Mercerreyas

Mounigou o naturaleza embrujada

Viernes 1 de Noviembre de 2019

Mounigou o naturaleza embrujada

Lo más hermoso de vivir el presente en plenitud es que no se debe estar esperando cuándo llega el futuro. Ni propio ni ajeno. Tan sencillo en su enunciado como complejo de interiorizar. Yo, por fortuna, tuve la mejor maestra, una madre que no dejó de proclamarlo hasta su último aliento entre mis brazos, en la calle Luis Cordero de Cuenca, un día que pronto cumplirá su quinto aniversario. La retórica existencial, base del budismo (y doctrina de quien me parió), parte de que el ahora, la salvación inmediata con independencia del decorado, hace de meta. Por el contrario, si un cumpleaños es una necesidad anticipada, se convierte en una derrota y un volver a empezar. El futuro, te lo prometo, se escribe en renglones torcidos o no se escribe. No hay más misterio. Lo digo porque si ayer supe de mi aniversario (cuarenta y cuatro octubres, más dos días) fue por mensajes al móvil, no por necesidad perentoria de celebrarlo. Y aquel día de Nanchang, cuando ni siquiera fui consciente de la efeméride hasta el filo de la medianoche, tras un vertiginoso cúmulo de situaciones, otra muesca de mi naturaleza. Aquella jornada fui extremadamente feliz, tanto o más que hasta el momento en que el teléfono móvil, dos días atrás, vibró. Rezar a Buda y exigir contemplación a glosas de la egolatría es, no lo digo yo, se basta el corazón puro, un absurdo. Pero, volviendo a lo anterior, efectivamente toda salvación no precisa de decorado. A menos que te encuentres en Mounigou. 


Al despertar a primera hora, con la idea fija de llegar a Mounigou, era plenamente consciente de vivir un primero de noviembre (mal rayo me parta). Por antes de ayer, ayer y hoy. Mas la virtud del viaje en China es que nunca existe media hora después, solo la batalla permanente de averiguar a dónde, cómo y cuándo ir. Me bastó una décima de este país para olvidar a todos los santos entre que me quitaba las legañas. Y prestar atención a quien te observa con indisimulado interés (un taxista), el mejor antídoto aunque aún brille en la memoria el texto maravilloso de una mujer que conocí y que cree en la bondad sin ambages, desde Malasia hasta Samos. El azar nunca jamás existió, solo caminos equivocados que siempre podremos retroceder, esgrimiendo el perdón, para seguir creyendo, creciendo. Pacto con el taxista y rumbo al destino sin dejar de voltear esta idea. 


Yo podría, en nombre del amor, coartar libertad. Piénsalo bien: un oxímoron puro. Recuerdo, al cabo, a esa gente que cierta vez la vida me permitió conocer. Hoy, viendo en qué se ha convertido el juvenil deseo de justicia de Stephanie, la admiro por su tesón. Llevo cincuenta días, medio viaje, sumido en la voracidad del planeta y sus gentes. Y, en cierto modo, disfruto al límite de Songpan y sus alrededores porque son palpables, no una meta invocada. Cuando uno plantea la ruta sabe, de sobra, dónde va a ir sobrado y dónde le tocará purgar. La puta suerte, dicho en su más justa expresión, es que siempre quedará un ejemplo, cuando más jodido estés, que aparezca de la nada, ajeno al azar, como el de aquella adolescente que ansiaba ayudar al mundo desde un templo con forma de pollo, no muy lejos de Yogyakarta. Un icono para perseverar. Siempre habrá quien desprecie su inocencia y espíritu puro, preñado en el corazón, inasequible a valores impostados por adultos. Nos sonreímos cómplices, verdad, ¿madre? Ya hemos llegado a Mounigou y no tengo la más mínima idea de dónde me hallo, pero sí creo a pie juntillas en cada letra y fortaleza de los textos escritos hasta ahora… aunque nadie los entienda. 


En ese instante, pese a que apenas lo intuyo, Mounigou se desparrama de tal modo, cuartea el ánimo en tal medida, que es una salvación en sí mismo. Primero caminas, accedes al valle, y empiezas a subir escaleras. En un punto concreto Jiuzhaigou se escapa de ocho años de olvido y se presenta ante ti a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Es apabullante, descomunal de hermoso. Una acuarela natural, un valle esculpido en travertino donde los depósitos de carbonato de calcio se van acumulando en lagos de color irreal. Transparentes, insinuantes, provocadores. Anhelando un chapuzón de punto final que equivalga al espejo de Alicia hacia una dimensión desconocida.

En función del tipo de mineral arrastrado, más allá del omnipresente carbonato, adquieren un color u otro. Y según el punto de luminosidad tornan del verde esmeralda al azul cobalto, del blanco níveo al verde fosforescente. Cada dos pasos sale una panorámica perfecta cuando se nubla el sol, cuando despunta, cuando se enreda en un jirón. Otro lago, nuevos tonos, mientras el astro a lo suyo, arrancando matices eléctricos o hundiéndolos en azul sin fondo ni trampantojo. ¿Y dónde está la gente? No hay ni un grupo de banderita a la vista. Concentrados en el primo-hermano famoso de Mounigou, allá en Jiuzhaigou, aquí quedamos, aparte de mí, un escaso puñado de chinos, viajeros independientes, que se me irán sumando en el camino. Los lagos se van multiplicando a medida que asciendes, el valle se angosta y acaba en unas pozas de aguas termales donde apesta a azufre. Hundo la mano junto a un borboteo para comprobar que el agua no baja de veinte grados de temperatura. Alucinante. ¡Qué preciosidad de lugar! Te aseguro que respirar Mounigou, puedes creerlo, incluso debería ser considerado como una desesperada terapia de choque para suicidas irredentos. Una vez conocido, chutado en vena, respirado por los poros, ¿quién demonios no desearía despertar cada alborada con la pretensión de regalar a sus retinas algo similar a esto?

 
Desciendo por la otra vertiente y el taxista, que me espera adormilado, arranca el vehículo al tiempo que señala otro carretera que serpentea entre el pinar y me dice “pubu”. No entiendo casi nada de mandarín pero sé que esa palabra significa cascada. La aprendí en Dehang, hace mucho tiempo, y todavía la recuerdo. ¿Pero hay más?, me digo entusiasmado. Y yo que no esperaba mucho de Mounigou. Tras quince kilómetros aparecemos en otro parking encajonado entre esbeltos y frondosos pinos. Vuelta a caminar. 


No he hecho ni medio kilómetro de ascensión cuando topo con una cascada descomunal. Rodeado de una herradura calcárea, asoma inmensa, pero de extrañas paredes marrones sobre las que el agua se abre en colas de caballo. Me arrimo y no doy crédito. ¡Es otro travertino, y en cascada! Ahora sí que he de mirar dos veces para asegurarme. Jamás había visto una cascada de carbonato cálcico. Sí que es habitual comprobar cómo los sedimentos de las pozas van creando pequeñas paredes que contribuyen a crear ese efecto de lagunas en bancal. Pero una cascada inmensa, de estas dimensiones, no la había visto jamás. Acaso lo más parecido sea la Veliki Slap, el famoso salto de agua en los croatas Lagos de Plitvice, pero ni por asomo alcanza esta belleza y altura. Una vez más, lo que el mundo te da en grageas, China te lo devuelve amplificado al límite.

 
El sendero desciende a través de pozas más reconocibles, donde el agua turbia se mezcla con el cobalto característico de este fenómeno geológico, y a eso de las cinco de la tarde me toca volver a despertar al taxista que dormía plácidamente en el aparcamiento. Media hora antes lo pensaba nuevamente, tras el crujir de mis pisadas en las pasarelas de madera. Dicen de Jiuzhaigou, y se puede extrapolar con certeza absoluta a este rincón, que es un lugar de cuento de hadas. Asentía con la cabeza. Yo siempre he sostenido que, además, está hechizado. Lo que nunca pude imaginar es que el hechizo de naturaleza irreal se desdoblara para teñir de belleza etérea este otro lugar mágico llamado Mounigou. Sigo pensando que, después de recorrer nueve mil kilómetros, a solo cien de Jiuzhaigou, debería intentar conseguir regresar, pasado mañana, a sus entrañas bendecidas por la naturaleza. No obstante, tras lo disfrutado hoy me iré con una sonrisa que cubra mis mofletes cuando, sin lugar al sortilegio, me manden a paseo por no registrarme ni formar parte de ningún grupo tumultuoso de chinos.

Sí, de veras que lo más hermoso de vivir el presente en plenitud es que no se debe estar esperando cuándo llega el futuro. Después de la lección de Stephanie o Mounigou, ¿qué más da el porvenir inmediato, infausto o memorable, si aquella mujer y este decorado se han hecho irremediable llanto de felicidad en un día de difuntos? Allá arriba, con sonrisa pícara pero plena, una madre de tesón, junto a un padre de convicción (si viajar es lo que te gusta, eso es lo que debes hacer), iluminan un Día de Todos los Santos con pinceladas escapadas de su paleta. Sobre lagunas etéreas, suyos son los tonos que trascienden esmeraldas y lapislázulis hasta querer hacer enloquecer de hermosura.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias