un cariño inmediato con el visitante por la implacable sensación de soledad que allí se multiplica. Igual a un héroe caído, agonizante, es imposible no apiadarse ante tamaña belleza muerta. Trescientos sesenta grados de imperceptibles matices adornan un marco perfecto entre negro y escala de grises que, sin embargo, oscila hasta estallar en níveo cuando sales por una diminuta escapatoria y accedes a la parte trasera. Allí se halla el mausoleo de Hoshang, otro de los citados precursores del Taj Mahal y, en opinión de los entendidos, el edificio de mármol más antiguo de toda India. Al estilo de casi todas las tumbas mogoles, siempre sobrias por dentro, por fuera éste es otro ejemplo perfecto de diseño, simetría y ejecución. 


Distante unos cinco kilómetros, sobre un promontorio, es posible encontrar el Pabellón de la Raní Rupmati y el Palacio de Baz Bahadur. No es extraño que se muestren casi agrupados porque entre ambos se labró la más hermosa leyenda de amor que Mandu conoció. Rupmati era una joven encantadora con una voz tan melódica que encandilaba a quien la escuchara y, por supuesto, Baz Bahadur, el último sultán independiente de Malwa, no iba a ser menos. Él ordenó edificar el imponente pabellón allá arriba de la loma porque, se cuenta, Rupmati tenía tal pasión por el Narmada que era incapaz de beber agua si no contemplaba a su amado río, hecho únicamente posible desde aquella zona. La historia de amor, con todo, tuvo un final trágico cuando Baz Bahadur fue derrotado (otros creen que salió por piernas “olvidando” a su amada) por un militar de alto rango a las órdenes del gran Akbar. Rupmati, temiendo el cruel destino que le esperaba, hizo un sati de lo más particular: lejos de lanzarse a la pira donde se incinera el amado, como dicta otra de esas absurdas y crueles tradiciones de esta tierra, se envenenó. El pabellón, historias aparte, es bastante monótono y casi prescindible de no ser por las fantásticas vistas que oferta y la, ¡cómo no!, permanente solicitud de charla de esta gente local, infinitamente más amable y parlanchina una vez sales de la senda turística más baqueteada. 


El Palacio de Baz Bahadur, por su lado, sube un peldaño en belleza estética pero tampoco impresiona en demasía ya que para eso hay que visitar el área más conocida de Mandu: el Enclave Real. Allí, como por arte de magia, se pierden las vistas pero se multiplican las emociones entre paredes macizas, chatris voluptuosos y techos siempre perdidos. Embrujo aún latente, esta zona de Mandu amplifica la sensación de vivir bajo una maldición atemporal para la que no hay sortilegio. El Jahaz Mahal o palacio del barco es una poderosa construcción que, por instantes, devuelve la memoria al Castillo de Peñafiel debido a sus estrechas y alargadas dimensiones. Adornado con un par de baoris o pozos escalonados (la civilización mogol, heredada de las socarradas tierras de Asia Central, era puro ingenio en lo que a gestión del agua se refiere), varado entre dos lagunas y siempre presto a soltar amarras, el palacio, no obstante, tuvo una función menos prosaica ya que fue usado como harem. Las panorámicas desde allí son espléndidas y se trata, sin duda, de la visita estrella.

 
Caminando con tiento, frente a un suelo donde el verdín se ha puesto mucho más resbaladizo tras la última tromba de agua caída hace unos minutos, el estallido de musgo que recubre Mandu lo convierte en un lugar que oscila entre lo tétrico y el cuento de hadas. No hay nada que se parezca. Acaso un híbrido entre la guatemalteca Antigua y Champaner compartiría muchos parámetros en cuanto a estado de abandono y arquitectura mogol, respectivamente, pero la localidad gujarati, más próxima en espacio, es un secarral parduzco y esto un milagro escarbado entre el verdor despampanante que ha traído el monzón. La decadencia en su más hermosa acepción, para los que amamos este tipo de estado natural de las cosas (quizás por empatía con uno mismo), hace de Mandu un lugar inolvidable. Del mismo modo que ese barco palaciego nunca surcará el mar, así, imborrable, permanecerá el recuerdo nostálgico de Mandu en la memoria.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias