Mercerreyas

Vishnú yacente, un padre en Gokarna

Sabado 5 de Octubre de 2019

Vishnú yacente, un padre en Gokarna

Pese a su nombre, Budhanilkantha, no hay nada relacionado con la fe del iluminado en ese suburbio septentrional de Katmandú. Bueno, no del todo. Lo digo porque una inusual figura de su alter ego para los hinduistas, el dios Vishnú, se muestra aquí tumbada, flotando en un estanque. La pantagruélica efigie, tallada sobre un bloque de basalto de cinco metros de longitud, está protegida por una túnica azafrán, difusa entre las caléndulas que se amontonan en sus rodillas, y se adorna con tobilleras, brazaletes y un llamativo tocado de plata. Entre dormido y muerto, su rostro gris confunde al visitante por más que este tipo de detalles no importen en demasía a los locales, aferrados a su oración musitada, toque de campana, leche derramada sobre el lingam fálico, lámpara de mantequilla y pétalos al aire. Si solo por la tranquilidad y afabilidad de esta gente, ya mereció la pena venir. Si, además, hay alguno tan desprendido como para compartir su leyenda, pues qué más te voy a añadir.

 
Se cuenta que fue una pareja de labradores quienes, mientras cavaban un huerto, toparon con la estatua enterrada. La leyenda afirma que, al contacto de la azada con la figura, empezó a brotar sangre en ese mismo punto de la tierra. Se trataba de una antigua deidad, conocida en el lugar aunque desaparecida tiempo atrás. Limpiaron la tierra a su alrededor, construyeron unas capillas y, ahí donde se observa, es el punto exacto en que fue encontrada. Lo alucinante es que flota. Durante siglos se pensó en un origen sobrenatural para justificar este hecho pero la ciencia, que adolece de romanticismo y rezuma testarudez, comprobó hace medio siglo que es un tipo de basalto con una densidad muy baja, similar a la porosa lava volcánica, y ello justifica su permanente estado a flote.

 
Budhanilkantha, por cierto, es una coincidencia onomatopéyica porque su nombre sánscrito significa “vieja garganta azul” y, curiosamente, hace referencia a Shiva, quien se cree que tiene la garganta (y boca) azulada por haber bebido el veneno (Halahala) que se generó durante el batido del océano de leche en la mitología hindú. Dejando de lado esa épica, contada unas cuantas veces, el caso es que Shiva sufría por el veneno pero no podía morir al ser un dios. Su apenada consorte, Parvati, se consumía viéndole sufrir. En un momento dado, furibundo, se desplazó al norte y generó un lago del que bebió para diluir el veneno. A él, liberado del dolor, por toda la eternidad se le quedó la marca azulada en la boca y garganta; el agua restante del lago, fe mediante, marca el punto exacto donde ahora flota Vishnú en un Budhanilkantha que, tótem sedente aparte, avasalla por lo escuchado más que por lo visto.

 
Gokarna Mahadev, distante diez kilómetros a través de una carretera descarnada donde un par de coches que nos precedían se han escorado con el carter reventado, era una promesa germinada desde hacía tres años. Si entonces no pasaba de un templo demacrado, con una insospechada aura melancólica, hoy aparece al borde de la ruina, a duras penas soportado por unos andamios que no esconden la podredumbre de sus tres tejados voladizos, carcomidos en extremo. Las tallas de madera están desbastadas a lo Giacometti, y unos sadhus pululan por allí con aspecto taciturno. El pétreo panteón, hechizado por un sortilegio, circunda al templo principal y otorga un brillo inusitado desde sus pedestales inflamados de tilak, arrancando en frente y hasta los pies.

Créeme, la magia de este lugar no es opulenta o de fuegos de artificio, más bien de milímetros hechos divinidad. Camino como caminé por aquí con mi madre y prendo una ofrenda de fuego a mi padre. La gente newari acude a este simbólico lugar cuando lo pierde, especialmente en septiembre, durante el “Gokarna Aunsi”, el equivalente local de nuestro diecinueve de marzo. En mi última visita, abril de dios mil dieciséis, no tenía sentido implícito volver a este templo olvidado. Hoy, sin embargo, ese simbolismo de padre y madre, aquí reunidos, me ha traído de vuelta. Me siento en el escalón de un ghat que desciende al Bagmati y muevo los labios en un parecer a algo ininteligible, aliviado.

Por alguna extraña razón, fue su denodada lucha de kilómetros a mi vera o llanto empático tras mi lágrima escrita lo que me permitió llegar a esta orilla; por su incalculable virtud enseñada, a sangre y fuego, hoy mi corazón les ofrenda con un gemido: “para ejemplo, vosotros; para derrota, mis cojones”. Mientras los tres nos meamos con la ocurrencia de frase lapidaria en un templo sagrado que descuenta una necesidad, monos intrépidos ante un tipo que teclea, ajenos a mi ofrenda que humea, interrogan. “¿Y si de verdad que vivir es arriesgarse? Para huevos los tuyos, madre, o los tuyos, padre, demostrando que amar, en mayúscula, toda la puta vida implicó respeto y libertad”.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias