Mercerreyas

Día 93: Isan sabrá

Miercoles 11 de Diciembre de 2019

Wat Phra That Phanom

Día 93: Isan sabrá

Es festivo en Tailandia cuando visito nuevamente That Phanom. Cinco de diciembre, Día del Padre. Hace un calor desesperante y una multitud de tailandeses se fotografían sobre el chedi de estilo lao, el símbolo de Isan. Corretean los niños por allí y todos, en un momento dado, convergen en un minuto infinito cuando rodean la estupa con palmas en oración sosteniendo incienso y un bulbo de loto. Que se pare el tiempo. Mantras y salmos son bisbiseados en la boca, y cada palabra rebota contra el témpano de cal y oro. Allí se amplifica y regresa dulcificada a tus oídos, a cinco revoluciones por minuto. Etéreo. Tanto que arrodillarse en una esquina del recinto y ver el espectáculo es obligado. Desde unos minutos a unas horas o toda la vida, lo que te pida el cuerpo. Las velas se derriten frente a la misteriosa mueca de sonrisa del iluminado, el vapor goloso del incienso se arremolina en los caracolillos de su pelo, los lotos se marchitan ante su mirada adormilada. Hay uno, dos, tres. Decenas de Budas, en cualquier mudra (posición) que puedas imaginar, pero todos con sus ofrendas a un palmo. 

Yo conocí a un iluminado: mi padre. En su finita dimensión, sin alardes, pero un verdadero ser de luz con un karma de bondad que le rodeó permanentemente. Esta percepción no es algo que me haya surgido de inmediato a la sombra de That Phanom, lo sé porque llevo dos días amargos llorando su ausencia, lo sé porque mis lágrimas se unen a la torrentera de todos los que le apreciamos, empezando por sus hijos. A perro flaco, amoratado y con corazón por volver a remendar desde el punto donde se rasgó hace veinte años, todo son pulgas. Suerte que los vientos del destino me hayan llevado a la orilla más pura para rumiar mi desdicha, para asumir ausencias. 

Se va sumando más gente a circunvalar la estupa, pero ninguno decide prestar mucha atención al extraño. Ha comenzado su recorrido un grupo de monjes y todos se postran ante la colosal forma sagrada. Día del Padre, muchos de ellos risueños, conscientes y respetuosos con la renuncia carnal ofrecida tras la túnica azafrán. ¿Y el mío? Del mío su principal valor era su capacidad de asumir tu finitud, tus límites terrenales. Si querías, estaba bien; si no te querían, también; si querías querer, igual; si no querías querer, seguías haciendo lo correcto. Luego otro trago a un porrón y tan feliz. Aquel porrón mellado que acabó lleno de pacharán con aspecto de vino clarete en el sitio que debía, queda claro. Lo más sencillo siempre es lo más complejo. Porque, para nuestra desgracia, mi padre era de esa estirpe de seres que enseñan más con su ausencia que con su presencia. Solo cuando ya no están te das cuenta de cuál era su verdadera dimensión. Y eso genera un dolor tan intenso que a algunos disfrazados de bala perdida solo nos queda pegar una patada al mapamundi, buscar algo que se le parezca en el confín más inimaginable, aunque sea tras el dorado de una pintura cegadora, las velas, el incienso y unos lotos cuya montaña se multiplica a cada segundo. 

Con la primera hora de la tarde aminora el volumen de gente y That Phanom vuelve a parecer un decorado de ficción. Las pisadas se amortiguan en la esterilla y, al volver la vista, las sombras juegan a cubrir pedazos de la estupa que se hace mosaico celestial, arañando el cielo con su parasol. Los iluminados del santuario principal se opacan o mimetizan con el damero de losas color ceniza en el altar principal. Es una imagen de ensueño. Allí quedará el recuerdo de mi padre en su onomástica tailandesa hasta que regrese. El tipo más feliz del mundo porque nunca deseó lo que no pudo tener. Lo único tangible era lo único importante. Las mangas de la camiseta se secarán en un minuto porque, como él decía, esto son solo dos días de lágrimas y después a otra cosa. Como para no creer después de tantas lecciones. 

Aún pensaba en ello mientras un tuk-tuk me llevaba a Renu Nakhon. Miré al cielo un instante y es como si viera su cara: si viajar es lo que te gusta, eso es lo que debes hacer. Y de repente, con la brisa, no solo la camiseta estaba seca, incluso las lágrimas ya ni se imaginaban. Será el embrujo y enjuague de estas estupas de cal y oro, arrulladas a medias por el Mekong y mi pasado. Mi padre queda de testigo, tanto como sabe que el mejor día de toda esta aventura será cuando regrese a casa. Como lo fue en todos y cada uno de los viajes que hice con su mujer, con mi madre. 

Estupas de cal y oro. Cinco de diciembre de 2017. 

El detalle de que esté nombrada en honor al dios hindú de la muerte, Ishana, ya debería dar una pista de por qué Isan es no solo la región más desconocida de Tailandia sino también la que encierra sus parajes más desolados y extremos. Igual no es justo del todo acotarla al viejo Siam ya que su desarrollo histórico, imbricado a lomos de reinos tan potentes como el jemer irradiado desde Angkor o el lao de Lan Xang, el del millón de campos de arroz, devino en una ecléctica sociedad de difusa identificación política. En ese caldo primigenio, hervido por centurias, hoy borbotea una gastronomía exuberante donde mandan los picantes a rabiar, un idioma tejido en una trama donde el jemer y el lao modifican hasta enriquecer al tailandés clásico, un estilo musical pegadizo por vital y, por encima de eso, el aroma que todo lo envuelve resumido en un estilo de vida ultra-pausado donde conductores de songthaew y campesinos dormitan las horas centrales del día, unos en una hamaca dentro del vehículo, otros en una hamaca tendida entre dos palmeras, todos a la sombra. 

Exento de las meridionales playas coralinas, oscilando del tono blanco al color turquesa, y de septentrionales tribus coloridas, segundo imán turístico del país tras el anterior, el principal reclamo es su gente y su deseo de compartir una cultura diferente forjada entre terrenos baldíos y el desprecio de tailandeses de otras latitudes, quienes no dudan en afirmar que la sociedad de Isan se conforma de aldeanos e ignorantes agricultores. 

De un modo u otro se puede afirmar que la región de Isan ha ejercido, desde tiempo inmemorial, una atracción para viajeros deseosos de emociones auténticas. Y no miento si afirmo que el poco tailandés que hablo lo aprendí a base de fuerza en esta región, so pena de no encontrar dónde comer, dormir o cómo moverme porque allí el inglés es un producto marginal. 

Hoy, sin embargo, me ha tocado abandonar Isan porque ningún viajero es inasequible a la derrota física o moral. Lo he hecho con inmensa decepción y rabia porque detrás de cardenales oscuros, que me envuelven tanto en corazón como en pierna izquierda, sé que esa tierra me habría devuelto la fe. Isan, con sus gentes amables y templos vibrantes, es un mundo por descubrir sin necesidad de recurrir a hermanas de la compasión, que cantaba Cohen y alguien no tardó en recordarme cuando acaricié sus pétalos. Nadie supo jamás qué historia humana se escondía detrás de dichas ninfas, y al infeliz que una vez intentó rascar la superficie ya le etiquetaron de lo malo, lo peor. Nunca lo sabré. En Isan, en definitiva, todo Dios lame heridas de podredumbre y decepción. Ha sido, verdaderamente, una despedida muy amarga. 

Isan, una despedida amarga. Siete de diciembre de 2017. 

“Domina tu ego y soberbia. El bochorno, la angustia y las arcadas de vómito ante acusaciones de lo que nunca has sido ni serás. No reprendas las amenazas e insultos. Hacer apología del silencio con una pierna en el cuello y una navaja en la tripa es un espinoso camino. Si alguien no puede enfrentarlo, vano lucir de un escaparate ajeno al corazón, tú sí debes comprenderlo y amarlo. En ese dolor mudo y desgarrador hallarás la única enseñanza: la compasión. La que te ha permitido volver una y otra vez. Somos lo que quieren que seamos y la ausencia de un aliento infinito de cada despertar, en cada anochecer, el don más preciado. El llanto en soledad es tu camino”. 

Templos de Isan que me han visto crecer, que me guían en el pasado, pero, sobre todo, en el futuro… 

La incuestionable verdad de Sakon Nakhon. Siete de junio de 2019.

 
Desconozco si por insistencia o mero azar, pero el caso es que That Phanom, cada vez que lo visito, se me antoja un libro inconcluso. Uno propio. La dictadura de los hechos, el dolor asociado, me han visto renquear demasiado por estas tierras en las últimas fechas. Es desquiciante comprobar que, entre amor imposible y venganza, día tras día mana, de la realidad, sangre a borbotones. Y vuelvo a rumiar mi desdicha, a asumir esas ausencias que son más dolorosas que nunca, aunque la estupa de cal y oro jamás lució tan atractiva y la sombra, por fortuna, no sea necesaria en estos días templados.

 
A los pies de Buda, nuevamente, cuesta imaginar dónde acaba el rito religioso y dónde arranca el folclore. Es imposible en Isan. Los bailes se suman a las oraciones musitadas, en una especie de góspel budista, y hacen de este santuario un lugar único por inconfundible. Vuelve, poderosa, la imagen de un padre. Y hasta me brota la sonrisa de payaso triste al recordar cuando, no hace tanto, yo fui comparado en toxicidad con otro padre fallecido. Ha sido un año muy, muy duro. Un lustro, de hecho.

Supongo que balancearse de la rabia a la tristeza teñida de honda decepción humana es un axioma. Así lo percibo. Han sido ciento noventa y tres días de viaje desde el pasado veintiocho de diciembre. Desbocado, voraz, desde Jordania hasta Japón. La inmensa mayoría en solitario. Y quedan tres. Hice cuarenta, a solas con mi mochila, durante el año pasado. Debían ser sesenta, pero lo reduje por amor. Igual que bajarme de un bus camino de Barajas aquel mismo veintiocho de diciembre. Alguien no lo quiso. Habrían sido menos este dos mil diecinueve. Quien dude del corazón, jamás sabrá a qué atenerse. Ésa es la dictadura de los hechos, ajenos a interpretaciones. Ya no importa.

 
“Si viajar es lo que te gusta, eso es lo que debes hacer”. Y dándole vueltas a la estupa cegadora, con las manos a la espalda, vuelvo a pasar por el incensario donde se consumen dos velas con incienso; por el atril donde lucen dos bulbos de loto. Sigo caminando, empequeñecido por la emoción que inevitablemente aportan el regreso y el recuerdo. Fatigado, confuso, al borde del llanto… No ha salido buen día, pero tengo un nuevo sueño por alcanzar. Aunque, como siempre, tenga que ser a lomos de esa soledad libertaria que citaba Chavela. 


Paro de súbito. Me arrodillo y recito un breve mantra. Recojo los zapatos, alcanzo un puesto a la sombra, prendo un pitillo, encargo una cerveza helada y enciendo el portátil. Año dos mil veinte. “Ésta sí que va a ser gorda, gorda”, murmuro con alegría antes de alzar la mirada a ese cielo donde, como seguro será en cada regreso a That Phanom, tu rostro vuelve a dibujarse, padre.

El autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias