Mercerreyas

Cuetzalan, cafeína para el corazón

Martes 18 de Febrero de 2020

Cuetzalan, cafeína para el corazón

Si Cuetzalan era un bullicio frenético en domingo, repleto de visitantes y locales al alimón dado su tianguis o mercado (después descubriría que las mercancías que venden los indígenas son más económicas los jueves y domingos porque la multitud de puestos de venta les obliga a ajustar su beneficio), resulta que aquello se ha esfumado cuando arranca el lunes. El pueblo, entonces, se hace íntimo por palpable en la soledad que denuncian las sombras alargadas al límite de sus escasos vecinos. A eso de las siete de la mañana, bañado de luz aún mortecina, desvelada, el pueblo se aferra con brío al alma entre calles tan empedradas como empinadas, paredes de cal y la nostalgia orgullosa que se desprende de las arrugas insondables en demasiados rostros.

 
Cuetzalan, toponímico de donde habitan los pájaros colorados en idioma náhuatl, puede aparentar ir un poco justo de atractivos para turistas exigentes, obviando su precioso casco histórico. Con franqueza, sus dos iglesias generan indiferencia, pero, sin embargo, basta escaparse a los alrededores para comprender por qué la suma de historia, etnografía y paisajes dan pie a un lugar verdaderamente inolvidable. 
La cascada de las brisas, a tres kilómetros del centro, es apenas el reclamo obvio para hacer senderismo por un entorno sublime y descubrir que, por encima de esta majestuosa cortina vaporosa, los saltos de agua son infinitos. No solo eso, también las grutas están ya acondicionadas para el turismo y únicamente precisan de ganas de descubrir las entrañas del planeta. Pero ése no era mi caso hoy. Y de resultas me pierdo por las veredas junto a la cascada, sudo de lo lindo, disfruto de las plantas silvestres de café, trepo en barrizales o me juego los tobillos en descensos resbaladizos. Feliz, hiperventilando, alcanzo un puestito donde refrescar el gaznate con una cerveza Victoria helada. Pego la hebra con una indígena quien me revela el disgusto que la aflige porque su hijo de cuatro añitos quiere ser volador totonaco, idéntico a los que vi la víspera en Cuetzalan. Me revela que ya se sube al mástil y todo. Lo dice disgustada, pero, no obstante, deja entrever un orgullo mal disimulado.

 
Ha sido ella quien me ha indicado mi siguiente destino. La cascada Las Hamacas, así se llama. Vuelvo a subirme a otra camioneta abarrotada que va haciendo altos en mil y una haciendas, desparramadas por las crestas de Sierra Madre, hasta que arribo a otro recodo virgen de vistas increíbles. Atrás quedaron miradores hacia valles angostos, trepanados en la selva, siempre teñidos de verde selvático o el brillante punto oliva de las hojas de planta de café.

 
Pienso en ello una vez de regreso a Cuetzalan. Pienso, en esencia, que es complicado encontrar un sitio, ya no en México sino sobre la faz de la tierra, capaz de acelerarte el pulso con la suficiencia de este remoto pueblo mágico de Puebla. Sin necesidad de café, bastándose de elemental patrimonio humano o natural. Lo barrunto y digiero con un trago de yolixpa (licor de hierbas local), otra referencia de este lugar que tampoco arrebata la pasión por sí mismo pero que suma, y suma, y suma… Cierta vez resumía a Bardejov, en Eslovaquia, como ese lugar en el cual uno se podría olvidar de sí mismo con la certeza de que no volver a encontrarse, cercenado entre lecturas o aprendizajes infinitos, sería el epítome dulce de esta existencia. Pues ya tiene rival. En estas coordenadas de México, llámalas voladores totonacos, ruinas de Yohualichan, indígenas náhuatl, grutas o cascadas multiplicadas e incluso yolixpa, he vuelto a sentir que existe más de un destino, ajeno a folletos turísticos de campanillas, del que no desearías irte nunca.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias