Mercerreyas

Xalapa, entre leyendas y culturas del golfo de México

Miercoles 19 de Febrero de 2020

Xalapa

Xalapa, entre leyendas y culturas del golfo de México

La cena de anoche con el choriqueso fue, asimismo, memorable. Enésimo punto a favor para un Cuetzalan que me ha atribulado tras KO técnico. Llámalo placer epicúreo, de primeras, alargado hasta dolor infinito porque de resultas yo tampoco he aprendido a dejar la comida en el plato, por más saciado que me vea a mí mismo. Y me recordaba a mi madre, para variar. Con ella probé este plato, por vez primera, en San Cristóbal, en aquel Chiapas confuso entre herencia zapatista e indígenas tzotziles. ¨No tienes cojones a acabarlo¨, me dijo entre cauta y apenada porque ella, con su historial médico, ya no podía ni husmear este manjar. Cien por ciento grasa de chorizo y queso fundido. ¡Vaya si lo hice! A la segunda ya fue más astuta. Calló y se sonrío en plan suficiente, mascullando un “ahí te jodas” cuando me vio claudicar ante otra cazuela de idéntico contenido. Que no podía más, gemía bajo un hilillo de voz, al borde del llanto. Si me hubiera vuelto a azuzar, por supuesto que lo habría engullido. De tal palo, tal astilla. 


Discutí muchas veces con ella a cuenta de la comida. Siempre fuimos idénticos en glotonería pero con una salvedad: yo no tenía cortapisas mientras que ella debía vigilar su estricto régimen. A la hora de pedir comida, por supuesto, todo era felicidad, pero cuando se veía obligada, por conciencia, a dejar comida en el plato… ¡Ay, entonces! Me pedía que lo terminara yo. Y yo renegaba porque no podía. ¨Qué más da que se quede algo de comida en el plato¨, le respondía para su inminente cabreo. Su espíritu de postguerra la impedía realizar ese sacrilegio, y ahora que ya no está, supongo que empático con su fantasma, me llevan los demonios si soy yo quien ha de dejar comida en el plato. Qué cosas, ¿eh, madre?

 
El mariachi, a la mañana siguiente, ya venía montado en el bus cuando yo lo agarré, camino de Xalapa, en Teziutlán. Esperó a que cargara más pasajeros en sucesivas paradas, afinó las cuerdas y se arrancó. Con franqueza, esperaba cualquier tema, cualquier corrido donde el dolor se aplaude y disfruta hasta aborrecer. Pero no ese. No el del troquero (camionero) y la muerta, una fantástica leyenda después musicalizada para dar lugar a una canción preciosa. La escuché algunas veces antes, en viajes pretéritos a esta tierra, y es un escalofrío el que me derrumba cada vez que vuelve a acariciar mis oídos.

 
Cuenta la historia, en la más bella de sus versiones, que un camionero viajaba desde Monterrey hasta la capital federal. Con noche cerrada en la Sierra de Saltillo, a la altura del límite entre Coahuila y Nuevo León, vio a una joven en un arcén haciendo autostop. Le preguntó a dónde iba, y ésta le respondió que a casa de sus padres, en Potosí, Nuevo León. Le pillaba de camino y, por supuesto, la subió al vehículo. Kilómetros después, llegando a unas lomas, ella le pidió precaución al conducir por esa zona, porque la carretera allí estaba repleta de curvas peligrosas. Siguieron charlando animadamente hasta que finalmente llegaron a la casa, donde él le dejó su chamarra como promesa de que regresaría a verla. Ella, en ese punto, le despidió con un beso, prometiéndole, asimismo, que le esperaría.

 
Cuatro días después el camionero regresó. Tocó el claxon, mas nadie salió de la casa. Extrañado, llamó a la puerta para observar de seguido cómo un hombre mayor, y no la hermosa joven, abría la cancela, invitándole a pasar. El conductor preguntó por la joven y el tipo se echó a llorar, desconsolado. Tras unos segundos de silencio, el anciano explico que esa joven por quien preguntaba el camionero era su hija, fallecida hacía años, y que en cada aniversario de su muerte hacía lo imposible para regresar a casa desde el punto donde tuvo el fatal accidente de tráfico que se la llevó. Pero el camionero, incrédulo, contestó que eso era imposible y hasta le habló de la chamarra que le había dejado a la chica. El anciano, afligido tras escucharle, guio al joven a la tumba de su hija. Allí, para sorpresa del troquero, yacía su chamarra, suavemente depositada sobre la lápida de esa mujer que una vez recogió haciendo autostop, justo en el límite entre Coahuila y Nuevo León.

 
Si la historia es bonita, imagina la canción en la voz temblorosa, áspera por el mezcal, de un músico anónimo que pelea al unísono por acertar con las notas en su humilde guitarra y no caerse del reposabrazos de un autobús en movimiento. ¿Cómo no vas a morir rendido ante este México visceral por emotivo? Luego el hombre recoge unas monedas que le damos, agradecidos, y se baja en otro pueblo desconocido, seguro que a la espera de un nuevo transporte donde volver a narrar, con voz herida, esta hermosa historia entre tantas otras. Cincuenta kilómetros después, aún emocionado por el breve concierto acústico, ya he llegado a Xalapa. 
La capital de Veracruz, entonces, es una preciosidad de ciudad donde los jardines se multiplican y los árboles tiñen de verde cualquier panorámica. Relajada y con un punto soñoliento, no destaca por poseer grandes atractivos turísticos. No obstante, se basta su Museo de Antropología, con sus excepcionales colecciones olmeca, huasteca y totonaca, para justificar la presencia allí. Me apalanco en un hotel cómodo situado a medias entre el congreso y el palacio de justicia de la ciudad. Tarareo la melodía impresa en una sangre cada vez más mexica. Rumbo al museo, de palique con el taxista que me transporta, que tenga cuidado por la mañana en esa zona de mi hotel porque es cuando llevan a las “lombrices” (delincuentes) a juicio, me suelta divertido. ¨Bueno, espero que, al menos, las lleven esposadas”, respondo para fundirnos ambos en una sonora carcajada ante mi ocurrencia.

 
El de Xalapa está considerado el segundo mejor museo del país tras el de Chapultepec, en la capital, inalcanzable en calidad no solo para ninguna otra galería de México, sino para el noventa y nueve por ciento de museos en el planeta. Nada más entrar ya te recibe una poderosa cabeza olmeca de varias toneladas y finos rasgos, pero luego, en la exposición, se pueden admirar otra media docena de ellas no menos impresionantes. Si las cabezas abruman, por su detalle y magnificencia, no menos lo hace la colección de piezas de terracota y arcilla. Dado que los totonacas se expandieron por zonas donde el material pétreo no era tan abundante, tiraron del barro para crear su arte. Dioses venerados, artilugios sorprendentes, una verdadera colección de rituales mutilaciones de dientes y cráneos… hasta Mictlantecuthli, Dios de la muerte y guiño al Museo de la Muerte en Aguascalientes donde, por vez primera, leí de él hace un par de años. Con absoluta honestidad reconozco que, tras muchas vueltas al mundo, de muy pocos museos, por no decir ninguno a excepción del capitalino, he salido con esa terrible sensación de no ser capaz de explicar con palabras la magia y estupor que me gobernaban allí dentro. Si México es su patrimonio atemporal, yo me quiero morir aquí.

 
Busco unos tacos al salir, echo un pitillo Gol, me desentumezco para ahuyentar otra vez la perpetua agonía para los músculos que son los autobuses y, como un bambino dichoso, sigo jugueteando en el iris con las cabezas olmecas; en el oído con la melodía y esa figura admirable que es un mariachi capaz de cambiar su emoción desgarrada por una ristra de monedas de peso. Feliz, en mi planeta, fantaseando con llegar a ser, algún día, ese troquero que cierta vez “dio ride” (llevó gratis en su vehículo) a una muerta. Inshallah.

 
P.S. Desde luego no es comparable el espíritu de un mariachi solitario con una versión comercial, pero, en todo caso, la leyenda-corrido citada, en versión de Los Leones del Norte, la tenéis aquí:  

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias