Mercerreyas

Jaipur o India domesticada

Martes 1 de Octubre de 2019

Jaipur o India domesticada

No hay vacas, ni cabras, ni apenas perros. Ni siquiera los famosos elefantes, atracción ridícula para turistas de manual, con los que podías ascender la última rampa del fuerte de Amber, sintiéndote henchido por la pompa y boato propios de un maharaja. Las puertas monumentales y la estación, bajo la luz mortecina del atardecer, aparentan estreno por inmaculadas. Desconozco qué milagro ha sucedido porque no se atisba ni el más mínimo recuerdo de la frenética víspera. El citado fuerte, imponente, estaba para comer sopas del suelo. Jaipur, en definitiva, avanza a pasos agigantados y se convierte, por arte de magia, en un claro guiño al progreso que se quedó anclado en el resto del territorio nacional. Incorpora leves instantáneas cosmopolitas al estilo de Indore, pero tampoco redondea porque a estos indios, idénticos a aquellos, les falta un amplio recorrido ético, de varias generaciones, para entender que las papeleras no son decorativas, ni cualquier rincón imaginable el mejor recurso para escupir el paan.

 
El tráfico es caótico (dudo que eso tenga solución, ni siquiera lejana) pero, cuando te apeas del rickshaw, los escasos indigentes no se arriman avasallando, pidiendo limosna. De repente, mosquea tanto orden y civismo, y uno se ve forzado a preguntarse en qué clase de India domesticada y de fácil deglución ha devenido esta ciudad. Enfrente del Jal Mahal, un palacio flotante que visito al regreso del fuerte de Amber, una mujer lo intenta con su criatura en brazos. A esta gente, tan baqueteada por la vida, es en vano que trates de calcularle su edad: siempre tenderás a un número insultantemente alto por más que trates de ser comprensivo con su mísera vida apaleada.

Aquí he visto hombres encorvados, desdentados, forrados de cicatrices, con plantas de los pies tan ásperas por gastadas que me río yo de los rarámuri mexicanos. Y he preguntado alrededor por insana curiosidad solo para enarcar las cejas, incrédulo. Ninguno pasaba de treinta años. En el caso de ellas, como se puede imaginar, incluso peor por la maternidad desbocada. El clima y la humedad, por si no fuera suficiente lo anterior, dan el tiro de gracia. La mujer, volviendo al hilo y con mi escasa experiencia, andaría por la cuarentena (afortunada ella dado que la esperanza de vida de los dalits no alcanza mucho más allá). Empieza a pedirme y, de repente, observando algo o a alguien detrás de mí, se da la vuelta y pone en pies en polvorosa que ni Usain Bolt. Alucino. De vez en cuando gira la cabeza, horrorizada, y sigue con la vista clavada a un palmo de mí. “¿Qué demonios?”, pienso. Al dar la vuelta, allí no hay nadie excepto otro tipo con aspecto de indigente. Lleva una vara, burdamente ocultada en sus ropajes. Alucino porque no pide a nadie aunque observa discretamente a una cierta distancia, en silencio. No lo sé, pero juraría que precisamente está para intimidar a los indigentes. Desde luego, por cómo corría la mujer, creo que la vara del tipo ya ha salido de paseo más de un par de veces. Tras dos días en Jaipur, ésta ha sido la única experiencia con un indigente. En el resto del país te bastan diez minutos junto a un punto de interés turístico para acabar entre colmado y hastiado. A modo de contrapunto, en el otro lado de la balanza, creo que el gobierno todavía no le tiene pillado el punto a los pesados buscavidas que agobian por los alrededores del Hawa Mahal y el Bazar Johari porque éstos, sin duda, se han multiplicado igual que virus y aún no hay estacazo que los espante. 


Antes, en el fuerte de Amber, el gentío turístico era exagerado. Hace tiempo que los occidentales somos minoría ante una marea de indios, básicamente, pero también grupos de chinos que justo hoy empiezan su “Golden Week”, sus vacaciones anuales. La fortuna, no obstante, está del lado del viajero solitario porque el laberíntico fuerte siempre oferta recodos y pasadizos que, además de regalar sombra, permiten escapar de la muchedumbre.

El de Amber no es el mayor ni el más hermoso fuerte de Rajastán, de hecho puntúa muy bajo con relación a los de Agra o Jodhpur. Sin embargo, sí presenta un par de rincones preciosos, llamados Puerta de Ganesha y Salón de Espejos (éste con su vitriólica suma de espejitos y reflejos plateados), además de unas vistas fabulosas sobre las poderosas murallas que emanan del fuerte Jaigarh. Un bastión pasable, ya digo, rescatado del agrado que aportó en aquella primera visita en dos mil siete, pero, por encima de eso, una necesidad urgente cuando, me sucedió al despertar, el alma amenazaba con nuevo derribo caso de otro bombardeo de recuerdos tan dulces por inolvidables en compañía de una madre que hizo de Jaipur nuestro santo y seña imperecedero. 
Consciente de mi endeblez emocional entre estas calles y gentes, he ido descontando mis pasos por el fuerte. Lo he hecho ajeno al mundo, acaso temeroso de regresar a ese Jaipur de recuerdo incandescente, hasta perder la noción del tiempo. Y, con todo, después de la batalla emocional de ayer, seguro que Amber es lo mejor que me ha podido pasar antes de regresar a la estación para abordar el tren a Delhi donde, brío recién parido, tecleo feliz. Nepal, desde el momento en que Jaipur no desvele, empezará con renovada ilusión.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias