Mercerreyas

Yohualichan o el edén náhuatl

Lunes 17 de Febrero de 2020

Yohualichan o el edén náhuatl

Bulle Cuetzalan cuando arribo a él a eso del mediodía. Atrás quedó un paisaje áspero y desolado, reventado por la mastodóntica presencia de volcanes como La Malinche, en Tlaxcala, vigilante perenne de la ruta que une Puebla con Zaragoza. Se da en el último, de súbito, que la carretera se empina y la vegetación brota de primeras, se envalentona de segundas y se hace un edén tropical al final de la cuesta. Con todo, una vez que México se parece irremediablemente a esa furcia despendolada que engaña en sus apariencias, los balcones hacia la vegetación frondosa que se abre a los pies esconden que, sorpresa, hemos bajado más de mil metros desde la estática y plana ciudad de Puebla. Aquí se respira tan bien que no dudo en prender un pitillo. Observo a mi alrededor. La razón del vergel se presume intuición cuando se comprueba cómo los aleros de las casas son exageradamente amplios, el doble de lo habitual en nuestro entorno. ¿Por qué?, pregunto al primer tipo con que me cruzo rumbo a mi posada, mientras reviento las ruedas de mi maleta por calles socavadas de piedra irregular. Me aclara, divertido ante mi curiosidad, que es por la lluvia torrencial. Lo intuía. Desde septiembre hasta noviembre llueve a mares en Cuetzalan, y los vientos que arrastran los huracanes del golfo de México golpean no solo a Veracruz sino también a esta región limítrofe con aquel estado. Era fácil que el agua se metiera en las casas o causara humedades en las fachadas y, para evitarlo, doblar el alero del tejado era la única opción. Pues muy agradecido por la explicación, padre.

 
Ningún rincón del pueblo es ajeno a un mercado enorme, desparramado, repleto de mercancías e indígenas totonacas. Muchos de ellos con su machete anudado al cinto, ellas de blanco inmaculado entre faldas polleras y huipiles. Escurridizo bajo el amasijo de chiles, frutas y conmoción por la multitud, alcanzo un respiro en la plaza de la iglesia, donde justo arranca un espectáculo de voladores de Papantla. Es éste un rito ancestral, asociado a la fertilidad y declarado patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco en dos mil nueve. Los cuatro voladores se desprenden, amarrados por maromas, de la cruceta que gobierna en lo alto del mástil, a más de veinte metros de altura sobre el suelo. Ejecutan sus acrobacias al ritmo que ordena un quinto personaje, fijo en la cumbre. En un momento dado, éste también se desliza por una cuerda al tiempo que completan los trece giros que, progresivamente, los van a acercando al suelo. Trece vueltas por cuatro protagonistas, cincuenta y dos. Exactamente los años que dura un ciclo vital para las gentes totonacas. Es, si tienes opción de verlo en alguna ocasión, un ritual verdaderamente precioso… y arriesgado, porque hay que tener mucho valor para jugársela de ese modo, boca abajo, sustentado únicamente por una cuerda que pende de un armazón cuya visión provoca aún más vértigo por lo rústico y endeble de su apariencia.

 
Pero yo no he venido hasta las faldas de la Sierra Norte de Puebla solo por la realidad actual de la gente totonaca, sino por su pasado. Para eso nada cómo hundirse en Yohualichan, un soberbio recinto arqueológico que dista una decena de kilómetros de Cuetzalan. ¿Y cómo llego?, pregunto. En cinco minutos me veo en una rústica terminal de donde parten las camionetas a mi destino. Son rancheras con cajón cerrado por una lona y tres bancos en forma de u. La gente indígena me rodea y charla animadamente. ¿Habláis náhuatl?, le pregunto a mi vecino. Sí. Lo habéis aprendido en casa porque no se enseña en la escuela, ¿verdad? Entonces el indígena, cano y de arrugas hechas surcos bajo un sombrero de imitación a toquilla, me desgrana la terrible realidad de un idioma en claro riesgo de desaparición: que los profesores vienen de lejos y desconocen el náhuatl; que él, como la mayoría, no sabe escribirlo (ni siquiera español) y le da pena; que es incapaz de entenderse, hablando la misma lengua, con totonacas de Veracruz; y que, asiento condescendiente, el náhuatl de esta región es un patrimonio que tarde o tempano se va a perder porque la gente joven no está interesada en valorarlo, mucho menos perpetuarlo.

 
Yohualichan, al fondo del serpenteante camino, significa “La casa de la noche”, pero podría ser la casa del hibisco, o la casa de la heliconia, o la casa de la vainilla. Podría serlo porque es un jardín botánico de nota al que, misteriosamente, la humanidad dotó de un armazón pétreo. Es tal el patrimonio arqueológico de esta nación multicultural llamada México que podría envolverse en cada una de las capas de sus etnias, vomitarla malhumorada y sentir, sin remisión, que en cada arcada ha nutrido una idiosincrasia que la transporta mucho más allá de águilas y nopales aztecas. Cuando más dudes, cuando menos entiendas, cuando más perdido te veas, México sabrá enjuagarse en sortilegio para no permitirte desesperar, mucho menos cejar. Aquí hay mucho de totonaca (los nichos de las pirámides lo delatan), también tolteca y chichimeca. ¿Qué más da? Yohualichan es una razón imperecedera para ser feliz y perseverar. Y sobre todo lo es porque ningún local sabe qué representa (lo llaman las pirámides, a secas), porque representa a un idioma en extinción por la negligencia política, porque el analfabetismo revela milpas heridas de una gente cuya mayor virtud no es depositar un voto a ciegas, sino haber nacido y ser, por ello, correa de transmisión de un saber atemporal. Antes Yaxchilan y Toniná, ahora Tlacotepec, que aún ni se ha aventado en el diapasón turístico, mañana… mañana, ¿quién sabe dónde acabarán mil piedras irregulares pulidas con esmero, mil rostros indígenas de idiomas que son poesía musicalizada para oídos ensoñadores?

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias