Mercerreyas

Papantla o malabares callejeros

Sabado 22 de Febrero de 2020

Papantla o malabares callejeros


Primero se anuncia como una brisa suave que, poco a poco, aumenta su intensidad. Arrastra nubarrones del nordeste, tan pesados que atemorizan por su barriga oscura. Entonces, al filo de la medianoche, descargan su furia sobre Veracruz. Pareciera que aguardaban el punto de tocar tierra para desatar su rabia. Veo suceder la escena desde la puerta de mi hotel, a donde he bajado a fumar un pitillo (ya no encuentro Gol, y éste tabaco es peor). De un coche aparcado, una especie de Opel Corsa familiar donde la parte trasera ha sido reconvertida en furgoneta, salen dos tipos y una mujer. Abren el portón trasero (eufemismo porque no pasa de tela impermeable) y sacan un tambor y unos bolos de malabarismo. Tienen que empezar a currar. A mí me espera una cama caliente en un cuarto sencillo, pero con aire acondicionado. A ellos, por el contrario, una lenta agonía cuando el semáforo tira a verde, alternada con un curro impagable en el instante en que cambia a rojo y han de mostrar su arte a los coches que hacen fila. Su pelo de rastas se moja y sus camisetas de tirantes hace tiempo que se tiñeron del oscuro punteado que denota la tormenta. Pronto serán esponjas. Apuran de un trago los restos de sus cervezas Victoria de a litro (litro doscientos, medida mexicana) y resoplan dos veces para espantar los nervios. Reparan en mí y nos cruzamos la mirada por una décima. La suya es decidida, sin más ahora que un semáforo hecho monedas de peso; la mía, sin embargo, inundada de terror por el porvenir. ¿Quién es el bufón en esta función llamada vida? Yo no veré si sacan mucho o poco, pero no dudo que les va a ir bien. Siempre.

 
Me tiro al jergón recordando al compadre Txipi, otro artista de su estirpe. Lo de artista es lo de menos, lo de más es su estilo de vida. Gente tan libre que muchos no les podremos alcanzar ni en reencarnación infinita. Lo rumio y digiero constantemente. En ocasiones uno tiene la certeza de que los tópicos, en esto de viajar, se repiten como un mantra. Decenas o centenas de veces se ha repetido esta escena de mirarnos, unos a otros, como quien topa con un marciano embutido en una camisa de fuerza. ¿De quién es el frenopático? Igual no lo hacen para impresionarnos de primeras, menos por un doblón, sino para concienciarnos, con su rítmico martilleo, de valores y estilos de vida que pueden convencer o no pero siempre demuestran la osadía de vivir sin ataduras. Creo, lo quiero creer, que yo no podría vivir sin mi nómina a fin de mes. Impoluta, clavada de veintiocho en veintiocho. Sin mis impuestos o ratos de ocio. Su salario no pasa de esta noche, y en ese funambulismo, en ese vértigo, radica una lección que quizás no fuera tan indispensable si el capitalismo voraz no nos hubiera robado la audacia que nos acompaña al nacer, seas blanco, negro o amarillo, rico o paria, con tanto descaro.

 
Papantla, a cuatro horas de bus hacia el norte, también me recibe envuelto en esas nubes perturbadoras de víspera. Es un sirimiri intermitente el que pone punto y seguido a esta ruta. El pueblo, por lo demás, forma parte del listado de Pueblos Mágicos, pero en algún sitio debió perder su magia porque hoy, aunque luciera un sol espléndido, no pasaría de una concatenación de casas deslustradas, un parque poco inspirador y una iglesia mediocre. En un lateral del plinto de la misma se aprecia un mural totonaca. Es moderno, hecho en cemento, y se basta para recordar que, con pertinaces aguaceros o sin ellos, la verdadera razón de este lugar son los voladores totonacas, como los que vi en Cuetzalan, y, por supuesto, las próximas ruinas esclarecedoras de El Tajín que veré mañana.

 
Meriendo-ceno un guacamole con totopos acompañado de un delicioso burrito, apuro una cerveza y me escurro bajo los aleros, con la cremallera del cortavientos subida hasta la barbilla, en busca de esa estación de futuro donde comprar otro abril o una escapatoria inmediata para evitar dos crepúsculos en Papantla. Será a Pachuca, a primera hora de la tarde, en busca de sus cercanos pueblos mineros donde rescatar un poco de esa felicidad bruñida de dolor desesperado que me acompañó en la ruta por El Camino Real de Tierra Adentro hace un par de años. Mientras, chapoteando en los charcos, sigo valorando la lección de los artistas de a ras de suelo, de los malabaristas de anoche. Hasta del pábulo libertario en forma de entristecido payaso que esta misma mañana se me quedó a la espalda, detrás del veloz transitar del bus y un cristal turbio, en la salida del puerto de la Vera Cruz. Le vigilaba desde la penumbra, triste metáfora, la palabra «REJA», ésa que a él nunca le vestirá por más rayas que muestre. Los verdaderos convictos cruzamos raudos, incapaces de discernir el grosor de la barra, absortos en el torbellino de nuestra psicosis desquiciada pero con mueca de felicidad fingida para que él, al cabo de un rato, brinde por nuestro dogal perenne. Con el semáforo verde lo despedí, con el rojo volverá a girar su admirable planeta siempre en el alambre, funámbulo sin más red que su fe, en este circo que transcurre desde el cordón umbilical hasta la extremaunción.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias