Mercerreyas

Hasta pronto, Katmandú

Miercoles 9 de Octubre de 2019

Hasta pronto, Katmandú

El humo de la grasa de yak, al consumirse ésta bajo la llama en la lámpara de bronce, embriaga por su espesor. Acaso en Katmandú, capital en esencia, no sea tan fácil apreciarlo porque sus habitantes parecen olvidadizos de la oración y ofrenda, envueltos en quehaceres cotidianos. Su estatus, sus ropas y sus modales delatan un poder adquisitivo mayor que en el mundo rural nepalí. Y es sabido que cuando la pasta entra en un bolsillo, la religión sale del otro… Independientemente de esto, si callejeas un poco, si prestas atención, terminas por encontrar rincones tan entrañables como los de Patan o Bhaktapur. Incluso en los aledaños de la Plaza Durbar.

 
Pecando un poco de indecente, he de reconocer que esa nostálgica decadencia que arrastra esta plaza de la capital tiene un punto hermoso. De poesía maldita. Los puntales se multiplican y joyas de ayer, como el templo Kasthamandap, hoy son muros colapsados bajo un armazón metálico. Katmandú, sin duda, se llevó la peor parte del último terremoto. No obstante, lo que la desgracia no podrá arrancar jamás son esos santuarios anónimos por diminutos que salpican las esquinas, allí donde la fe no necesita de suntuosos tejados superpuestos, adornados con puntales de voluptuosas féminas, y sí de un cuenco de tika bermeja y claveles chinos anaranjados. 


Quise ascender a aquella terraza de antaño donde se abre la plaza a los pies. La misma que hace cinco años nos mostraba una panorámica espléndida (¿verdad, madre?) y hace tres generaba una angustia tan desmedida que el único conjuro era partir a Gorkha para cumplir un sueño solidario. La mala noticia es que no he podido llevar a cabo ese ritual; la buena se da en que lo he intentado pero, gracias al cielo, la terraza estaba a reventar de turistas disfrutando del espectáculo. 


Entonces, como digo, he bajado los escalones de dos en dos, feliz y con energía renovada, para perderme en esos puntos difusos identificados desde la distancia por humo y cinabrio. Hago una ofrenda aquí, charlo con los locales, admiro los thangkas y cambio de vuelta la moneda nepalí que me sobra a dólares porque mi Katmandú, este Katmandú baqueteado pero orgulloso, ya me ha vuelto a dar muchísimo más de lo que jamás le podré devolver. Enciendo tres lámparas, ritual repetido en los últimos días. Ajeno al mundo que me rodea, observo, sentado en un escalón, cómo la llama licúa la grasa a velocidad lenta pero implacable. 


Tras una figura de Ganesha adornada con tres ojos, uno por cada gota incandescente que titila, soy consciente de que treinta días de ruta me han llevado, nuevamente, por vericuetos inimaginables. Continúo remendando el corazón, mudando la piel, interior y exterior, aprendiendo de culturas y gentes tan ajenas como hermanas. Haciendo del viaje, sin pausa, una manera de comunión con la vida. Como tú me enseñaste, madre. Me quedan dos jornadas para enfocar un regreso a China. Sé lo que se avecina, y no va a ser el paseo por el jardín que siempre suponen India y Nepal. No son solo sus circunstancias intrínsecas, sus barreras idiomáticas, sociales, logísticas y culturales; es, esencialmente, que ninguno de los cinco viajes anteriores puede implicar un conocimiento y sustento cuando China es un país que cambia a velocidad de vértigo de hoy a mañana. El gigante rojo es siempre un reto, un “tour de force”, para mí el más hermoso de todo el planeta. Y lo único que ahora lamento, desde lo más hondo del corazón, es haber tardado tanto tiempo en regresar porque, lo sabes bien, madre, es acaso el país que más felicidad me ha dado bajo el prisma de que siempre me obligó a ganármela. El humo de la grasa de yak, al consumirse ésta bajo la llama en la lámpara de bronce, ni siquiera durante una décima de segundo ha cesado de embriagar por su espesor.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias