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Kyoto (I): Entre Toji y Daigoji

Miercoles 20 de Noviembre de 2019

Kyoto (I): Entre Toji y Daigoji

Pocos templos en Kyoto pueden presumir de la historia y el mimo con el que han sido tratados como Daigoji. Si la primera vez acudí a él más que nada por la convicción de que en otoño podía resultar deslumbrante, en ésta he regresado sabedor del espectáculo que me esperaba. Y, para variar, he salido entusiasmado. 


He dejado Nagoya bien pronto, cerca de las ocho de la mañana, para regresar a la vieja capital nipona a bordo de un bus de asientos mullidos y conducción impecable. Las apariencias lo son todo, e incluso en los buses se disfruta de trayectos suaves como la seda, ideales para dormir, y baños impecables. Como hasta la una del mediodía no podía hacer la entrada del hotel, y dado que eso me iba a partir el día, he enclaustrado la maleta en un locker y me he pirado a ver el templo Toji, tan cercano a la estación de Kyoto que nunca, por aquello de la agenda siempre apretada en esta ciudad, me pude acercar a verlo. 


Espectacular. Su esbelta pagoda, visible desde muchos puntos elevados de la ciudad, es lo obvio, pero la colección de estatuas de periodos que se remontan al Heian, la anónima que se esconde en sus salones, es de cortar la respiración. Nunca Amida posó tan grácil y enseñoreado. Y hay más, porque su jardín es otro deleite visual de colores trepanados en el follaje de los arces. 


Once y media de la mañana. Paso de perder el tiempo llegándome hasta el hostal en Fushimi para luego regresar, por muy cerca que esté. ¿Cómo se llamaba? Sí, Daigoji. Chequeo cómo llegar para descubrir que hace cuatro años, desde donde me alojaba, era un pequeño vía crucis. Desde aquí no, solo hay que conjugar las dos líneas de metro y en poco más de media hora estoy allí. No se hable más. 


Fundado en el siglo IX por empeño del maestro Shobo, y auspiciado por las posteriores conversiones al budismo de tres emperadores y una emperatriz, la colección de reliquias que amasa Daigoji es soberbia, abarcando desde el citado periodo Heian (cuando la actual Kyoto, entonces Heian-kyo o “Capital de la Paz”, era el centro neurálgico del país) y pasando por épocas Kamakura y Edo. Sufrió, no obstante, los avatares del periodo Meiji, caracterizado por su movimiento anti-budista, aunque eso no impidió salvaguardar los más de setenta y cinco mil objetos declarados como Tesoro Nacional que atesora. A consecuencia de esto, como corresponde, fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1994 en virtud de su colección de reliquias en madera y papel (básicamente sutras centenarios). 


Todo el complejo de Daigoji (la parte baja, quiero decir, porque su extensión continúa ladera arriba de la montaña) se concentra en la zona de Reihokan, donde se exhiben los objetos históricos en un par de salas de reciente creación (tanto que hace cuatro años no existían) a modo de museo realmente impactante por la calidad de lo expuesto; el área central, con la pagoda, el hondo y el magnético estanque Bentendo junto al jardín Muryojuen, inolvidables en cualquier estación pero especialmente en otoño; y la joya de la corona, el área Sanboin, estructurada por Toyotomi Hideyoshi y cuyas fusumas (paneles correderos adornados con murales de temática natural) enfrentadas al jardín ofrecen una panorámica espectacular. Ítem más, estos días se puede atravesar todo el conjunto de salas hasta llegar al hondo y observar la delicada figura del Buda Maitreya, obra maestra del escultor Kaikei y tan impactante como cuando fue terminada hace ocho siglos. Si tenéis opción de pasar a verla, no lo dudéis (pese a los quinientos yenes extra que cuesta) porque en muy rara ocasión la exhiben y es, dentro de su aparente simplicidad de detalles, maravillosa. 


Lo mejor de Daigoji, por último, radica no en lo que oferta, sino en lo que adolece. Es algo que mascullo entre dientes cuando salgo del recinto. En estos tiempos donde todo se reduce a la imagen impactante y sobresaturada (léase los infumables por atropellados Kinkakuji o Fushimi Inari), ahora que las guías (de papel o cibernéticas) han doblado su tamaño en referencias para incluir sus devaneos comerciales, reduciendo a la mitad el número de lugares de interés, es una bendición que la visita a este inmaculado santuario esté acompañada de cuatro occidentales querenciosos de cultura y numerosos grupos de japoneses, siempre educados, silenciosos y respetuosos, que, por alguna extraña razón, confieren un punto aún mayor de magnificencia a este idílico rincón en el otoño de Kyoto. Daigoji, no es la primera vez que lo afirmo, casa perfectamente dentro del selecto grupo de los cuatro o cinco templos más valiosos de toda la ciudad.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias