Mercerreyas

Kyoto (VI): Ohara

Lunes 25 de Noviembre de 2019

Kyoto (VI): Ohara

Ohara, pese a su innegable reminiscencia sonora a “Lo que el viento se llevó”, es, sin embargo, un bucólico valle entre montañas tendidas, tapizadas con huertas y bosques esmeralda, además de un guiño efectivo a un templo excepcional, fácilmente clasificable como el más hermoso de Kyoto aunque se ubique a cerca de veinte kilómetros al norte de su centro urbano.

 
Sanzen-in, así se llama, es otro templo fundado por Saicho, monje creador de la corriente Tendai del budismo japonés. Dicho monje, célebre también por ser quien trajo las primeras hojas de té desde China (y con ellas la “ceremonia del té”, un ritual originario del gigante vecino occidental que con el paso del tiempo se ha convertido en icono de la cultura nipona), creó Sanzen-in como templo auxiliar del cercano Enryaku-ji, en pleno monte Hiei. Más allá de su dilatada historia e importancia, este templo adquiere un protagonismo propio en otoño cuando el caleidoscopio que genera la naturaleza lo eleva hasta uno de los ejemplos más hermosos para disfrutar del momijigari. Tenía entendido que aquí, en Ohara, el otoño siempre suele ir unos días adelantado a Kyoto, que ahora mismo está en plena erupción de colorido, y por ello lo he disfrutado el doble al encontrar la belleza perfecta de esta estación hecha tapiz de hojas multicolor, ya marchitas. Incluso más cuando la brisa tibia de noviembre sacudía las ramas y una nieve de confetí natural te rodeaba provocando las contenidas, casi mudas, exclamaciones de felicidad y sorpresa de los japoneses.

La visión perfecta del salón Ojo Gokuraku-in emergiendo del musgo entre cortinas formadas por inmensos cedros, las hojas de arce resbalando por el cuello y quedando suspendidas de mi sudadera, el juego cromático que genera tal colorido al contrastar con las cicatrices parduzcas de los cedros, el goteo rítmico del agua que resbala a través de una caña de bambú para caer en una pileta de granito, los risueños jizos brotando de un océano de musgo,… Emociones sin parangón que hacen de este lugar uno de mis favoritos en todo el país. Sí, también lo han descubierto los chinos, no era complicado dada su belleza, pero ni siquiera sus manadas desbocadas son capaces de romper el encanto. De momento. Y digo de momento porque en el Sudeste de Asia, dado que tienen pasta a mogollón y encima despilfarran como lo que son, nuevos ricos, se les permite hacer lo que deseen (es una de las características que más crítico de los gobiernos de esos países: su tendencia a trincar la pasta y no pensar en las consecuencias); pero dudo que en los templos japoneses no empiecen pronto a meterles en cintura y cortar muchas actitudes tan irrespetuosas con cultura y patrimonio locales (léase arrancar flores, dar voces y chillidos junto al monje que reza o permitir a los niños corretear y tocar figuras sagradas).

 
Hosen-in, a una centena de metros del anterior, es otro irreprochable ejemplo de jardín japonés que, además, cuenta con un monumental pino de tronco bicolor, forma de Monte Fuji y más de setecientos años de vida. No obstante, el punto más destacado, en mi opinión, radica en la perfecta orientación del salón de tatamis hacia el jardín central, provocando que la luz solar bañe el interior de la estancia al tiempo que puntea de brillos diamantinos el follaje exterior. Como siempre, mires por donde mires, el más mínimo detalle ha sido cuidado con mimo.

 
Y entre los dos anteriores, ocupando una pequeña extensión de terreno, Jikko-in oferta el entorno más relajado de los tres además de un jardín encantador del estilo Chisenkansho (el más japonés, por decirlo coloquialmente, con su estanque y cascada que se distribuyen de tal modo que se pueden apreciar exclusivamente desde el salón). Tampoco es que sea catalogable como imprescindible en una visita a Ohara, no, al menos, al nivel de los dos anteriores, pero créeme si te digo que poder disfrutar de un jardín tan excelso solo para tus ojos, en pleno silencio, es algo que se cotiza muy caro y que, si alguien no lo remedia, va a ser un imposible (a menos que conozcas muy bien Kyoto, que es lo que pretendo tras tantos regresos) de aquí a nada.

 
Hasta aquí el resumen de un día relajado por Ohara, un lugar precioso con alma tangible de aldea que, además, es muy fácil de alcanzar en bus tanto desde la estación central de Kyoto como desde la estación de metro Kokusaikaikan (final septentrional de la línea Karasuma). Mañana regreso a la trinchera porque me apetece dar una vuelta por la zona que suman Eikando, Nanzen-ji y Kodai-ji, un maremágnum de templos (y riadas humanas) que, es probable, me va a obligar a tener que darle un par de días. Dependerá de cuánto sosiego pueda encontrar escondido y cómo de a gusto me encuentre.

El autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias