Mercerreyas

Katmandú, esqueje del tesón

Jueves 3 de Octubre de 2019

Katmandú, esqueje del tesón

Estaturas bajas, pieles clareadas y ojos afilados identifican la realidad constatable de que, más allá de los ochocientos kilómetros que separan Katmandú de Delhi en línea recta, hay un mundo de montañas y afilados picos que aquí ha generado otra identidad sociocultural ajena a lo previo. Se ha mezclado la religión porque el gigante indio irradió, vía terrestre o marítima, todo a su oriente, desde las islas Nicobar hasta Papúa.

Nepal, de resultas, pilló un cacho tan amplio que casi el noventa por ciento de su población es hinduista. Y algo más, porque el budismo Vajrayana es confesión de solo un diez por ciento, pero su imbricación en lo cotidiano resulta palpable. El humo del incienso hinduista en Nepal siempre lleva visos de Buda. En cualquier esquina, en el más remoto y oscuro rincón, la huella del iluminado hace dudar de cuánto de cierto arrastran los fríos números. En la Plaza de Durbar de Katmandú, sin ir más lejos, esto se aprecia en toda su magnitud. Y un poco antes, en el desconocido Jana Bahal, un deslumbrante templo enclaustrado, se empieza a asumir cuando decenas de hinduistas ofrendan con devoción a la budista Guanyin, lejos de Shiva. No son los únicos, yo también prendo tres velas, ritual íntimo por los que partieron. 


Hay una terraza que me recuerda a ti, madre. A unos momos de ayer y a una estupa de Swayambhunath que, en la claridad de enero, iluminaba casi tanto como tu sonrisa de felicidad hueca cuando, al partir de casa, Roberto dijo que se divorciaba. Rumiabas la situación, en tu salsa mundana, llorando al cabo. Tú frente a un lassi y yo asiendo una cerveza, jurando y perjurando que “mira que Roberto es buena persona”. No era compasión o cariño de madre, era una soleá que me hiciera de coraza ante lo que siempre supiste sobre su fortaleza y mi debilidad: volverás… no al mundo, tonto, ¡a ella!

 
Dejé en Katmandú, oscilando en el alambre de dolor y temblor terrestre que anunciaba el abnegado camino en bucle que enfila Nepal tras cada desastre natural, una plaza herida y marchita. Un mar por añorar, cristalino en el hilo de voz de quien perjuró que me amaba sin condición. En aquella ocasión no tuve cojones o necesidad de partirme el alma en Patán o Bhaktapur; con Katmandú entendí lo que debía. Los escombros se multiplicaban, los extranjeros, principal vía de ingresos de este desolado país, eran historia y, de resultas, esa jornada fueron capaces de sobrarme sonrisas esclarecedoras por confiadas. Se sembraba la ciudad de una fe incorruptible en eso de que el futuro alentará. Era una herida borboteando, un machete directo a la yugular. Hoy, panorámica inerte, la Plaza Durbar capitalina sigue mostrándose orgullosa y apuntalada, a juego con un corazón viajero. Eso, por descontado, genera más cariño y convicción en lo necesario de volver a Nepal. 


Aquí aprendí a domesticar mi rabia desde la razón de un mundo cambiante que provoca zozobra, a dejar de ser ratón moribundo para transformarme en gato que avasalla. Me colmé de una salida que es pura ficción. A cada exhalación. Lo hice a mi ritmo animal, desde el “nunca más”. Hoy sé que, si perdí una vez el equilibrio, bajo el riesgo del planeta chutado en vena, siempre hallé una postal de mí mismo sin remitente ni fecha, pero con un mensaje lo suficientemente revelador para no dejar de perseverar. La firma resuena a quien cobija un calor de abrazo el día que regrese a casa. La cicatriz desgajada, ¿quién sabe? Puede que herencia de quien se fue sin firmar su obra. Nunca encontraré un odio que antes amansó mi naturaleza en las rocas de la otra orilla, las de San Pedro, o entre las encinas de Mecerreyes, con Bosi y Perla. Las lágrimas, eso sí, se multiplicaron porque Katmandú, tan reciente, el muy traidor, ni se concebía para este condenado corazón estajanovista al que nunca dejarán de señalar: trastornado por insumisión o, lo que es peor, incomprensión. 


Doblo con cuidado lo que quede de aquella historia, y Katmandú me regala un corte de pelo y afeitado al vuelo. Me pego con estas líneas, pisoteos que hunden al fondo del mar de sargazos tras una última madrugada incomodada, agitada. Subo a lo más alto, a Swayambhunath, y ahí encuentro un sencillo punto hedonista. Sobrevuelo las teclas y vuelvo a equivocarme un instante, incapaz de controlar mi angustia. Esto no va de donaciones, ni de muertos, ni de amores al limbo, ni de terremotos,… Katmandú es tan canalla por honesto que me enfrenta en un espejo, recién afeitado, de pelo maqueado, y me reconforta cuando me obliga a abdicar de mi error, a no dejar de creer en mi mapa desnudo. Lágrimas encauzadas en la vía del alcohol.

Sí, puede que haya malbaratado el resto y sufrido como un hijo de puta en mi esfera vacía, pero Katmandú en su ocaso, aliado fiel, siempre lo justificará guardando un poso de ética, disculpa y dignidad para esta sinrazón atribulada cuando se me pudrieron tus ojos verdes, en quién reflejarme. Enfilo las escaleras para descender de la estupa, bajo la tenue luz de las escasas farolas, y un vendedor me ofrece un rollo de banderolas de oración. Se las regalé a Maitane con infinito amor. “Cien rupias. Te darán suerte, créeme”, suelta convencido. Le miro y me sale, por enésima vez en esta ciudad, una sonrisa de afecto. “No tengo ninguna duda de eso”, respondo. “No en vano, ya lo han hecho, ¿verdad?”, le confieso a tu sombra, en voz baja, mientras volvemos a descontar escalones.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias