Mercerreyas

México de Rivera, mundo de puertas abiertas

Jueves 17 de Febrero de 2020

México de Rivera, mundo de puertas abiertas


“Brindándole al aire mi voz cazallera Bailé en su vestido borracho de pena Me bebí la razón, me fumé el corazón Y no volveré a verte No pude juntar el agua con aceite Y cuando las estrellas salen Ya estoy colgado del jirón de un sueño El mundo entero no me vale Ayer por la noche me estaba pequeño Y plantao en un tiesto sin tierra Me invento otro mundo de puertas abiertas” 


“El Perro Verde”. Marea.

 
De tanto en tanto, sin remisión, me estrello contra un universo llamado Ciudad de México. Y con la obra de Rivera que, ésa sí, representa otro verdadero mundo de puertas abiertas. Entonces de veras que me siento afortunado pudiendo mandar a tomar por culo la canción porque, al fin, me veo indefenso ante un decorado inédito, indescifrable. En mi pecho fibrilo, de resultas, azuzado ante un nuevo reto por descubrir, enésima lección. ¿De qué aprenderé hoy? Decide tú. O mejor, que decida una capital tan inabarcable como perturbadora. El viejo Distrito Federal es siempre un Bangkok por descubrir. Lleves los viajes que lleves. Arrastra un punto psicótico, de puertas siempre abiertas, al cruzar cada esquina o paso de cebra. En esta mega-urbe maldita, a base de insistir, también aprendí a amar los ojitos rojos que me persiguen tras el ansia de zurcir un qué sé yo hace dos noches, en garitos anónimos de Tepotzotlán. De veras que allí volví a sentir por qué siempre he sido un tipo tan afortunado que a alguien no se le debió olvidar que acuchillar mi felicidad viajera o este blog era una batalla perdida. Acaso un infructuoso intento de coartar mi anhelo de libertad.

 
Y asumir anteanoche rabia y tristeza. Sentir cómo atenazaban mis hileras de dientes, que se quiebran una y otra vez cada despertar, al chocar con estrépito bajo ciertos recuerdos. Asumir con naturalidad que habrá una mujer que jamás pueda mirarme a la cara sin ruborizarse ante un cadáver en vida. Venganza y amenazas tejidas con humildad en la trama supurada estos últimos catorce meses. Una hiedra que hollaba una barrera tras otra, derruyéndolas a mis pies. Ya renuncié a construir nuevas, a comprender, mucho menos a creer en la ignota piedad y misericordia humana. Allí se quedó en un mensaje de texto o el definitivo correo electrónico tan esclarecedor como fustigador a nueva vida. No obstante, Diego Rivera, bandido vividor, me acompaña hoy despedazando ecos de febriles angustias añejas. Incluso vuelve a hacerme confeso de su religión en el breve paseo que alumbra desde su bonachón rostro hasta Frida Kahlo o la efigie de otra Catrina.

 
Resulta que acabo de llegar desde Tepotzotlán, a eso del mediodía, a una pensión amable. Y desde allí, desde el área pija de Reforma, son un par de kilómetros hasta el centro neurálgico de la ciudad, hasta el Zócalo del Casco Histórico. Es mucho más. En realidad es una línea recta que zozobra pero nunca se aleja demasiado de Diego Rivera.

 
Nacido en Guanajuato, el pintor se especializó en murales sobre los que plasmaba tanto su ideario político comunista como una descarnada imagen de la sociedad mexicana, pasada o coetánea a su tiempo. En el primer alto, el Museo del Mural, se aprecia la fantástica pintura que Diego realizó para el Hotel del Prado, un inmueble que quedó tan agrietado tras el terremoto de 1985 que su demolición fue inevitable. El mural, que no sufrió daño alguno, fue trasladado hasta su actual ubicación donde luce espléndido. De la mano de la catrina, representada como un guiño al dios Quetzalcóatl, Frida Kahlo y el mismo Diego autorretratado observan al visitante con expresión indefinible. La verdadera potencia emocional de los murales se da en que uno nunca sabe si es él quien observa el cuadro o es al revés. Da igual que no seas consciente porque tu mirada solo se centra en un punto concreto del mural, pero ten por seguro que la brutal sucesión de estímulos para los sentidos sucede desde cualquier milímetro de forma y color. Inconscientemente, a través de un sublime arte seductor, uno acaba por entender que, por encima de formas coloridas, el verdadero talento de Diego Rivera consistía en abrumarte sin que te dieras cuenta, desde puntos alejados para tu visión pero bien perceptibles para tu cerebro. En eso, puedes creerlo, era un artista único y un verdadero genio.

 
Después, en el fastuoso Museo de Bellas Artes, más murales de Diego sumados a otros de Tamayo, Siqueiros y Orozco completan un lugar digno de alabanza en una suerte de fusión ciudad-artista que conquista el alma, definitivamente, junto al Zócalo, en el Palacio Nacional. Allí, a lo largo de varios murales, Diego Rivera pretendía mostrar la historia de México y sus distintas etnias indígenas con su peculiar estilo. Lamentablemente, dada su temprana muerte, no pudo culminar su creación, pero sí nos dejó varios murales que representan, con seguridad, el punto álgido de su obra. De ellos, siendo difícil la elección, hay un par de ellos que, quizás, sobresalen ligeramente de los demás. La “Epopeya del pueblo mexicano” es un mural soberbio, el de mayores dimensiones del conjunto, que ocupa las tres paredes que flanquean la escalinata principal. Allí, irradiados desde el águila mordiendo una serpiente abstracta sobre un nopal, símbolo de la nación que se representa en su bandera, los principales personajes históricos de México desfilan en un pastiche tan desordenado en apariencia como maravilloso en su concepción. Y justo en el extremo opuesto de la sucesión de murales, el llamado “La llegada de Hernán Cortés al puerto de Veracruz” es otra fantástica alegoría que crítica, en base a sutiles detalles, lo desastroso que supuso para la gente local el contacto con los colonizadores. La codicia reflejada en un Hernán Cortés demacrado, el mestizaje en un bebé de tez oscura pero ojos verdosos, la iglesia con sus escabrosos detalles evangelizadores, la tristeza de los animales venidos del continente europeo y hasta dos pequeños perros enrabietados. Uno lustroso, acompañando a los hispanos, y el otro famélico, pero igualmente mostrando los dientes, con ganas de pelea, que refleja a los malnutridos indígenas y su deseo de batallar, pese a la falta de fuerzas, frente al invasor. Excepcional. Siempre, absolutamente siempre, hallarás detalles escondidos, sutiles, en la obra de Diego Rivera. Hay, por supuesto, escenas contundentes, principalmente cuando plasmaba su ideología comunista en sus obras, pero la mayor virtud y talento del pintor se daba, vuelvo a repetirlo, en esos detalles, por lo general ajenos para el ojo, pero sumamente reveladores para el cerebro. En esos chispazos que sacuden la razón y levantan una exclamación de sorpresa, justamente ahí, Diego Rivera es imbatible.

 
Entre mural y mural recuerdo con infinito cariño el tiempo que pasé frente a ellos con mi madre, la honda impresión que nos provocó, por belleza y dimensiones, la obra de tan insigne artista. Y con ella en el corazón, siempre en el corazón, vuelvo a Frida, al espíritu atribulado de Diego, al México de rompe y rasga tan desconfiado como acogedor. A Chavelita, poncho rojo y lengua afilada, porque pronto abrazaré otro abril navegado sin más amarras que los acordes del penúltimo corrido de Fernández o Aguilar. Lo haré sin melancolía, pero con la infinita satisfacción, sostenida en el tiempo, de saber que le deseo lo mejor a todo aquel que, quizá, una vez me envidió u odió con delirio. ¿Qué me importa que solo me dejes, llorando tu amor, si soy yo quien ama la vida? Elevado al pie del cañón, inmune al desprecio forzado en vano. Porque te juro que, de no haber sido por ello, ni en broma habría acabado aquí, ensoñando lo ajeno del despecho que se ha de curar mientras Rivera me sublima bajo el poder hipnótico de unos murales tan embrujados como para preguntarte a ti mismo, constantemente, ¿quién me observa? Dentro de la infinita referencia infantil de su trazo, de su ecuánime visión indígena tan homogénea como psicótica, se desenvuelve en mi alma una tormenta huracanada por empática. Aquí, igual que hace diez años, ¿cómo no caer rendido bajo estos murales embrujados de un México indígena y turbulento que por siempre correrá insuflando deseo de felicidad y libertad en nuestras venas? ¿Cómo podríamos olvidarlo, madre?


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias

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