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Kyoto (V): Arashiyama o volver a empezar

Domingo 24 de Noviembre de 2019

Kyoto (V): Arashiyama o volver a empezar

Si hay una zona de Kyoto por la que siento especial predilección es por Arashiyama, al oeste de la ciudad. Sea su palpable atmósfera relajada, su sucesión de casitas con jardín entre las que se desparraman diminutos campos de arroz, su sensación permanente de que allí todo el mundo se conoce entre sí o, por supuesto, esa pasmosa sucesión de templos de nota que pueden arrancar por Tenryu-ji, lo normal, o, en mi caso, por Seiryo-ji y su excepcional figura de Buda. 


Chonen, un monje japonés, viajó a China a finales del siglo X para estudiar budismo. Allí no se topó con esta figura que hoy se observa en este templo, pero sí con una idéntica, tallada en India por Udayana, uno de los discípulos de Buda, en los albores del budismo. Esta réplica que él ordenó crear es la que hoy se observa, y puedo asegurar que es deslumbrante por la finura de sus detalles. No solo eso, en mil novecientos cincuenta y tres se descubrió que estaba hueca y, en su interior, contenía órganos hechos de seda, elemento probatorio del avanzado conocimiento de anatomía que existía en China en aquel tiempo. El propio y único estilo de la estatua, con el pelo abultado y ambos hombros cubiertos por una túnica, lleva el nombre del templo, Seiryo-ji, y ha generado un número incontable de réplicas que hoy adornan otros tantos santuarios a lo largo y ancho del país nipón. 


Esta figura, sin embargo, ya la conocía desde hace cuatro años. Y si entonces tuve que poner frente a ella una vela y un incienso por mi madre, ahora me ha tocado duplicarlos por mi padre. De veras que impone ejecutar un acto tan sencillo y simbólico, en sepulcral silencio, frente a un icono tan poderoso y al mismo tiempo tan pacífico. Lo que desconocía de Seiryo-ji, porque entonces estaba cerrado, es el puente trasero que da acceso a un coqueto jardín. Sí, la visión aquí es hermosa, pero mucho más desde la pasarela elevada dado que allí se aprecia, en ángulo de trescientos sesenta grados, cómo el otoño colorido contagia todo su esplendor a un estanque que embellece a una aislada capilla. Otra de esas visiones, millones en el momijigari de Kyoto, que provocan por igual estupor y emoción a raudales.

 
Adyacente, a menos de cincuenta metros, se esconde (y digo bien, porque está detrás de una empalizada sobre la que se abre una puerta ornamental bien austera) Hokyo-in. Es, sin duda, el santuario que más me impresionó en dos mil quince. Y lo hizo porque, si vienes en cualquier otra estación, no pasa de un lugar humilde donde apenas se distingue un hodo dedicado a Kannon y un par de escuetos mausoleos. Pero si vienes en otoño, el colorido y luminosidad que emana de su jardín ha sido trasladado de un cuento de hadas. La suerte inmensa es que solo los japoneses parecen conocer este rincón embrujado, y es posible sentarte sobre un tatami, con la vista perdida en cualquier punto de la pintura circular que la naturaleza ha creado para tus ojos, y echar el tiempo que quieras sin la menor sensación de agobio. Hay estampas que encandilan por su contundencia y sucesión continua sin lugar al descanso, del estilo de Tofuku-ji, Daigo-ji o Eikando; pero la suntuosidad, el punto de equilibrio milimétrico, perfecto en composición y colorido, solo se puede encontrar en escasos templos del nivel de Sanzen-in o este Hokyo-in que comento.

 
En Jojakko-ji, por desgracia, se acabó la paz. Cuenta en su contra que pilla demasiado cerca de Tenryu-ji, punto clave de casi todos los tours organizados, y eso se acaba notando. Aquello bulle de centenares de chinos, básicamente, lo que hace prácticamente muy difícil poder sacar una foto en condiciones. Aun así, sortilegio de momijigari, el templo, dentro de su simplicidad (apenas un Hodo y una pagoda de dos alturas), resulta espectacular por el iridiscente despliegue de colores y la alfombra de musgo que cubre hasta sus más recónditos escondrijos. 


Se da un punto, es inevitable, en que asumes que sí, que podrías estar varios días seguidos viendo estos preciosos paisajes, pero de pronto te sientes tan colmado que necesitas parar y cambiar de tercio. Sencillamente has de dejar correr unas horas para resetear los sentidos y, entonces sí, recuperar la capacidad de deleite volviendo a pasear bajo arces encantados. Llegado hasta aquí, sin necesidad de estrujarme la memoria, camino menos de un kilómetro y hago un alto en Gio-ji antes de subir a Otagi Nenbutsu-ji, a kilómetro y medio de distancia de aquél.

 
Gio-ji, cuando todos los templos te obligan a alzar la mirada, se ha hecho justamente famoso por lo contrario: porque te obliga a dirigirla hacia el suelo. La naturaleza ha tejido allí una urdimbre con distintos tipos de musgo que, perlados por las hojas de arce, generan otra visión inolvidable que enlaza con ésa que llevamos dentro de un Japón delicado al extremo, de matices sensibles y simetría perfecta. 


Y Otagi Nenbutsu-ji, por último, es un lugar que descubrí hace un par de años y que llama poderosamente la atención por la cantidad de arhats (“rakan”, en japonés, una especie de bodhisattvas) que se alinean en sus esquinas o jardines. Lo paradigmático radica en que este milenario santuario presentaba un aspecto puramente ortodoxo hasta mediados del siglo XX. Fue en mil novecientos cincuenta y cinco cuando el monje Kocho Nishimura, un antiguo escultor y restaurador, fue nombrado responsable del lugar y, en su idiosincrasia de raíz artística, empezó a dar forma en su mente a la futura transformación del mismo. Durante diez años, arrancando en mil novecientos ochenta y uno, el templo fue desmantelado para su restauración, los terrenos adecentados y, junto a ello, se esculpieron mil doscientos arhats que ahora vigilan al visitante desde casi todos los rincones. Creados por el propio Kocho y su grupo de aprendices, cada uno refleja un estado anímico distinto por lo que resulta imposible encontrar dos figuras idénticas. Con todo, es indudable que nuevamente el punto de belleza máxima ha corrido a cargo de la naturaleza dotando a las figuras de esa gruesa pátina de musgo, efervescente y eléctrico por momentos, que confiere un aire irreal a todo el entorno. 


Así se ha dado el día. Me acosté en la firme convicción de ir a Ohara, incluso hasta llegar a la estación central de Kyoto iba convencido de ello, pero, en un momento dado, me ha venido a la cabeza aquella imagen del camino que se incrusta entre el decorado versicolor de Hokyo-in. La paz, la belleza derramada en cada hoja, la composición sin el más mínimo pero, un silencio que ni la brisa más audaz se atrevía a romper,… Y he sentido que debía regresar a Arashiyama. En ese mismo instante.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias