Mercerreyas

Bhaktapur, sangre y cascotes

Domingo 6 de Octubre de 2019

Bhaktapur, sangre y cascotes

Este Bhaktapur se hace, por instantes pasajeros, nauseabundo tras el olor a escabechina animal o chamusquina de su pelo. He llegado en el día de Maha Asthami que celebra el empoderamiento de la diosa Durga, y en su honor son degollados patos y cabras en cada templo, sin excepción. No necesito un mapa para encontrarlos, me basta mi olfato o mi vista, recorriendo los regueros de sangre coagulada que se abren a mis pies. La vida parece pausada, con muchos negocios cerrados y un evidente sentido festivo que se hace incluso más palpable en el templo Dattrateya. Allí, manda la tradición, las adolescentes son acompañadas por sus parientes durante la puja (ofrenda) de rigor. En esta jornada se considera que las jóvenes vírgenes encarnan a la diosa Durga, y cada una es tratada como “kanya”, del sánscrito “nueva o virgen”. El ritual comienza lavando sus pies y aplicando tika en su frente. Se supone que el poder de esta sustancia previene la perdida de energía y ayuda a mantener el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Entonces, la joven es reverenciada y ofrendada de regalos o dinero. De riguroso bermellón, color de la sangre derramada, Bhaktapur, en su presencia, se hace menos violento y apabullante.

 
En la Plaza Durbar, no obstante, carcome la desazón porque el terremoto de hace cuatro años provocó pérdidas irreparables. Si Patan aún saca pecho, Bhaktapur tardará en recuperar su magnificencia. Los andamios y puntales se multiplican, notarios irremediables de la catástrofe, y al menos la puerta dorada que da acceso al templo Taleju sigue brillando, igual de repujada que antaño. Es paradójico que allí donde la maleable madera soportó, la piedra sucumbió. Flotan etéreos los grupos de turistas que, con todo, se maravillan ante lo que se presenta a sus ojos. “Ojalá regresen. Bhaktapur volverá a deslumbrar su pretérita gloria. No sé cuándo ni cómo, pero lo hará”. Tal es su virtud. No necesita ni un cincuenta por cien de orgullo imperecedero para maravillar. Me refugio entre las sikharas de los templos orientales y me hago un ovillo juntando mis rodillas con la barbilla. Yo tampoco necesito que me digan que volveré. Jamás sabré con quién, pero ninguna eternidad o avatares del destino me harán olvidar con quién no.

 
Herencia marchita entre montoneras de ladrillos y cascotes, aún me faltan dedos para sumar los fabulosos balcones de madera tallada que por doquier brotan rumbo a la plaza Taumadhi y su fabulosa pagoda Nyatapola, donde se reverencia a Lakshmi. Aquí, por fortuna, un Bhaktapur clavado al de ayer, indemne. Bulliciosa en extremo, la plaza se eleva al cielo saltando de tejado en tejado, como un juego de plataformas. Y no importa lo más mínimo que los mampuestos se resquebrajen vomitando un infantil castillo de naipes. Si algo tenía claro es que un lugar tan poderoso no podía ni debía haber sucumbido. Soñé demasiadas veces con volver a conquistar su cima, sentarme de nuevo allí arriba con un universo indescifrable bullendo a mis pies.

 
Changu Narayan, seis kilómetros al norte, parece perdido sin marketing pese a su panfleto publicitario de UNESCO. No lo dudes, es el templo más hermoso del valle de Katmandú. No el más inaccesible ni el de mejores vistas sobre la cordillera del Himalaya, pero sí el que de un modo más sencillo y a bocajarro sacude almas descarriadas. Me recuerda, traidor, que ni en mi cuerpo ni en aquél hay líneas milimétricas o fervor religioso. Tampoco quedan las multitudes asépticas de la vieja capital o un áspero salmo de súplica; es su silencio, encaramado a una loma, el motivo que incita a pensar que, dentro de su postal imperfecta, barrida por el temblor, es único. Desde su balcón se divisa un Katmandú encorsetado, infinito valle de arrozales para perderse hasta no ser capaz de recordar, y una sociedad que me lleva días golpeando por la remembranza de sus mujeres. De tal modo las recordaba en un crepuscular enero, incólume mientras despellejo brisas de casi un lustro, e idéntico de inocente me lo devuelve un templo donde naufragar y sentir que el sudor de hoy nunca fue tan honesto. Él no lo hace, repito que de ello se encargan sus sombras femeninas tan de a piel rasante. 

 

Changu Narayan, antes Bhaktapur, es un esbozo porque rememora a una figura estilizada, de rostro anguloso, dientes nacarados y ojos orientales al extremo. Allí donde anida Pa. Y más cuando se quita la ropa tras un karaoke desenfrenado, pidiendo que apague el aire acondicionado que nos dejará amarnos sumidos en la pira, sin esquivar una tórrida Tailandia que es su sudor fundido en mi piel. Inconscientemente, quizás, he llegado a asumir que la veo en cada esquina, en cada ofrenda, en cada unión de palmas sobre la frente antes de que ésta caiga al suelo. Volando a un palmo de suelo en Nepal, suspiro porque si fibrilara no sería tan terrible. Evocan, las mujeres nepalís, a un tiempo de felicidad a miles de kilómetros al oriente.

Con una dignidad y coraje tan ejemplar, a pecho partido, ¿cómo podría sentirme extraño? De Pa recuerdo que trabajaba de camarera en un Nong Khai menos abrupto del actual, y así luchaba con dignidad encomiable por sacar adelante a sus hijos. Madrugadas o ladridos animales que su recuerdo templaba, a veces con Phom, otras con Joey. Lo que pasó, ambos lo sabemos. Llevaba días sin morderme las uñas, las mujeres locales sacuden su efigie que pronto renovaré. Y aquí también me inquieren los sadhus, capaces de traspasar tu alma con esa mirada fija en tu iris, muda, que devuelve una sonrisa cómplice cuando, en un parpadeo, son capaces de leer tu futuro despreciando tu camino recorrido. El quiromántico de Jaipur no existe, no así su receta. Y yo solo despierto en un golpe, dejándome llevar por Changu Narayan. Vuelvo la vista a los puntales originales que soportan los tejados. Lejos de la chapa y martillo que se multiplican alrededor, es un verdadero milagro que éstos aguantaran el terremoto. Si en Bhaktapur masqué la perdición, aquí vuelvo a creer.

 
Changu Narayan, al cabo, es solo una décima de porvenir. Una preciosidad elevada al rango de diosas que jamás saborearé. Un sari que roza y eriza, un Bhaktapur errante que quiere demostrar que los hechos nos delatan y únicamente somos rehenes de nuestra moral. Me giro en el pasadizo que da acceso al templo fortificado, tratando de entender no sé bien qué. Será que llevo, mínimo, un par de noches ambicionando dormir bien. Y no soy el único, ¿verdad?

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias