Mercerreyas

Jakkoin o Iseshima de Chateaubriand

Martes 19 de Noviembre de 2019

Jakkoin o Iseshima de Chateaubriand

Hay una portada de letras blancas sobre fondo celeste que me llama la atención. Lo hace desde el revistero del hotel donde me alojo en Nagoya. Iseshima. En esta alborada creí que iba camino de un castillo, con ese afán me he levantado y, de hecho, me obligo a hacerlo, aunque en mis entrañas reverdezcan aquellos recuerdos pugnando unos contra otros (qué remedio). Lo escribo tal cual me apalanco en un vagón de metro, sometido por el peso de una historia que nos vio corretear por los rincones de la península de Ise en busca de un templo sintoísta, o acaso de la perla más preciosa. Ya ves, madre, desde cualquier punto asalta nuestro recuerdo de aquel junio nipón. 


El castillo de Nagoya tiene un pase (obviando el extraño ascensor en un lateral del mismo), no lo discuto, pero cabe mucho más en su anejo jardín, emperrado en vestirse de gala cuando termina por lucir el sol. Las hojas del arce, una vez llega el otoño, se transforman en racimos coloridos, fuegos de artificio que voltean el ígneo hasta descubrir la fosforescencia en rojo, verde o púrpura. Podría haber sido un día lánguido, ensoñador y clásico tras un par de castillos, éste de Nagoya además del de Inuyama, a media hora en tren. Lo creía con firmeza bajo los andamios que recubren por restauración al segundo, el castillo intacto más antiguo de Japón, pero, nuevamente, recordé un templo olvidado. No muy lejos, a tres kilómetros de paseo. Nadie lo conoce, y solo he leído un poco de él en una página marginal de turismo por los alrededores de Nagoya. Me oprime la curiosidad, o, lo sabes bien, madre, el rumor de aquellas semillas que el viento del olvido se empeñó en enterrar lo suficientemente fértiles como para que hoy sus espigas acaricien mi memoria. Tu ilusión siempre presente, madre, ya sabes de qué hablo. Por suerte es tu sortilegio el que evita que me sienta un anciano de tanto en cuanto. A ésas despiadadas puertas que niegan media vida en silencio les recuerdo, caminando hacia el santuario por el paseo fluvial junto al río Kiso, que todos jugamos con idénticas cartas, y ni la mayor añoranza podrá negar nuestro castillo de naipes mientras reste otro templo acariciado por el recuerdo de Iseshima, siquiera desprendido de sol, luna o estrella.

 
Jakkoin, al final de trescientos veinte escalones, es la magia profanada o la victoria de la constancia inasequible a la audacia de la fatiga. El sudor de los peldaños se escarcha entre recodos de un bosque de hadas y gnomos que parece emanado de un templo deslumbrante. No sé qué clase de sortilegio envenenó este entorno, pero embelesa con premura, te hace ajeno a la insolencia inmediata de la humedad y el frío. Lo contemplan varios siglos y lo vigilan centenas de simpáticos jizos, ataviados con gorro de lana más lo que podría confundirse con un burdo babero. Son adorables y les tengo un cariño exacerbado porque protegen a niños y viajeros.

Dependiendo de a quién preguntes sobre mí, si me odia o me ama, te responderá lo primero o lo segundo. El santuario en sí consta de dos salones principales unidos por un puente voladizo y, tanto como palidece en dimensiones si lo comparas con cualquier semejante de Kyoto, se yergue victorioso en cuanto a relax, calma y un aislamiento tal que solo me acompaña mi sombra jadeante al tañer dos veces la campana con la satisfacción del esfuerzo. ¡Que se despierten los dioses pues al fin he llegado! Seguro que no me escuchan, tampoco me importa cuando contemplo la figura de Kannon (Guanyin, diosa de la compasión). Delicada por femenina, estimulante también, poderosa por idéntica razón. Hay estelas, hay vistas deslumbrantes con el ocaso astral, hay diminutas capillas sintoístas (siempre integrados budismo y sintoísmo como vehículos armonizadores de la fe japonesa), hay unos pocos turistas locales que de súbito se suman a la oración, … Y hay ginkgos, pinos y arces, centenas de ellos en posiciones superpuestas, trepando unos sobre otros, componiendo en cascada, tras la madurez escalada de sus hojas, una sinfonía visual cuyo preludio no osaría jamás escuchar ni el mejor compositor. 


El magnético otoño japonés vuelve a arrasar mi alma atribulada, de algún modo tiene esa capacidad innata. Desde que descubrí la potencia de su embrujo, cuatro años atrás, supe que iba a regresar. Siempre despuntó su recuerdo como un macarra de navaja perfilada al filo de la luna llena, marcando con saña dónde gime un punto de albero manchado de sangre, aunque, como entonces, ya no quede monosabio o corazón por resucitar. Creo, de primeras, que me lo prometió aquel diez de septiembre en que ninguna lágrima sería tan necia como para intentar volcar de humedad. Es mentira. Lo hace desde que embarcamos, madre, en un barco enloquecido desde el cual gobiernas cada recuerdo para prenderme la sonrisa más genuina, el brote de autoconfianza y fe en la humanidad que a nadie permití intentar robarnos.

A Chateaubriand, el romántico escritor francés, lo asesinó la dignidad hace tanto que, debido a ello, quienes creemos en su mensaje estamos condenados a triunfar perdiendo. “Cada hombre lleva dentro de sí un mundo hecho de todo lo que ha visto y amado; y es a este mundo al que regresa, sin cesar, aunque puede pasar y parecer habitar un mundo bastante extraño para él». No lo dudes, madre, eternamente seremos esquejes violáceos susurrando como fantasmas por una dosis de melancolía, ésa que se desprende entre septiembre y diciembre del momiji (arce) japonés cada vez que arrecia la brisa.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias