Mercerreyas

Volverás a Jaipur

Lunes 30 de Septiembre de 2019

Volverás a Jaipur

Traía sueño amotinado suplicando mi rendición so pena de acortar cien días al inminente despertar. Supongo que resultaba inevitable. En el frenesí de la batalla, desde Bodhgaya hasta Menal, cumplí a rajatabla un imperativo impuesto en tiempo récord. Mas, después de eso, liberado de ilusiones exageradas, el cuerpo peleaba por un revolucionario respiro en punto y aparte, obligando al menos común de mis sentidos, si es que alguna vez existió, a conceder. La puntilla fue volver a esta ciudad, a husmear el Bazar Johari o Gopal Ji Ka Rasta, ese hotel, aquel restaurante,… El cociente definitivo emergió anoche con una desproporcionada carga de emociones nada más apearme del tren en la estación central. Como Atlas soportando los cielos, allá arriba, convertidos éstos en maleta dinámica de cuatro ruedas, aquí abajo, mientras sorteaba boñigas, perros, niños, fardos o lo que quepa en tu imaginación. El sudor arreciaba, la tripa gimoteaba y, entonces, meridiano, sí asumí que debía sucumbir. 


Aparco mi equipaje enfrente de mí y recojo el asa para sentarme encima. Tiro la mochila en un lateral. Borracho y colocado del modo en que solo las estaciones indias golpean, aún no del todo desorientado, enciendo un pitillo. Está prohibido fumar pese a la mierda intimidante que me cerca (número de paradoja india ya ni recuerdo). “Qué más da”, pienso al tiempo que se me escurre el Gold Flake de entre los dedos por el sudor. Un silbido feroz doma el rumor de voces o ruidos, y mi tren parte marcándome un ladeo de cabeza cuando alivia la brisa que arrastra. Sé que lo echaré de menos, acaso porque nunca imaginé que podría despedir nada en la soledad de un andén indio, mucho menos ahogado por la melancolía que fustiga Jaipur. Yo ya sé quién sería infinitamente feliz a mi lado, entre estas calles eternamente violadas por la desesperación pero con un poderoso influjo a esperanza y futuro. Eso, pese al dolor y dudas momentáneas, he venido a buscar. 


Acongoja sacar el hocico a las calles cuando me levanto casi al mediodía. Te derrites si te entretienes entre los saltos de sombra a sombra. Es novedad porque mi recuerdo invernal solo evoca un tiempo de calor llevadero. Pero esto es otra cosa y marca bien a las claras, por si lo había olvidado, que la capital rajastaní se emplaza justo donde arranca el desierto del Thar, un secarral de doscientos mil kilómetros cuadrados que se adentra hasta Pakistán y marca la idiosincrasia de este estado. Para cuadrados mis cojones cuando echo el resto, último gramo de tesón, y callejeo jadeante. Observo los edificios con mueca mohína no por lo siempre colorido del paisaje o paisanaje, sino por la única compañía de una sombra que hoy me recuerda más que nunca a la ausencia. La primera vez que vinimos por aquí no entendíamos por qué le llamaban la Ciudad Rosa.

La ciudad de Jai Singh, en dos mil siete, era un conglomerado contaminado con avaricia de edificios decadentes y basura multiplicada. Los rickshaws convertían la respiración en un imposible y apenas unos rústicos andamios de bambú daban cuenta, aquí y allá, de que, efectivamente, el gobierno indio se proponía convertir a este lugar en lo que los folletos turísticos proclamaban. Hoy es una ciudad asalmonada con modernos edificios de capricho que oprimen, igual que un código de barras, a esas reminiscencias de portales coloridos y diminutas ventanas reventadas por tiempo y palomas. Los rickshaws son eléctricos, las papeleras (llenas) se multiplican y, si cierras los ojos para soñar, hasta podría parecer solo una ciudad contaminada e inhabitable. Si hoy me desespero, preso de esto último, es mérito achacable al pundonor de una especie humana tan loable, suicida irredenta, cuando arrojamos al planeta por un acantilado con nuestra proverbial soberbia. La imagen abrumadora de esta India podrida, créelo, hace tiempo que ya no suena a excepción. 


Medito, en oleadas, que si pudiera rematar este texto de ridículas referencias históricas por vacuas no sería consciente de un camino que serpentea demasiado escorado al escorzo cuando, repentinamente, buscavidas pesados al límite me quieren hacer maldecir su puta estampa. ¡Si todo fuera descripción estéril por impúdica! El alma cabalga de puesto en puesto, se busca la vida y ni un hola o adiós regala, hecha papiroflexia en manos de un tullido sin entrañable bravura. ¿Cómo lo vas a impedir? A mí las despedidas me enfrentan con coraje, sin miedo, y yo devuelvo un tiempo infinito en el que su recuerdo sea mi más preciado bien, mi muro de novecientos noventa y ocho ladrillos que dos no podrán derrumbar. Soslayado por esa marchita rabia de gloria imperecedera, me viene a reconfortar el Hawa Mahal, el Palacio del Viento. Su fachada supondría el epítome a la vida de tantos congéneres de Kutch hacia occidente: ostentar demasiado, cobijar miseria. Lo digo porque más allá de su fastuosa fachada (palabras), el fondo está hueco (hechos). Tras tamaña obra de arenisca y celosías apenas queda un laberíntico juego de corredores al que se asomaban las concubinas reales para observar sin ser vistas, respetando la ridícula norma del “purdah”, que las impedía ser vistas en público sin cubrirse el rostro. India medieval, India actual por más que se empeñen en maquear la realidad de sus semillas.

 
El mapa que no sucumbe al olvido en Jaipur, alzo un refrescante vaso de barro rebosante de lassi de mango, me recuerda lo poco mortal de mi delito más allá de un cerebro anquilosado y una silueta que se empeñó en hacerse volátil y ficticia. Desde un blanco de jazmín al anaranjado impertinente de la caléndula no habita el musgo escarchado del permafrost cuando hasta la gélida madrugada desértica quiso desecar el infinito a su alrededor. Será que, sutil, ya no colmo sueños saciándonos de una sed que nunca palpitó en nuestro desierto, madre. Se quiso teñir de tul una profecía desgranada por un quiromántico que ya no existe. Hoy lo he comprobado con el resuello acelerado. Suspiro aliviado. Paso a paso, no hay penas que violentar, solo resta una ciudad entregada a la memoria comprometida por aquello que pretendió obviar la pregunta absurda: ¿te quedarás conmigo por toda la eternidad? Tanto el astrólogo como tú sabíais, madre, que eso jamás necesitaría respuesta para este bergante. Y yo, volviendo a Jaipur sin vosotros, el viejo o hasta la mujer que por siempre amaré, también.

David Botas Romero

Viajero inparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias