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Kyoto (II): Al norte de Higashiyama

Lunes 21 de Noviembre de 2019

Kyoto (II): Al norte de Higashiyama

Para comprender por qué es un hecho constatable que los japoneses aman la naturaleza en un grado superlativo, basta con sentarse en un tatami frente a cualquier panorámica de arces coloridos y escuchar la cascada de delicadas expresiones de sorpresa que salen de sus gargantas ante la visión. Lo que resulta más chocante, sin embargo, es de qué manera se ha podido conjurar la Pachamama para devolverles tal pasión en forma de espectáculo sin parangón. 


Tras el sueño acumulado era de cajón que algún día caería en el pozo infinito de Morfeo. Ha sido hoy, cuando de un respingo he saltado de la cama al abrir el primer ojo a eso de las once de la mañana. En el noviembre japonés los días acortan mucho y es vital, tanto o más que en China, aprovechar las primeras horas. Por fortuna he ido a caer en un apartamento divinamente situado, junto a un par de estaciones de tren de distintas compañías (en Japón hay varias compañías de tren privadas aparte de la oficial y famosa JR), y en media hora había recorrido Kyoto de sur a norte, por su extremo oriental, para empezar a caminar quince minutos hasta alcanzar el templo Manshuin. 


Manshuin, un santuario precioso de la corriente Tendai que se remonta al siglo VIII, debe su fama a su particular estilo arquitectónico llamado Shoin. Sus características más notables pasan por la profusión de tatamis, fusumas (puertas correderas decoradas con escenas pictóricas), escritorios diminutos, baldas no mucho mayores y un tokonoma, cubículo ligeramente elevado en un rincón donde se colocan cuadros u otros elementos decorativos. En otras palabras, este estilo Shoin, que se desarrolló y expandió con fuerza en el periodo Muromachi, traza los parámetros esenciales de lo que se conoce tradicionalmente como habitación o salón japonés. En el jardín, por su parte, la grava se multiplica y desaparece el agua. Este efecto de jardín seco, otro icono de la cultura nipona, se denomina Karesansui y quizás sea más fácil imaginarlo, para quien haya visitado Kyoto en alguna ocasión, si le cito el jardín del templo Ryoanji, probablemente el ejemplo de jardín de grava más famoso del país. Lo mejor, nuevamente, corre a cargo de una naturaleza salvaje que se desparrama casi con insolencia en la parte exterior del templo, regalando escenas incendiadas por el fulgor del follaje de los arces.

 
Un kilómetro cuesta abajo, por carreteras estrechas y flanqueadas de árboles inmensos, separa Manshuin de Enkoji, un lugar apabullante de primeras tanto por la belleza de sus colores como por el gentío que allí se apelotona. Si hasta ahora había tenido que lidiar con japoneses, aquí se acabó la dicha. Aquello está que revienta entre grupos organizados de locales, de tailandeses, de italianos, de filipinos, … Con franqueza debo admitir que imaginaba Enkoji igual a un templo muy alejado del radar más turístico. Grave error. Obviamente, me basta con entrar en su jardín y mirar en derredor para comprender la razón de la multitud. Es espectacular. No, no alcanza a los más hermosos, pero no le falta mucho. Este templo, de apenas cuatro siglos de existencia, fue creado por un viejo conocido a quien ya he citado en otras ocasiones, especialmente cuando he visitado Nikko, donde está enterrado. Su nombre era Tokugawa Ieyasu, parte del linaje Tokugawa y Shogun con el que arrancó el glorioso periodo Edo. De Enkoji se pretendió, en origen, que hibridara templo y centro educativo, tal es así que aún se conservan los cincuenta mil bloques de madera usados para imprimir libros docentes. Y hablando de aspectos duales, la otra característica principal que lo define se refleja en la presencia de un jardín seco en la parte frontal y uno húmedo en la trasera. Éste, precisamente, es el que acapara todos los elogios (y visitas, queda claro) cuando llega el otoño y los arces estallan en mil colores.

 
A un corto paseo, apenas dos centenas de metros, se abre un diminuto bosque de bambúes que esconde, al fondo del mismo, el santuario Shisendo. Establecido en mil seiscientos cuarenta y uno, Shisendo es la obra maestra de Jozan Ishikawa, erudito en cultura y literatura china además de, por supuesto, diseñador de jardines. Empleó parte de su vida sirviendo de consejero a Tokugawa Ieyasu y, una vez falleció éste, el recinto pasó a ser administrado por la corriente budista Shingon. El diseño es bastante similar a los dos anteriores, empezando por un mar de grava que se abre nada más atravesar la diminuta puerta, ambas características identificativas de templos Zen. En el jardín principal, no obstante, los arces se ven superados en número por las azaleas (florecen a principios de verano) y esto hace que las panorámicas no sean tan impactantes.

 
Para acabar, rumbo a la estación de tren, otro corto paseo hasta Konpukuji, desconocido templo que en principio me atraía por su relación con el poeta Matsuo Basho y que, por el contrario, me ha sorprendido gratamente por lo hermoso de sus rincones. La puerta de entrada, sin ir más lejos, es mágica por humilde, teñida del rojo bermellón que desprenden miles de hojas de un granado arce anejo. Luego un salón acogedor y, por último, peldaños que se adentran en un bosque de estelas justo después de dejar a un lado el Bashoan, la humilde choza en la que durmió muchas noches el afamado escritor. En la cima de la colina se yergue la tumba de Buson, otro célebre poeta que, siguiendo los pasos de Basho, reconstruyó la choza que aquél había habitado y pidió ser enterrado (sus cenizas, se sobreentiende) junto a ella en reconocimiento a su mentor.

 
Y todo esto, así te lo cuento, en un breve espacio de un par de kilómetros más bien olvidados en la periferia nororiental de una maravillosa ciudad que, después de lo contado, imagina cuánto potencial entierra en sus arterias. El embrujo de un noviembre en Kyoto, lo repito a menudo, consiste en perderse por cualquier rincón porque siempre hallarás un pedazo de historia y cultura esperando sigiloso, aguardando a tu encuentro para revelarte su secreto con el abrigo cómplice de un decorado arrancado desde la paleta propia de un pintor impresionista.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias