Mercerreyas

Día 91: Sanuk, sabai, saduak

Lunes 9 de Diciembre de 2019

Día 91: Sanuk, sabai, saduak

Es hermosa la figura de Buda que se representa en la pagoda Chaut Htat Gyi. Tan colosal que ha de ser, metafóricamente, trabajo de las mejores hilanderas por lo delicado de sus formas, ropajes o pestañas. Damisela bajo tul dorado. Refleja unos ojos revestidos de fe y felicidad, traviesos, acordes con esa mueca de sonrisa que solo se da a los íntimos y que convida a olvidar lo mundano. Ni hombre ni mujer, clásico en la iconografía budista birmana. Ensoñador o, al mismo tiempo, melancólico, en neutro, imaginando un próspero futuro que ya se adivina incluso entre los humildes tipos que le limpian los excrementos de las palomas con escobas de cepillo humedecido. Supongo que casi diez años es demasiado tiempo como para que se olviden las formas y hasta los mensajes, media alma despojada tal que piel vieja de pitón madura, pero el gran Buda se me hace presente idéntico a como lo dejé. Y hasta en lo oculto de sus ojos sigue susurrando lo mismo, juro que lo hace. Confidencial, me hunde en sus sombras y me vuelvo a postrar a sus pies, ajeno a unas lágrimas que demasiadas veces en los últimos días han peleado por reencarnarse desde el inframundo del dolor y la soledad. Blandiendo nada más que silencio. 

Justo antes de llegar a Chaut Htat Gyi, a rebusco de las sombras, a media décima de volver a tropezar con camisetas a secar al sol, herramientas, desperdicios, perros famélicos y qué sé yo todo lo que convive en el próximo metro cuadrado que ansío conquistar, otra pagoda se forma sobre una suave loma a mi diestra. Es Nga Htat Gyi, y guarda un Buda de dimensiones colosales. Ni lo dudo. Me descalzo, resoplo con suavidad y arranco la hilera de escalones que trepan hasta la cima. Nuevo Buda, nueva descarga de calma y súbita confianza en que, desde este mismo punto miserable, ya solo puedo subir. Me arrodillo y dejo marchar el pasado sin ansias de futuro, en la creencia total de que la puta vida me pondrá nuevos deberes en el momento más insospechado, cuando el mañana cobre forma y dimensión temporal. El trémulo susurrar de un monje rasurado como todos, arropado en ígneo butano como todos, me devuelve de la catarsis y, ensimismado, le veo recortado a un metro frente a mí, rodillas al suelo, humillado bajo nueva figura de ésas que, en esta ciudad sin par, se han hecho igual de comunes que lo profundo de la fe de sus vecinos tras decenios de vicisitudes terribles. 

De regreso al frenesí, como el sol sigue picando a rabiar y pese a que aún recuerdo el desayuno, decido comer un bocado en un restaurante, nada ostentoso pero regado de un par de cervezas. Mente en blanco. Uno, cinco minutos, hasta quince. Y luego lo del plato ya se heló. Y luego anhelo el suave acariciar de teclas. Y olvido dónde dejé la mochila. ¿Izquierda, derecha, aquí, allí? Y de pronto arranco, arranco de lo arrasado para saltar un muro de cascotes y galopar vomitando letras que llegan hasta este punto de nuevo texto sin fe. Porque llevo demasiado tiempo en ruta sin nada agradable que invocar. Porque me pesan más las ausencias y añoranzas de víspera que los nuevos mañanas en que animal de futuro volveré a ser. Porque, sobre todo, nunca dejaré de creer que, entre lo triste y lo perdido, mis textos serán mi testamento. 

A los pies de Buda. Escrito en Yangon. Noviembre de 2016


Acurrucado junto a Fah, seis meses después, en la penumbra de la habitación, el azabache de su cabello, de olor almibarado, me rasca la nariz y, por razón misteriosa, me obliga a teclear. Me recuerda, más enigmático aún, a un texto perdido, escrito en Yangon. Acaso porque, antes de ella, Sakon Nakhon se había reducido a los pies de Buda en el fantástico templo del sagrado that (estupa) Choeng Chum. Y no dudo un ápice que sentir idéntica paz entre salmos que entre sus piernas, como hace medio año, ha sido una deliciosa coincidencia. El mismo efecto reparador, cuando aterrizas a eso de la medianoche en el karaoke, o mediodía en el templo, nunca fue una coincidencia. No es casual una sonrisa así de amplia y pura. Tampoco la alegría inusitada de una gente acostumbrada a las promesas huecas de muchos extranjeros. Ahora sí que, tres meses después, este viaje termina donde debe. Misma habitación de hotel, idéntica orilla donde corregía mínimamente “Te seguiré hasta Tomebamba” y de donde tuve que salir pitando hacia Bangkok por una diverticulitis. Imagino que no tolero bien las despedidas forzadas, provocadas por el dolor. Había una mujer, en Rentería, consciente de ello. Ahora ya son dos.

 
Ha salido, en la breve conversación con Fah, el popular refrán “sanuk, sabai, saduak”. Una lección diminuta de cómo vivir sin nada para tenerlo todo. Sanuk, vive feliz y disfruta; sabai, mantén siempre la calma; saduak, acepta lo que la vida te da con alegría. Abruma por sencillo y complejo. Suerte de poder vivirlo colgando de una nube de espuma. Fah es una masajista excepcional (no es ninguna indigente, lamento decepcionar) y además una conversadora nata, siempre dispuesta a explicarme detalles que le cuestiono acerca de su vida o cultura tailandesa. Me desgrana muchos de ellos, incluido el refrán, mientras cenamos juntos. Lo de después, ateniéndonos al pasado reciente, una consecuencia obvia.

 
Tecleo suave, de madrugada, porque no quiero despertarla. Tiene algo de adorable su figura delgada bajo el edredón, el leve mechón enmarañado que se apuesta sobre su ceja derecha. Tan tierna, tan sensible en su masaje, tan salvaje con la tormenta sexual desatada, hace apenas dos horas de humedad, fluidos y saliva compartida. Habíamos hablado de estar juntos estos días. Pero no lo veo claro. Estoy a gusto a su lado, y trato de entender el motivo de mi reticencia. Será por eso que, ante las hostias de la vida, ante las decepciones humanas, uno se vuelve más áspero y huraño, desconfiado incluso ante su mundo interior. Es el precio a pagar del olvido. Un olvido. Uno que no huye. Cierta vez, no hace mucho, alguien me preguntó acerca de la lástima y las relaciones sentimentales. Con suavidad, imprimí un sello de mis labios en su boca y abracé su figura lo más que pude, compungido por el perturbador peso de la duda. Sin entender muy bien por qué, acaso haciéndolo sobradamente, recuerdo a menudo aquel preciso momento. No mi respuesta muda. Solo la pregunta. Y me provoca, sin amparo posible, ganas de llorar. Con la duda, nada más.

 
Toda la tarde en Choeng Chum, mordisqueando aquel instante de cariño infinito, me debate entre la desesperación y la ensoñación de volver a volar. Es inevitable recordar a Maitane, lo explosivo del silencio impostado, la venganza y hasta la amenaza latente. La losa que, día tras día, le va a acarrear. Dijo que es feliz, pese a la dureza contundente del duelo, y yo, a los pies de Buda, he de serlo en la misma medida. Callando demasiado. Encontrando alivio en el tañido fugaz de estas teclas. Vislumbré, en aquel Yangon, estos nuevos deberes, sabedor de que me fustigarían en el momento más insospechado. Una voz melódica me pregunta qué hora es. Fah se ha despertado, y yo vuelvo a desear (tremendo error si se confunde con necesidad) su abrazo y esa cálida respiración en mi espalda. Sanuk, sabai, saduak. Imposible resumirlo con mayor acierto.

El autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias