Mercerreyas

Kyoto (III): Explorando el área de Kofukuji

Viernes 22 de Noviembre de 2019

Kyoto (III): Explorando el área de Kofukuji

Era de intuir que, conociéndome un poco, llegaría el momento de dejar atrás ese arte de apuntar y disparar, entre codazos, para retirarme a la vida de contemplación. No miento si digo que, tras un viaje relajado al límite porque de ello se vanaglorian zonas desconocidas de India y China en general, supuso un tiro en la sien la marea humana del templo Enkoji. La felicidad, por fortuna, aún no tiene casamenteros en Kioto, menos aún en mi dilatada experiencia viajera, y me basta un leve vistazo a un mapa para asegurarme un futuro la mar de relajado cerca de donde habito. Señalo en el folio un grupo de santuarios satelitales a uno principal, Tofukuji, y estrujo la memoria por dos breves segundos mientras apuro el penúltimo trago al filo de la madrugada. ¿Cómo olvidar la impresión que me produjo Tofukuji? “Mañana por aquí”, resumo.

 
Tofukuji, sacándolo del baúl de los recuerdos, fue un punto ganador en mi primer y último otoño en Kyoto. Tanto que, justo a un paseo de cuatro kilómetros desde donde ronco, promete ser un inmejorable lugar para purgar los tragos nocturnos de alcohol. No es solo su intimidadora sucesión de templos diminutos, arracimados en un cajón, es todo lo que se generó unos metros más allá bajo el influjo de la pujante secta Rinzai. O, mejor aún, la imagen cristalina, inolvidable, del río multicolor que formaban ginkgos, pinos y arces bajo el puente Tsutenkio en estas mismas fechas hace ya cuatro años. 


He arrancado en Komyoin, uno de los muchos subtemplos de Tofukuji pero lo suficientemente anónimo para poder disfrutar casi en soledad de su fantástico jardín de grava. Las rocas brotan de suelo y musgo, indistintamente, para forjar un paisaje cautivador, aunque, como siempre, quede reservado para la mente nipona el significado del mismo. Los salones, por lo demás, permiten sacar fotos en claroscuros, limpias de gente, y aquí radica su verdadero potencial.

 
Tofukuji central, lo imaginaba, volvía a estar colapsado. Mas de veras que es tan espectacular que hasta el agobio de la muchedumbre se disipa rápidamente en cuanto uno accede a su jardín frontal, paso previo a bajar al valle sobre el que se cuelga el puente Tsutenkio. El espectáculo, tal y como lo recordaba, es arrebatador, de perder el sentido. Millones de hojas de arce trepan unas sobre otras disparando colores intensos que abarcan desde el rojo bermellón hasta el morado violáceo, pálido. En ocasiones es una misma hoja, a medio madurar, la que posee ambas tonalidades. Añade gualda fosforescente de los ginkgos o el verde turquesa de las acículas de los pinos. Impresionante, tanto como para que importe lo más mínimo que una parte del salón Kaisando esté de renovación tras las exclamaciones de admiración que todos dejamos escapar desde la elevada pasarela central que lleva a la salida. Allí nos hacemos los despistados, sin excepción de locales o foráneos, y sacamos un millón de fotos pese a la advertencia de no entretenerse porque la multitud puede provocar el desplome del puente.

 
Cuando ya he tenido suficiente de multitud, y como yo trataba de evitarla, echo un vistazo en Shourinji. No tenía pensado entrar, pero los carteles anuncian que se expone (rara vez sucede) la figura de Bishamon o Vaisravana, uno de los cuatro dioses celestiales y considerado el guardián custodio de los lugares de rezo a Buda. De aspecto fiero, los japoneses a mi lado se doblan frente a él de rodillas y ombligo, como un tríptico, hasta hacerse un ovillo. El silencio lo cubre todo y apenas dos velas titilan mostrando leves detalles de su figura y la de sus no menos salvajes acompañantes. Sorprende, para los que venimos del reposo icónico propio del Budismo Hinayana, la profusión de gestos adustos y crueles en el panteón Mahayana.

 
Hay un kilómetro cuesta arriba hasta el templo que más me atrae a priori. Básicamente el día de hoy se centraba en recuperar Tofukuji de la memoria y echar un vistazo a Komyoin y este Sennyuji al que me dirijo. Adyacente, sin embargo, se abre el subtemplo Unryuin, y decido echarle un vistazo para comprobar que, efectivamente, la posibilidad de disfrutar un templo para ti solo dispara las emociones. No alcanza la orgia visual de Tofukuji, ni tampoco la paz desgranada en cada roca o metro de grava que caracterizan Komyoin, pero sus vistas sirven para apaciguar el espíritu. De todas ellas, una en especial. Se conoce como Ventana de la Iluminación, y es una ventana doble, sobrepuesta, que da a un rododendro. La más próxima al exterior del salón, cuadrada, simboliza el sufrimiento y el dolor; la inmediata, circular, simboliza la iluminación a través del poder emanado del Zen. 


Sennyuji, por descontado, es delicioso. También conocido como Mitera, o “Templo Imperial”, está tan íntimamente ligado con las distintas realezas niponas que incluso el emperador Shijo, fallecido en mil doscientos cuarenta y dos, está enterrado aquí. Ya no es solo cuánto de hermoso se esconde en sus fusumas, sino que, además, su jardín híbrido de grava y agua es uno de los más hermosos que haya visto jamás. Pero antes, justo donde muere la suave pendiente que llega hasta sus dominios, se alza un edificio descomunal conocido como “Salón de Buda”. En él, las tres figuras del iluminado, ricamente embellecidas con pan de oro, compiten en belleza con la sobresaliente figura de un dragón pintada en el artesonado. Es obra de Kano Tanyu, referente principal y modelo a imitar en la pintura japonesa desde finales del siglo XV hasta época Meiji. He llegado justo en el momento idóneo, lo saboreo mientras accedo al jardín posterior donde las hojas giran bruscamente de un color a otro. Las panorámicas, de súbito, se encienden a fuego desde un extremo hasta el opuesto, en un ángulo de ciento ochenta grados. El follaje que aún no está maduro brilla de verdor, el vecino, mientras tanto, ya se consume en llamaradas que arrancan en amarillo de fulgor antes de morir en rojo endemoniado. Se cuentan allí tres japoneses, mi figura encandilada y un silencio roto esporádicamente por el trino de algún tordo o el graznido de los cuervos. Silencio y belleza cautivadora. Nada más. No voy a tardar mucho en volver. 


De regreso al apartamento he estado dándole vueltas toda la tarde, al igual que las pasadas noches, a cómo afrontar los próximos días. Tenía pensado sacar un pase de tren y visitar otras zonas de Kansai. No sé, regresar a Takamatsu, ya en Shikoku, volver a Okayama y Kurashiki, conocer Obama o Hikone,… Pero lo voy a dejar. Mejor me quedo en Kyoto. Y lo hago porque tiene tanto, pero tantísimo por visitar y revisitar que incluso me van a faltar días. A Arashiyama me resultaba impensable no regresar; también deseo conocer Takao y, cómo no, volver a husmear en Ohara; qué decir de Nara. Y, además, suspiro por volver a Byodoin, un lugar fetiche para mí. Lo he visitado en cada una de las ocasiones anteriores en que he tenido la fortuna de pisar Kyoto y, por encima de ello, hay una razón espiritual (que contaré cuando lo alcance) para volver a pasear por sus mágicos rincones bajo la enigmática mirada del Ave Fénix que representa. En este punto desconozco si necesitaría media vida o más para conocer esta antigua capital japonesa, pero esa duda que reconforta, la misma que genera pavor en turistas de manual, me provoca un suspiro de alivio e ilusión por seguir arañando, aquí o allá sobre su superficie, además del más dulce deseo de buenas noches.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias