Mercerreyas

Entre Tula y Tepotzotlán

Miercoles 25 de Febrero de 2020

Entre Tula y Tepotzotlán


Son solo cuatro. ¿Para qué más? Cuatro esculturas colosales, pilares en esencia, que reflejan hasta dónde pudieron abarcar tantas y tantas culturas mesoamericanas. Sus formas son suaves, cinceladas con esmero en el duro basalto, y reflejan una historia de perdición tolteca. Son, los atlantes, uno de los emblemas prehispánicos más accesibles desde la capital, distante a un par de horas. Acabo, de resultas, charlando con un brahmán hindú de Tamil Nadu recién llegado desde la Ciudad de México. Es otro enamorado de la arqueología, bien mesoamericana, bien india (allí trabaja para el gobierno como restaurador y supervisor de patrimonio).

 
Los atlantes, desde su privilegiada ubicación en la cima del templo-pirámide “Estrella de la Mañana”, vigilan con celo todo lo que acontece en la plaza central de esta antigua capital tolteca hoy reducida a ruinas pocos llamativas en lo visual, melancólicas de hace un milenio cuando eran el centro de una urbe que bullía en lo social y cultural.

 
La cultura tolteca es uno de los grandes misterios en lo referente a civilizaciones mesoamericanas prehispánicas. Alcanzaron su cénit hace un milenio, cuando Teotihuacán era un reducto olvidado y aún no habían florecido las culturas del golfo o los maya, mucho menos los mexicas o aztecas. Sí se sabe que su relación con los grupos citados fue muy palpable, pero bien poco se sabe de sus costumbres propias o sus centros de poder. Incluso, a día de hoy, aún se duda de que la actual Tula fuera la principal ciudad de aquellas gentes.

 
A un breve tramo de bus, la vorágine de Ciudad de México devora todo a la vista, inundando los ojos (qué decir de la emoción) de conglomerados humanos, mercantiles, habitacionales, logísticos o cualquier porquería bien poco sugerente. Tepotzotlán, convertido más en una pedanía de la periferia capitalina que en el Pueblo Mágico que presume ser, alberga el revés de la moneda de los atlantes con forma de colonialismo hispano. Y lo hace desbordado.

 
El Museo Nacional del Virreinato de Nueva España, ubicado en el fastuoso complejo del antiguo colegio de San Francisco Javier, muestra la opulencia casi avergonzante de que hicieron gala los españoles en su proceso colonizador (esquilmador, más bien) por estas tierras. Por fortuna, ya era hora, en el museo se desgranan las tropelías que cometieron los hispanos sobre una gente indígena local, a la cual esclavizaron sin piedad, y sobre sus recursos naturales, ampliamente explotados hasta su inevitable agotamiento. Y esa es la palabra, agotador, que mejor define la amplia sucesión de salas y paneles explicativos de este recinto tan enrevesado como magnífico. Por si la muestra no fuera de nivel alto, la iglesia de San Francisco Javier, nuevo ejemplo del poderío jesuítico en años de adoctrinamiento religioso (evangelización) extremo, refulge desde sus churriguerescos retablos dorados hasta cortar el aliento. Más allá de la labor que habían acometido los franciscanos con anterioridad, fue la principal acción educativa en lengua náhuatl de los jesuitas la que generó las empatías locales que, como es sabido pues fue así como históricamente acumuló su incalculable poder y riqueza está orden fundada por San Ignacio de Loyola, no dudaron en revertir hacia esta congregación tanto su fe como su cartera. Prueba de ello, elemento más impactante de la visita al museo, la capilla de la Virgen de Loreto, escondida en el atrio de la iglesia de San Francisco Javier, descomunal pastiche de color y formas donde se fusionan elementos cristianos, indígenas (soles y lunas) y hasta mudéjares con su planta octogonal, elemento geométrico que también se observa en ventanas y cúpula. La terracería de cerámica Talavera, dibujada a mano, es no menos sublime.

 
Cabe destacar, o al menos a mí me lo parece, la perfecta fusión entre museo y antiguo colegio-convento-universidad religiosa que se observa mientras se admiran los objetos expuestos y se pasea, al mismo tiempo, por patios interiores, cocinas, refectorios y dormitorios. Obviamente, dada la raíz secular del lugar, la colección de objetos litúrgicos gana por goleada a la muestra laica. Y dentro de aquellos, tachonando casi cada esquina del complejo, soberbios lienzos de dos centurias de antigüedad que reflejan destacados paisajes bíblicos.

 
Tepotzotlán, cuando se termina la visita, es un lugar de fachadas ambarinas y apetecibles tascas donde darle una alegría al gaznate y estómago. He de reconocer que no lo imaginaba tan hermoso, mucho más cuando doy con mis huesos en una típica fonda mexicana donde las habitaciones son cabañas circundando un jardín florido, la forja gobierna desde la puerta hasta las sillas o el cabecero de la cama, los tonos cálidos se desparraman por las paredes y el silencio sepulcral es un toque de queda a partir de las ocho de la tarde.

 
A lomos de atlantes de leyenda olvidada y una herencia repujada, dorada, retorcida entre santos y mártires. Así se me ha ido el día. Los infinitos encantos capitalinos, de mañana en adelante, serán el epitafio a este deslumbrante México del cual nunca me canso por lo que ofrece y lo bien que me trata. Este viaje iba de Colombia, y lo sigue yendo, pero me resultaba imposible no caer nuevamente rendido ante los encantos históricos, culturales, étnicos y gastronómicos de éste, lo repito a menudo, el país más interesante y hermoso de América junto con Brasil y Perú.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias


De viajes anteriores:Iran.